Mirar y anotar son los hábitos que adquiere Jimena en la ciudad donde se exilió y cuyo nombre no se sabrá. Nunca dejará de ser una huérfana que, luego de haber vivido en un orfanato, a los 14 años llegó a la casa de su tío Vicente, el hermano de su padre, una especie de personaje arltiano que construye una avioneta en el fondo de esa casa, donde todos -cada uno a su manera- querían volar. El reencuentro con su prima Teresa, muchos años después, con la cara surcada por una cicatriz, lejos de ese espacio mítico del río, reaviva las imágenes que Jimena ha intentado borrar y suprimir; un empeño por olvidar que se resquebraja ante la imposibilidad de extirpar las experiencias vividas a mediados de los años 70. “Yo examinaba el funcionamiento de esa familia a la manera del neófito que escruta el mecanismo de un reloj o la organización de las hormigas, salvo que lo hacía con urgencia y quizá miedo, pues en adelante sería mi familia -plantea Jimena-. Y no comprendía con claridad cuál era o habría de ser mi lugar en ella. Tal vez, porque había que inventar un lugar inexistente de antemano, o al revés, porque me veía como una pieza que quedó afuera después que el neófito que desarmó el reloj volvió a armarlo, y ya no sabe dónde iba esa pieza ni qué función cumplía, debido a que sin ella el reloj funciona igual que antes”. El río invisible (Paradiso) de Cristina Siscar es una excepcional novela de iniciación de una narradora-espía que observa a escondidas la casa y la vida en familia, como si fueran algo prohibido. Esas primas que se sumergen en el río con la inocencia de lo que a simple vista parece inofensivo encontrarán en el agua un cadáver y otros cuerpos más, boca abajo, en la orilla. “No hablen de eso con nadie, porque podría pasarnos lo mismo a nosotros”, les advierte Vicente.

Las heridas –incluso aquellas que resultan imperceptibles– no desaparecen. Están disponibles, inscriptas en el cuerpo, en la voz y en la mirada de una escritora tan extraordinaria como sensible. Siscar, autora del poemario Tatuajes, el libro de cuentos Los efectos personales y La Siberia y la novela La sombra del jardín, entre otros títulos, militó junto a su esposo Juan Miguel Satragno y a su hermana Silvia en el Partido Comunista Marxista Leninista (PCML). Su marido, el padre de su hijo Pedro, desapareció en febrero de 1978 en Mar de Ajó, junto a su hermana Silvia. “Yo vivía en la clandestinidad, con una identidad falsa, hasta que me fui. La última persona que vi fue una amiga con la que nos íbamos a ir juntas a Brasil, pero cuando ella fue a dejar a su hija con la madre nunca más volvió”, recuerda la escritora, que llegó a Río de Janeiro al ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 1979 para pedir asilo político. Luego de superar una serie de filtros le concedieron el asilo para tres destinos posibles: Francia, Suecia y Suiza. “Yo elegí Francia porque me parecía que tenía más cosas en común desde lo cultural. Lo más traumático fue que tuve que dejar a mi hijo –confiesa–. Yo traté de buscar la mejor manera de vivir, al principio con muchas dificultades económicas, hasta que empecé a trabajar como profesora de español en una universidad privada. Después me hice de un grupo muy interesante de amigos latinoamericanos y franceses, artistas, pintores, músicos, actores y escritores, y eso fue muy enriquecedor. Y con un grupo creamos una cooperativa editorial para editar poesía latinoamericana bilingüe y ahí salió Tatuajes”.

Siscar plantea que las novelas y cuentos que escribe surgen cuando aparece una imagen en la que está todo: el espacio, los personajes, el conflicto, el tema, el clima. “En esta novela apareció el río, una casa con sus habitantes, y la idea de que eso se iba a desmoronar, que ese estado primordial de ilusión se iba a desintegrar”, subraya la escritora en la entrevista con Páginað12. 

–¿Por qué le interesó trabajar el espacio del río?

