El pueblo polvoriento, que se consume entre el calor y los aguaceros bíblicos del trópico, es uno de los espacios imaginarios más emblemáticos de la literatura universal. “Yo nunca me olvido de quién soy; soy el hijo del telegrafista de Aracataca”, decía el colombiano Gabriel García Márquez (1927-2014), ligando la figura del padre y el lugar donde nació a su identidad. El principal alimento del escritor fue su abuelo fabulador y contador de historias épicas, y una abuela de imaginación desbordante y casi mística. La palabra “Macondo” quedó grabada en su memoria el día que la vio a la entrada de una plantación bananera. Camino a Macondo. Ficciones 1950-1966, publicado por Literatura Random House, propone un itinerario que abarca de la aparición de Macondo en los primeros cuentos hasta su consolidación en novelas como La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba o La mala hora.
El volumen cuenta con un excepcional prólogo de la cronista y escritora mexicana Alma Guillermoprieto. La edición del libro estuvo a cargo de Conrado Zuluaga, experto en la obra del Premio Nobel de Literatura. “García Márquez sostuvo en diversas oportunidades que para escribir cada libro primero había que aprender a escribirlo, y solo entonces enfrentarse a la máquina de escribir. A él le tomó casi veinte años ‘vivir’ en Macondo para aprender a escribir su novela Cien años de soledad”, recuerda Zuluaga. “Al igual que un colono, debió desbrozar un camino, apropiarse de un espacio y perfilar, al menos, algunos rasgos de los personajes que lo habitarían”. El escritor colombiano se inició en la literatura y el periodismo casi al mismo tiempo. “La tercera resignación”, su primer cuento, apareció en septiembre de 1947; sus inicios como periodista fueron ocho meses más tarde en Cartagena. En 1950 era columnista de planta del diario El Heraldo de Barranquilla; firmaba su columna “La Jirafa” con el seudónimo de Septimus.
“La casa es fresca; húmeda durante las noches, aun en verano. Está en el norte, en el extremo de la única calle del pueblo, elevada sobre un alto y sólido sardinel de cemento”. Así comienza “La casa de los Buendía (Apuntes para una novela)”, publicado el 3 de junio de 1950 en el número 6 la revista Crónica, un semanario deportivo-literario de vida efímera. En ese mismo mes, en su columna de El Heraldo salió un texto titulado “La hija del coronel” (vuelve a repetir “Apuntes para una novela”), pero no firmó como Septimus sino como Gabriel García Márquez. Durante el mismo año aparecieron “El hijo del coronel” y “El regreso de Meme”, el 23 de junio y el 22 de noviembre respectivamente.
La primera sección del libro, titulada “Los primeros textos”, se completa con “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (revista Mito, octubre-noviembre de 1955), “Un hombre viene bajo la lluvia” y “Un día después del sábado”, que se publicó por primera vez en 1954 y que forma parte del libro Los funerales de la Mamá Grande (1962), donde aparece por primera vez la palabra Macondo. Un joven desciende del tren que llega al pueblo y al ver al cura piensa sin ninguna lógica aparente que si hay cura en ese pueblo también debe haber un hotel, y entra a un establecimiento sin mirar -dice el texto- la tablilla que anuncia: “Hotel Macondo”.
En el prólogo de Camino a Macondo, Guillermoprieto analiza los textos reunidos. “Decía García Márquez: ‘Los costeños somos los seres más tristes del mundo’, y por lo menos en la épica macondiana de los primeros cuentos la tristeza, la amargura y el rencor son la constante –afirma la cronista y escritora mexicana-. En los cuentos de esta antología hay mujeres embarazadas, gastadas y flacas, que llevan años con su pareja y no son deseadas por nadie. Hay, sobre todo, hombres y mujeres encerrados en la triste lealtad del matrimonio. Hay no solo muerte, sino también, insistentemente, podredumbre. Una vaca muerta se queda atorada en la ribera del río y a lo largo del relato se va inflando y pudriendo hasta llenar todo el pueblo de un olor insoportable. Un niño es obligado por su abuelo y su madre a ver el cadáver de un ahorcado que tiene la lengua mordida y de fuera. Se imagina, con los detalles que produce el espanto, cómo se habrán quedado encerradas en el ataúd las moscas que han llegado en busca del cadáver”.
Los textos anteriores a Cien años de soledad (1967) muestran el trabajo de construcción de “ese mundo alucinado de ficción que tiene la ambición de ser real”. En el prólogo del libro Guillermoprieto, lúcida y exquisita escritora, despliega una frase de resonancia ilimitada para el hijo del telegrafista de Aracataca: “El presente es un fantasma y lo que está más vivo es lo que ya murió”.