Durante siglos, los tanteos, las derivas, los extravíos fueron parte de las exploraciones por mar. Sin ellas era imposible dar con lo nuevo, des-cubrir. Una vez cartografiado por completo el globo, los navegantes quedaron presos de las rutas marítimas más rápidas y seguras. La literatura recibió como legado los prodigios del desvío. No seguir un rumbo fijo, dar vueltas, retroceder, perderse, tal es el método que empleó Marcelo luis Vernet para escribir, en torno a un diario de viaje de la primera mitad del siglo XIX, un texto de forma tan original como eficaz para explorar tanto un territorio como las memorias, lenguajes o imaginarios vinculados a él.

En el invierno de 1829, María Sáez de Vernet llegó a la isla Soledad a bordo del bergantín Betsy. Acompañaba a su marido, el hamburgués de origen hugonote Luis Vernet, nombrado Comandante Político y Militar de las Islas por el gobierno de Buenos Aires. Ya sea porque se mareó durante la navegación que atravesó algunos de los mares más agitados del planeta, o porque se perdieron sus páginas iniciales, el diario de aquella mujer se inicia in media res. Tal inicio, además de incluir una imagen de gran potencial cinematográfico, es sumamente significativo: “Me levanté un momento y volví a hacer la tentativa de caminar, pero no igualaban mis fuerzas el deseo que tenía de llegar a las casas. La ama seguía con los chiquitos, los que iban cargados por los marineros y criados. Brisbane propuso ir en busca de una silla o catre para conducirme, y a poco rato volvió con una silla de brazos, en ella me condujeron”.

Se trata de un diario muy distinto al de mujeres viajeras destacadas como, por ejemplo, Alexandra David Neel. Por su brevedad, y porque, al contrario de lo que hacía aquella exploradora de los Himalaya admirada por Borges, se ocupa de cuestiones domésticas: el gobierno de la casa, la crianza de los niños, el entorno observado por una ventana o durante paseos. Pero si no se cruza ese campo de intereses con la pertenencia de clase de la autora, puede resultar muy sesgada la lectura. Como Penélope en la Odisea, María Sáez de Vernet tenía mando sobre esclavos (sí, pese a la Asamblea del año XIII, en la Argentina había esclavos) y sobre trabajadores libres. A su femenina manera, ella formaba parte de lo que David Viñas llamara “burguesía conquistadora”. El título Malvinas, mi casa, además de introducir la cuestión doméstica, deja resonando la cuestión de clase.

Este diario -conservado en el Archivo General de la Nación- contaba con dos ediciones inhallables. Una de ellas, mal transcripta de apuro durante la ola de patrioterismo de 1982. Volver a ponerlo en circulación ya habría sido importante, pero lo que hizo el descendiente de la autora fue otra cosa: a partir del recurso de la amplificatio rodeó a ese documento de un cuerpo textual en el que pasó a estar inserto. En un primer tomo -Vísperas al diario de María Vernet- se narra todo aquello que resultó indispensable para que ese preciso día, esa mujer, a bordo de ese velero, llegara a esas islas: exploraciones, descubrimientos geográficos, naufragios, tratados de límites, sucesiones dinásticas, batallas navales, guerras de religión, etc. El segundo tomo incluye el diario propiamente dicho y una serie de apostillas a él, incluido un epílogo en el que Pilar Cimadevilla reflexiona en torno a los diarios de viaje femeninos.

La escritura de Marcelo Vernet logra eludir lo que podría haber sido un libro de divulgación o una miscelánea con base histórica para inscribirse de manera potente y original en la literatura. Por ejemplo, en el primer tomo, dedica unas treinta páginas a narrar unas tratativas de paz como si se tratara de una aventura, de una serie de peripecias picarescas, de una reflexión autoral acerca de la escritura y el lenguaje. Aunque tales operaciones no son un logro menor, hay otros de similar importancia. Malvinas, mi casa arranca el tema de las islas del tema de la guerra. Ésta es apenas aludida en un breve capítulo del primer tomo en el que el autor pasa revista a la extrañeza de ver desde niño su apellido vinculado a esos territorios, y a las sensaciones contradictorias que experimentó en 1982. El libro transcurre entre febrero de 1421, cuando el emperador Yong Le ordenó a una flota de juncos gigantescos que zarpara rumbo al “fin de la tierra” -circunstancia en la que habrían avistado las Malvinas- y el 22 de diciembre de 1829, última entrada del diario de María. El período central abarcado -el del diario- da cuenta de una circulación entre las Malvinas, Isla de los Estados y el continente que la guerra tendió a hacer olvidar. Aunque podría pensarse que el libro es, simultáneamente, puro presente -reflexión literaria y política- y puro futuro: proyecto para esas islas.

Las lecturas predominantes tendieron a establecer un canon literario de Malvinas -básicamente integrado por las novelas Los pichiciegos, de Fogwill y Las islas, de Carlos Gamerro- y, sobre todo, a cristalizar sus sentidos: la guerra debía contarse de manera picaresca, irónica, alucinada. Lejos hasta del más mínimo matiz épico -pensada la épica como una concesión a los militares-. Y lejos también de la lírica: entendida como ajena a las posibilidades críticas. Pero lo que había sido legítimo en medio de la guerra para perforar el discurso oficial, o en la época de los indultos a militares, pudo convertirse en obstáculo epistemológico. Los poetas combatientes ya habían dinamitado esa perspectiva de lectura. Sobre todo, Martín Raninqueo con sus Haikus de guerra y Gustavo Caso Rosendi, con Soldados. Sin embargo, esos títulos permanecieron casi secretos, a diferencia de lo que sucede en el Reino Unido con los war poets de Wilfred Owen a David Tinker (muerto a fines de la guerra del Atlántico Sur). Quizás porque la verdad que nos acercan sea tan insoportable como la que surge de los testimonios de los ex detenidos desaparecidos. También la novela Trasfondo, de Patricia Ratto -que transcurre casi íntegramente a bordo del submarino San Luis en inmersión- se animó a restituirle a los combatientes valentía, miedos, solidaridad, confusión, egoísmos. Pero se trata siempre de textos vinculados a la guerra. Malvinas, mi casa, logra correr de esa serie a las islas y acercarlas a una posible cotidianeidad argentina, a su vez parte de una red de relaciones políticas y productivas aparte del acontecimiento extraordinario de 1982.

Otra de las características de Malvinas, mi casa es su entramado colectivo. Marcelo Vernet, que consagró dos décadas a investigar el tema y escribir, dejó la tarea inconclusa. La retomaron sus hijos Clara y José Luis con la colaboración de Uriel Erlich. En la edición de un material tan extenso fueron cruciales los aportes de Verónica Luna y Agustín Arzac. Pero este libro, además, se destaca por el trabajo conceptual de diseño a cargo de Romina Morbelli: dos volúmenes que aluden a las dos grandes islas del archipiélago austral, contenidos en una sobrecubierta desplegable que reproduce un mapa de la isla oriental de Malvinas, levantado por Luis Vernet a partir de los relevamientos que llevara a cabo entre 1826 y 1828. Las tapas de cada uno de los volúmenes son una foto en plano detalle de agua de mar y otra de la vegetación de las islas. En el interior, hay dibujos de Rafael Landea que no copian el estilo de antiguos grabados, sino que aluden a él, y tampoco ilustran al pie de la letra, sino que desarrollan paralelamente un discurso visual en contrapunto con el textual.

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