Skazka. Ya nadie lee a Navokob.

Apenas tuvo vigencia la “normalidad” del Ghetto Global, decidí saldar de una vez por todas mi deuda con la biblioteca.

Como hizo Néstor con el FMI.

Muchas veces pienso que es un vicio: la acumulación enfermiza que inicié durante la dictadura que nos impuso los mismos planes económicos de Menem-Macri. Un vicio que me obligó a comprar más libros de los que podía leer. Abandonar por décadas obras leídas a medias, libros con páginas sin cortar, como el querido “La luna con gatillo” de Editorial Cartago, 1957. Una deriva del entorno pequebú.

Un abrazo es más indispensable que cualquier poema.

El plan fue un desafío: a) No escribir ni trabajar el hierro durante seis meses, b) No usar celu ni computadora, descolgarse de Google/internet, c) Cuatro horas diarias para limpiar, arreglar y ordenar libros, d) Hacer prioridad entre los pendientes, e) Leer en las cuatro horas de la tarde, f) Durante el proyecto escuchar sólo discos de vinilo.

Cuando se logra sacar las cáscaras de la historicidad, lo cotidiano es una muestra gratis del infinito.

No fue fácil para un animal formateado por los supuestos culturales del progreso eurocentrista. A la semana, el rigor se transformó en placer. Reencontrarse con viejos compañeros, volver a acariciar libros postergados es un disfrute sano. Cada ejemplar es único, aunque la edición haya sido de 10.000. Detrás de cada libro hay muchos seres humanos anónimos. Al volver en ellos, volvían a mí no sólo las vibras de sus páginas, sino también la historia de si había sido comprado, regalado o “recuperado” un verdadero pogo de dejá vu, de cada instante surgían situaciones interminables.

La nostalgia sana es una forma de cariño.

Y en simultáneo, se me iban apareciendo títulos de libros desaparecidos; los prestados y nunca devueltos, los olvidados en casas de ex, los enterrados en tiempos de semi clandestinidad.

Los libros son como los gatos: les pertenecemos.

El inolvidable “Me Ti, El libro de las mutaciones” de Bertold Brecht es uno de los “enterrados” que más duele, una herida que no cicatriza; un PDF no derrama la misma expresión. Lo leí una sola vez y me abrió herramientas de vida que no termino de usar; ese “permitido” entre algo vivo del marxismo y cierta filosofía china nunca fue bien valorado por los Testigos de Marx. O de Mao.

Pude ordenar, limpiar y arreglar todos los libros en la primera semana. Después la tarea fue leer. Ezequiel Martínez Estrada, Lezama Lima y Octavio Paz fueron los primeros, junto a Boris Groys, Paul Auster, Anna Seghers, Hito Steyerl. Entonces ya andaba por el quinto mes de lectura, era el turno de los rusos. Postergué el gusto por Sholojov por un libro de Navokob: “El tiranicida”. Nada es casual, lo compré en Buenos Aires, en un kiosco de la terminal de Once, la misma semana en que fracasó la “Operación Gaviota”.

No lo había terminado de leer y tenía que hacer un trámite en el centro. Decidí no ir en auto para saber lo que es el uso del transporte público en tiempos Covid. Así que la excusa de la lectura me llevó a recargar la SUBE, a un 143 N y abrir el libro editado por Sudamericana en mayo del 76. Me dejé llevar por el relato de la página 53 y por las palabras escritas en ruso en 1926. La historia me estaba absorbiendo la realidad, cuando cierto perfume invadió el pasillo. Era una chica en yorcitos, se sentó del otro lado, en el asiento paralelo. Me sentí confuso, cerré el libro y saqué el celular intentando abrir Instagram. ¿Demasiados adjetivos para una sola mujer? ¿Las palabras pueden expresar la otredad natural?

No estaba sentado en un bar de Berlín tomando cerveza negra con brandy, estaba yendo en colectivo por la plaza Alberdi.

Entonces la chica me habló:

-¡Qué casualidad! Mire, estoy leyendo el mismo libro- dijo sacando de su mochila un ejemplar de la misma edición de “El tiranicida”.

Sus labios, sus ojos, todos sus gestos tenían el mismo encanto. Por un instante, pensé en hablarle de sexo solidario. Ella pareció leer mis deseos.

-No se preocupe, no soy “Frau Monde”- dijo sonriendo y abriendo el libro para leerlo.

Mi ejemplar de “El tiranicida” está junto a la Lettera 22, nunca lo pude terminar de leer.

Los cuentos de hadas nunca se cumplen en la realidad.

Es falso que ya nadie lea a Navokob. 

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