–Yo había trabajado con otros espacios, la campiña francesa en La sombra del jardín y la Patagonia en La Siberia, que para mí son espacios emblemáticos por distintas razones, y me parecía que el Río de la Plata es el símbolo de la identidad de cierta gente y de mi ciudad. Ya había escrito algo en un cuento de este río, como visto desde una ventana, desde un muelle –la mirada de tres personas que se van cruzando–, y quería que tuviera más presencia y no sólo en cuanto al paisaje sino también por lo que el río está representando. No es un río bucólico, sino que mezcla lo bucólico y lo trágico, la vida y la muerte, la ilusión y la desilusión… Esa imagen mítica del Río de la Plata tenía un ingrediente más, la violencia: el río como la aventura, el riesgo, la iniciación de las niñas y al mismo tiempo aparece la muerte en la forma de los cadáveres flotando.

–¿Quería que la dictadura cívico-militar apareciera en la novela o fue algo que surgió durante la escritura?

–No fue premeditado, pero sí me daba cuenta de que ese río no era el río bucólico ni el río de Juan L. Ortiz, ya no era el río de Juan José Saer, sino más bien el río de (Haroldo) Conti. Los tuve presente todo el tiempo a Juan L. a Saer, a Conti; está el epígrafe de Juan L. y en un momento se dice el río sin orillas, sencillamente eso. No quería hacer algo muy ostensible, pero estaban esos ecos ahí. El paisaje, tanto del río como de las orillas, es un espacio “intervenido”, en el lenguaje de las artes visuales, por la imaginación y las sensaciones de la protagonista.

–”El río invisible” es una novela sobre la orfandad de ciertos adolescentes que no llegaron a la militancia política porque eran muy chicos todavía, pero que vieron desmoronarse un país, ¿no?

–Sí, me interesa esa visión, no sé si ha sido trabajada o no en la literatura. Me interesa la perspectiva de alguien que no estaba comprometido con la situación, que no la conocía desde adentro aunque estaba padeciéndola, una adolescente ingenua, y cómo de una manera tangencial vivía los efectos. Ella es huérfana y cae en esa casa adoptada por sus tíos; entonces ve todo desde cierta distancia, como una extranjera, y todo eso va penetrando en su vida, la va modificando y va marcando un destino también. Hay una serie de factores que hacen que todo eso se desmembre y se descomponga. Me interesaba ver cómo lo general se hace íntimo, cómo lo público penetra en la vida privada, cómo de una manera tangencial se marca un destino. En lugar de poner el foco directamente en los hechos, los pongo en los intersticios, en los claroscuros, en los costados, en los márgenes. Y trabajo la experiencia de los hechos o sea de qué manera adquieren significado según el lugar y la condición del protagonista o del observador más que el hecho en sí.

–La novela está narrada desde la perspectiva de Jimena, que es la que está siempre espiando. ¿Qué encuentra en este tipo de narradora-espía?

–Quería que lo visto fuera siempre parcial, la evidencia de la parcialidad de una mirada, trabajar contra esa totalidad que se nos pretende imponer de diversas maneras. Ella siempre mira desde un lugar lateral, de arriba, de costado, por el vidrio, desde el árbol, y va descifrando lo que sucede con sus limitaciones. Los personajes los veo como en una escena teatral: ellos son lo que son por sus silencios, por sus gestos, por sus palabras, por las relaciones con el espacio, con los otros personajes y con los objetos, pero hay algo más profundo: una historia que los excede, las contradicciones, el pasado personal, que solo se trasluce en pequeños gestos o pequeños momentos de la novela. Eso lo podía lograr desde la lateralidad y no desde un personaje central que parece que abarca todo, sino desde esa lateralidad que es también un modo de la lectura. El lector llega a un texto y lo va descubriendo y descifrando da a poco y lo va rearmando con parcialidades, con sus propios recuerdos, con lo que dice el texto, con lo que le evoca, con lo que imagina. Jimena, esta espía, es un poco el lector.

–Curiosamente, la lectora es Teresa. Jimena no parece tener mucho apego a la lectura, más bien le intriga saber qué encuentra Teresa en los libros.

