El sábado 17 de mayo de 2013, Laura dejó su casa y escapó de Rojas con sus dos hijas, una adolescente y una niña. Había hecho unas 50 denuncias contra su ex pareja, el padre de la nena más chica, por golpes, destrucción de su casa, amenazas de muerte, incumplimiento de la perimetral. El agresor era un hombre con mucha influencia en el pueblo y a ella la echaban de la comisaría. El juez de paz Omar Fernández había dado la orden de no tomarle las denuncias. Laura pudo irse con ayuda de agentes estatales de Junín –la sede judicial de Rojas—y de la provincia de Buenos Aires. En Rosario, donde había estudiado Odontología, la contactaron con la concejala del Frente para la Victoria, Norma López. Laura había alquilado una casa, pero llegó a estar solo tres días. El martes a la tarde, cuando entró, había un policía en la puerta, que la llamó por su nombre. Tiempo después supo que Fernández había llamado al juez de familia de Rosario, Manuel Rosas, para pedirle que obligue a Laura a volver. Eso no ocurrió. En la mañana del miércoles, Laura salió de su flamante vivienda rumbo a un refugio para mujeres víctimas de violencia, donde estuvo ocho meses, porque seguía corriendo peligro. “El refugio sirvió para que no me encontrara y porque había que detener al juez de Rojas, que pedía la restitución de la niña”, cuenta. Después, empezó a limpiar casas por hora. Había dejado sus pacientes y su consultorio en Rojas. “Sufrí violencia de género, pero también violencia institucional”, es lo primero que dice. Tras el femicidio de Úrsula Bahillo, los recuerdos se agolpan.
Acepta hablar de lo vivido porque espera “que se pueda plasmar la violencia institucional” de su pueblo, de casi 20.000 habitantes, ubicado a 240 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. “Me acordé de muchas cosas, es muy difícil irse, perder todo, abandonar… borrarse. Mis hijas y yo nos borramos, tuvimos que desaparecer”, cuenta Laura ahora, que pudo construir una vida "feliz" para ella y sus hijas. A Rojas sólo puede volver a escondidas. Allí viven su padre y uno de sus hermanos.
Laura es docente de la Facultad de Odontología de la Universidad Nacional de Rosario. Tras instalarse en Rosario, debió afrontar un juicio oral por la denuncia del violento, que la acusó de secuestro. Fue absuelta con un fallo ejemplar del Tribunal.
En tanto, su agresor fue condenado a tres años de prisión, pero obtuvo una suspensión del juicio a prueba. “No sé ni siquiera si la cumplió. No se hizo una verdadera justicia, él tendría que haber terminado preso. Pero es la mujer la que termina encerrada y cuestionada. Yo no soy libre de volver a Rojas, de tomar un café, de escuchar al coro al que pertenecía. Yo logré sobrevivir en Rosario y soy feliz, mis hijas son felices, pero no somos libres”, dice Laura.
Su principal objetivo es denunciar la anuencia policial y judicial con el agresor. “Lo importante de mi caso es que nos corramos de la violencia de él, que es típica de un violento, para subrayar la violencia institucional que había”, cuenta la mujer.
Cuarenta días antes de tomar la drástica decisión de escapar, supo que no tendría paz ni justicia mientras viviera en Rojas. “Una vez, mi hija se enfermó y entró una de las fiscales auxiliares, que son las mismas que ahora. Fue con cuatro policías y le permitieron el ingreso a mi casa a mi agresor –pese a tener una orden de restricción—para constatar que yo no mentía y mi hija estaba enferma”, rememora Laura las violencias que sufrió. Las ayudantes fiscales (el fiscal general está en Junín) son Nora Fridblat y Elizabeth Berbeni, las mismas que hoy cumplen funciones. En tanto, Fernández se jubiló en 2016, pero Laura comprueba con desazón que el nuevo juez, Luciano Calligari, no tiene mayor interés en la vida de las mujeres.
