Dejo a los demás los vicios elegantes –el ajenjo o la heroína–. Lo mío son las farináceas, las féculas, los almidones, las harinas, todas ellas con sus infinitas bondades de nana, y su consuelo. Los granos no me interesan mayor cosa a no ser el arroz; de ahí en fuera el trigo quebrado, la cebada, la avena y el amaranto exigen una cierta rectitud moral –o por lo menos un apetito disciplinado y una vocación por lo saludable– que me ahuyenta. Lo que quiero es la masa del maíz, el puré de las papas, la harina del trigo vuelta hojaldre, croissant, fideo, tarta de cebolla, pastel de quince pisos decorado con flores y chambelanes, lasaña de mil sabores, polvorón dulce y huidizo en el paladar.

No sé qué tiene la harina que nos redime cada vez que el mundo nos falla. Cuando la contaminación del aire mexicano me llena de pensamientos apocalípticos, voy a la cocina y preparo un pan de maíz con queso y se me equilibra el ánimo. Si las palabras se me escapan y se enredan a la hora de escribir, me llevo a la computadora un par de papas cocidas, adornadas con crema y tal vez un poquito de caviar, y el texto fluye. Si siento que naufrago en un mar nocturno de soledad, sé que un café con leche y tres bolillos tostados con mantequilla no son remedio, y sin embargo alivian. Y como uno recurre a sus adicciones también en las buenas, preparo un espagueti sin mayor adorno que un poco de mantequilla aromatizada con ajo, una espolvoreada de nuez picada y un poco de buen queso parmesano antes de sentarme, feliz, con un par de revistas y un libro a pasar las horas.

Para cualquier otra comida hay que estar de ánimo: el caldo de camarón, que también consuela y repara, exige buen estómago, y si uno anda muy desencontrado con el mundo el espectáculo sanguinolento de un filete pimienta es un reto, no un agasajo. Nadie se sienta sola en la cocina a comerse una docena de ostiones. Pero cuando, después de haber llorado una pérdida irreparable, uno se acomoda la cazuela del arroz en las piernas, y se la despacha con cucharón de madera, es porque sabe que el arroz nos da alimento sin exigir nada a cambio, ni siquiera un cuchillo. Y así también con los Corn Flakes, y las donas, y las Saladitas y los Churrumais y todos los demás alimentos que pueden ser o no chatarra, pero que al estar hechos de harina, nos dan paz.

Así como un alcohólico que llega por primera vez a la junta de dirección de su nueva empresa logra darse cuenta, por medio de mensajes sutilísimos, que todos sus nuevos socios son unos borrachos, y se llena de júbilo, así los insaciables de los carbohidratos podemos reconocemos como parte de una gigantesca hermandad cuya compulsión nos lleva al extraño deleite de comer harina con harina. Es más, se podría establecer una nueva federación de asociaciones de amistad entre los pueblos sobre bases mucho más sólidas que los tediosos principios socialistas, si admitiéramos como miembros sólo a aquellos países que puedan presentar por lo menos un platillo nacional hecho de harina con harina.

De entrada, y tal vez sorprendentemente, quedarían eliminados los chinos, que aunque comen arroz con todo, no comen más harina que el arroz, y arroz con arroz no cuenta. Entrarían en cambio los judíos, puesto que en Europa oriental saben preparar el kasha (que es harina) con corbatitas (las mismas que usamos para la sopa de pasta, o sea, harina), y que en el Medio Oriente muelen el garbanzo (harina) con ajo, hacen albóndigas con la mezcla y la fríen, y rellenan un pan sin levadura (harina) con esta especie de croqueta. Me parece que no clasificarían los argentinos, porque no he sabido que hagan empanadas de papa, pero en cambio entrarían por la puerta grande sus tíos, los italianos, que no sólo han explorado inagotables todas las posibilidades de lo que comenzó como un humilde fideo, sino que tienen en la sopa de tallarines con papa un aporte gigantesco a la cocina de harina con harina. (En la versión que me tocó en Sicilia se fríe la papa ligeramente antes de ponerla a hervir con el caldo –que se sazona con un hueso de queso parmesano viejo–. Por supuesto que el aceite para freír es de oliva. La pasta, gruesa, y de preferencia recién hecha, se agrega cruda para que el potaje espese más.)

México tendría que ser el Moscú de esta nueva red de fraternidades. Las quesadillas de papa, los tacos de arroz, el arroz con papas, los tamales con atole bastarían por sí para otorgamos la sede, sin que fuera necesario siquiera presentar a concurso el triple salto mortal que es la torta de tamal servida con atole. Viendo las colas que se forman sobre Insurgentes a las siete de la mañana frente a las ollas tamaleras, uno podría pensar que el pueblo mexicano padece de hambre, y que sólo un desayuno blindado como éste, que cuesta apenas seis pesos, le permite aguantar el ayuno obligado del resto del día. Podría pensar que semejante desayuno es en sí una denuncia del desfalco proteínico nacional. Podría pensar también que nuestra glotonería es grande, y que nada la satisface como la harina.

Tengo una amiga que ya en confianza admite que a solas come tortas hechas con el pegadito del fideo del día anterior. Para disimular un poco, yo le recomendaría que las adornara con unas tajadas de aguacate y una untada de chile chipotle. Pero en aras de la honestidad, habría que confesar que no hace falta.


Publicado originalmente en la revista Nexos, esta columna forma parte del libro Los placeres y los días, dedicado a las crónicas y reportajes culturales de la periodista mexicana Alma Guillermoprieto, editado en México por Almadía, y que se acaba de distribuir en Argentina.