–Jimena dice que nunca leyó un libro, que nunca tuvo un libro, que nunca vio a nadie leyendo así. Ella viene de un orfanato. Entonces descubre el libro, descubre la lectura, descubre ese mundo. Lo mismo cuando va a esa casa de los amigos, donde cantan y hacen artesanías, y fabrican papel y dibujan. Ella quiere ver de qué se trata ese mundo de la creación, ajeno para ella, siempre desde un costado. Y ahí queda encerrado el misterio de los libros; en un momento se pregunta cuál es el saber de los libros.

–La novela está contada fragmentariamente. ¿El desmoronamiento de una familia y de un país solo se puede narrar a partir de fragmentos?

–No lo sé… pero puede ser. La memoria personal, los recuerdos, trabajan como por flashes, de manera fragmentaria, como un oleaje: una ola lleva y la otra trae, vuelve y mezcla. Los recuerdos aparecen a partir de una conversación de toda una noche entre dos mujeres. Esa conversación dispara los recuerdos en la que narra, entonces se va aproximando a ese pasado de manera fragmentaria y hasta accidental, según lo que están hablando, según las sensaciones, y de esa manera va abordando el pasado a través de su memoria. Me parece que Jimena comienza a recordar desde el comienzo, desde que llega a la casa, porque lo primero que recuerda es la casa, el lugar del mito fundacional. 

–¿Por qué la memoria de Jimena es tan espacial, es la memoria de la casa y del río?

–La memoria reside en el espacio y en los objetos, y permanece grabada en los cuerpos, como la cicatriz en el rostro de Teresa. En Jimena se da una lucha entre el deseo de olvidar y los recuerdos persistentes. El espacio al mismo tiempo se torna simbólico y puede ser el espacio de una historia colectiva como de una historia individual también.

–Estas dos primas que se reencuentran son como espectros porque ninguna de las dos sabe mucho de la otra, ¿no?

–En realidad es como si esa conversación de toda la noche las completara, como si esa conversación viniera no solo a completar una historia compartida, sino que además completa una identidad porque la identidad se construye en el espacio; el espacio es forjador de identidad. No sé si son espectros, no son más esas niñas que fueron. En esa mirada retrospectiva, en esos recuerdos que tiene Jimena del pasado, por momentos interviene la mirada del presente porque no es la mirada pura de la adolescente ingenua. Ella recuerda su mirada ingenua de adolescente, pero al mismo tiempo por momentos se contamina con la mirada del presente, que le da otro significado. Los personajes, al igual que el río y la familia misma como institución, son ambiguos, participan de una doble naturaleza. Ni héroes ni heroínas: inocentes y crueles a la vez. Incluido el gato, que se llama Tao. El tao, ¿no?

–¿Qué pasa con la memoria cuando dos primas que vivieron una misma situación no la recuerdan de la misma manera?

–La memoria tiene que ver con la vivencia, con el modo en que se viven los hechos de acuerdo a las experiencias, a las necesidades y los sueños de cada uno, de acuerdo al lugar que ocupa cada uno en esa circunstancia. La memoria retiene unos detalles que no retiene la otra o pone la lupa en algo mientras que la otra lo pone en otra cosa. En última instancia, el punto de vista está determinado por una serie de circunstancias personales, de sensaciones y experiencias. Teresa no recuerda nada cuando el padre tiene que partir y Jimena no recuerda un hecho alrededor de la foto de casamiento de Beba, la madre de Teresa. La memoria es parcial y se va completando con las experiencias de los otros en lo personal y en lo colectivo. 

–Su manera de adjetivar en la narración es muy poética. ¿Qué le imprime la poeta a la narradora? 

–La poesía es una mina de oro, un yacimiento del lenguaje del cual tenemos que alimentarnos. Me parece que permite alcanzar una mayor intensidad, una cohesión entre la forma y el sentido. Mi relación con el lenguaje es más que nada poética. Las imágenes visuales son muy importantes en la narración y el trabajo con la imagen visual y con lo simbólico viene de la poesía.

–¿Por qué le interesa trabajar con la pérdida, la desilusión, lo que se desmorona?

–Supongo que por una experiencia personal, ¿no? Ahí está lo autobiográfico. Lo autobiográfico está en el conflicto y eso es parte de mi experiencia: yo perdí una familia, un estado de cosas, un país, un proyecto… La sensación que me quedó es que todo es muy frágil, muy inestable y vulnerable… Que nada es para siempre.