“Iba a la polícia y me echaban, desde adentro de la comisaría me decían que me fuera, porque ellos tenían la orden del juez de no tomarme la denuncia”, subraya. Su agresor era muy amigo del comisario.
Encerrada entre la violencia de su expareja y la del estado, Laura se fue. “El juez de Rojas pensó que yo jamás me iba a escapar, que yo jamás me iba a animar a dejar todo, mi consultorio, mi vida. Subestimó mi capacidad”, dice ahora.
Laura menciona a distintas personas que la ayudaron. Una red tejida entre las provincias de Buenos Aires y Santa Fe. "Yo entro en contacto con Laura porque me llama Ana María Suppa, que estaba en la Dirección de Género de la provincia de Buenos Aires y me dijo que necesitaban una mano. Ahí entramos en un mundo de aprendizaje y absoluta sororidad. Tuvimos que modificar, pelear, cambiar. Fui testigo en el juicio que el agresor inició a Laura", cuenta Norma López, que el miércoles recuperó la historia de Laura en un twit. "Era claro que estaba huyendo para salvar su vida", recuerda. Y considera que "Úrsula tuvo coraje, denunció a su femicida 18 veces, lo que no tuvo fue la red de contención que pudimos armar con Laura".
La primera persona que vio en Rosario fue Mercedes Pagnutti, del equipo de género de la concejala López. La veterana activista feminista se dio cuenta de la gravedad del peligro que corría Laura apenas vio el papel con la orden del juez para desoír las denuncias. La abogada feminista Natalia Suárez le advirtió que necesitaban cobertura estatal, porque ella sola no podría protegerla y recurrieron al Área de la Mujer de la Municipalidad de Rosario, que la trasladó al refugio.
Cuando pudo mudarse a una casa, Laura recurrió al decano de Odontología, Darío Masia y a Claudia Lescano, que habían sido sus compañeros de estudios. Toda esa red de contención suma la actuación del juez Rosas, quien rechazó la competencia de Fernández y dictaminó que la hija menor se quedaba con la madre.
Laura recuerda que su nena tenía cinco años cuando discutió con el juez de paz, siempre afín a ampliar el régimen de visitas del violento. La nena le decía –en una entrevista ilegal ya que no fue en cámara Gesell ni hubo profesionales que la asistieran— que no quería ver a su papá, y el magistrado le respondía que por qué, si era “muy bueno”. Volvió a ampliar las visitas. Cuando él quería, no “devolvía” a la niña y nada pasaba. Cuando ella incumplía las visitas pautadas –como el día de la enfermedad--, le caían las denuncias por secuestro o impedimento de contacto. Recién en Rosario, Laura pudo obtener la tenencia de su hija.
“Es difícil el exilio”, dice Laura, y de a ratos se escucha su llanto. “Lo importante en este caso es la complicidad de la policía, de un juez que prohibía que me tomaran denuncias, donde había pericias desfavorables, una nena que pedía por favor que no quería ver al padre y el juez no lo tomaba en cuenta”, enumera Laura lo vivido. Y cuenta: “Desde ayer a hoy me vinieron muchísimas cosas”.
Hoy, Laura sabe que irse fue la forma de luchar por su vida. “Si yo no me hubiese escapado de Rojas no sé…” responde. “Me pasó varias veces de pedir ayuda en la policía, en la ayudantía fiscal, tratar de entenderme con el juez y que me explicara por qué esa saña conmigo. Nunca tuve una respuesta favorable, nunca hubo un fallo a mi favor, siempre a favor del agresor. Cuando me allanaron la casa para cerciorarse de que mi hija estaba enferma, me dije que me tenía que ir”, trae de nuevo su historia.
Laura cree que lo de Úrsula, tarde o temprano, iba a pasar. “Tienen tanta impunidad los funcionarios y las funcionarias judiciales y la policía de Rojas... No tienen perspectiva de género, no les importa la vida de las pibas, pero ni siquiera les da miedo quedarse sin trabajo”, dice Laura. Ella tuvo que irse y puede contarlo. La diferencia entre vivir y morir.