Olor a gasoil, arroz, guayaba y ananá. Ruido de motores viejos, la transpiración de las piernas contra los asientos de cuero y un reggaetón de fondo.
En el 2008 vivía en La Habana, nunca tuve tanto calor. Mi vida empezaba recién a las 7 de la tarde, había descubierto algunos lugares para resistir las altas temperaturas: los cines y los museos.
Caminar kilómetros por día en la Habana era algo corriente. No existían taxis y las guagas siempre estaban llenas, sobre todo las que me acercaban a mi casa en el Municipio Marianao, al oeste de la ciudad. Las calles están marcadas por números pero como no se ven bien recordaba las esquinas por las casas, eso me ayudaba a encontrar la parada esas noches en las cuales me animaba a montar la guagua para volver a casa.
Escuché a alguien mencionar que algunas de las salas del Museo Nacional de Bellas Artes tenían aire acondicionado. Habían pasado meses desde mi llegada a la ciudad y no tenía idea de que existía. Fui una tarde a conocer, no tenía ganas de ver tanto arte, así que recorrí las salas muy lento para sentir el frío mientras pensaba en otra cosa: por qué no me había animado a invitar a José Ernesto, el chico que me gustaba, el hijo de Silvio; escucharlo hablar sobre las obras, qué me importaban a mí todos esos epígrafes si en realidad nunca dicen nada. Estaba sola como de costumbre.
En una de las salas encontré una pintura gigante, una isla-nube flotando. Una isla recortada y su huella en la tierra. Un gran portal. Seguramente su autor conocía bien la isla y lo que se siente vivir en ella. Es una pintura para ver de lejos sin embargo mientras me acercaba podía observar los detalles de las plantas y el agua. Relación entre la laguna, la isla y la nube de Tomás Sánchez. Me quedé sentada mirándola por horas.
Antes de irme compré en la tienda una taza con la imagen de la pintura, al volver a Argentina se la regalé a mi hermana y a las pocas semanas se rompió.
Regresé a Cuba después de 8 años. Estaba todo muy cambiado, la mayoría de mis amigues se había exiliado en otros países, la ciudad estaba llena de cafés, bares y tiendas, y lo más importante: se podía usar internet a 1 dólar la hora en plazas. Volví en busca de la pintura con la idea de tomarle una foto con mi celular, cosa que fue casi imposible porque la guardia de sala me controlaba y perseguía para que no lo hiciera. Me terminé yendo con una lámina que vendían en la tienda para luego enmarcar, en el aeropuerto de regreso alguien sacó de mi valija la pintura y una cafetera tipo italiana.
En el 2017 volví al Museo, hice un recorrido con mi amiga Lía Villares, artista, activista y una de las blogueras más famosas de la isla. Yo iba con el objetivo de tomarme una foto sentada de espaldas mirando la pintura. La visita guiada con Lía de todas las obras emblemáticas del museo, proponía algunos ejes: secretos, códigos escondidos, lado B, mercado negro, censura y mensajes encriptados. Nos dispusimos a descifrar cada obra y escuchar lo que intentaban decirnos aquellas pinturas.
Mi amiga logró tomarme la foto, esquivando toda la vigilancia. Tenía experiencia en escapar, no tenía miedo de enfrentar y menos de decir en voz alta. Cosas que en la isla no son usuales y mucho menos aceptadas. Mi pintura le gustaba, reconocía que era un emblema del arte cubano, pero no entró dentro de su recorrido. Quise comprarme una toalla con la imagen, lástima que era una de las más vendidas y ya no había.
Luego por la noche caminamos hasta el Museo Disidente para participar del Festival de Poesía Sinfín, de les increíbles artistas de Alamar. Llevamos una caja de tizas y comenzamos a escribir un diálogo entre las dos sobre el asfalto fuera del museo, les vecines no se animaban a participar, pero se acercaban a leer y se comentaban entre elles las frases. Recuerdo una frase que escribió un chico que también la tenía en su remera “confiemos los unos a los otros”, abajo escribí “puedo construir una balsa” y Lía contestó “puedo aprender a nadar”.
La última vez en la Habana Lía ya vivía en Miami. David en un velero. Elena y Leandro en Barcelona. Gustavo había podido vender su casa y vivía alejado de la ciudad. Glicel y José Luis seguían en su casa siempre con la heladera llena del espíritu del periodo especial de los 90, mientras su hijo vendía señal de internet ilegal, ahorrando para irse a España. Me sorprendió de nuevo la cantidad de restaurantes, tiendas, taxis y colectivos, esta vez viajaba con mi amigo Horacio en el contexto de la Bienal. Nos cansamos de tomar refrescos y caminar por el Malecón. Ay! Ese aire fresco mirando la Habana vieja. Montamos una minivan hacia el museo. Recorrimos las obras de la Bienal y algunas de la permanente, yo solo insistía en que quería ver mi pintura y compartirla con él.
En el segundo piso, al medio, los pasillos unen dos salas y uno es el marco de la pintura. Miraba hacia la derecha en cada pasillo hasta que la encontré. Estaba igual. Me senté a contemplarla, siempre me causa nostalgia verla. Se lo que sienten sus huellas y ella sabe lo que anhelo. Me acerqué un poco y le susurré: "Siempre vuelvo a verte, no te olvido".
Suyai Otaño (@suyaiot) es artista y docente. Ha participado en diversas exposiciones en las que se destacan: Arte Argentino en el CCK, Buenos Aires (2019) , Programa Colateral de la 13° Bienal de la Habana, Cuba (2019) y Salón Nacional de Artes Visuales Argentina (2018). Vive y trabaja en San Martín de los Andes donde coordina el proyecto de residencias Manta. Imparte talleres de investigación y experimentación en torno a la imagen. Recientemente publicó su primer libro Twin Otter T-87" junto a su hermana Malen Otaño con la editorial DocumentA/Escénicas de Córdoba. Disponible en la tienda online www.edicionesdocumenta.com.ar