“Una persona de nuestra edad venía a Nueva York si era gay para poder ser gay. Pero veníamos aquí porque no podías vivir en otros lugares”, dice Fran Lebowitz mirando a cámara en el primer episodio de la miniserie documental de Martin Scorsese, Supongamos que Nueva York es una ciudad. Fran Lebowitz nació en Morristown, New Jersey, en 1950. Nunca se adaptó a las reglas: fue expulsada del colegio. Y cuando cumplió la mayoría de edad decidió mudarse a Nueva York con un solo propósito: ser escritora. Su padre le dio $200, Fran jamás había tenido entre sus manos tanto dinero. Lo primero que pensó fue “Esto me alcanzará para toda la vida”. En su casa no le permitían hablar de plata ni preguntar cómo funciona la economía porque ella era mujer. Lo único que debía saber es cómo ser esposa. La educación que le dio su madre se basó en que no sea graciosa con los muchachos porque a los chicos no les gusta eso. “Por desgracia se equivocó”, lanza Fran con cara de fastidio. Apenas llegó a Nueva York descubrió que esos $200 no le alcanzan para vivir toda una vida, así que comenzó a manejar un taxi. Era la única mujer sin contar la leyenda que afirmaba que existía otra. Fran la buscó desesperadamente en el bar de taxistas porque el séquito de hombres conductores la maltrataba o hacía de cuenta que era invisible. Más tarde vendió cinturones en la calle y también limpió departamentos, hasta que su sentido del humor encandiló a Andy Warhol y comenzó a escribir una columna en la famosa revista del artista pop, Interview

La miniserie de 7 episodios de 30 minutos intercala material de archivo con el presente. Fran Lebowitz, autora de los libros Breve manual de urbanidad (1981) y Vida metropolitana (1978), charla con Scorsese o recorre los lugares que más detesta de Nueva York. Añorando la Gran Manzana de los años 70. Camina con un largo tapado cubriendo su cuello con una bufanda pesada, observando a través de sus anteojos carey lo que más le fastidia: la gente. Fran es una torta cascarrabias; odia las redes sociales, las pantallas de los taxis que no puede apagar, las calles de Times Square, los musicales de Broadway, el yoga, los aviones. Pero su rabia no es nociva, es graciosa. Se ríe de los demás, y también de sí misma como toda humorista judía. 

Relata a los gritos, habla con prisa como si las palabras escaparan de su boca; convirtiendo a su lengua en un trampolín. Se entusiasma tanto con su enojo que a veces debe pasarse la mano por el labio inferior para evitar dejar caer un poco de saliva al piso. El chiste siempre está primero que todo. Fran necesitaría una ciudad para ella sola, pero, ¿qué sería de la comediante sin sus quejas? ¿Y de nuestro estado de ánimo?

Martin Scorsese se ríe de los chistes de su amiga Fran Lebowitz como un bebé que acaba de conocer la risa. Se ríe tanto que rebota en su silla y por momentos le cuesta respirar. Tienen una relación de admiración tan estrecha que Scorsese ya había filmado un documental sobre ella en 2010, Public Speaking, y en 2013 le dio el papel de jueza en la película El lobo de Wall Street. Donde con su característica cara antipática sentencia a Leonardo Di Caprio. 

Pero nunca es suficiente Fran Lebowitz, siempre hay espacio para una queja más. Fran no habla demasiado de su identidad sexual, tampoco la oculta. Es parte de su vida cotidiana, como esas placas incrustadas en el piso de algunas calles de Nueva York con frases de escritorxs que a ella le fascina descubrir entre paso y paso. Fran creyó toda su vida que ciertas cosas jamás mejorarían. No pensó ser testigo de la Ley del Matrimonio Igualitario. Lxs jóvenes hoy le agradecen su lucha por los derechos LGBTIQ, ella se encarga de aclarar que no hizo nada por conseguirlos. “No soy tan sacrificada, te lo aseguro”. Por momentos, Fran Lebowitz camina alrededor de una maqueta de Nueva York. Scorsese le pregunta que le gustaría tener, a lo que ella responde “el traje de goma de Godzilla”. Porque, ante todo, Fran Lebowitz es una mostra.