Natalia Ginzburg, audazmente tímida, es la primera biografía de la escritora italiana que aparece en castellano. Tratándose de una mujer tan íntima como pública, el relato de su vida es también el de la historia social y política de la Italia de su tiempo, es decir, prácticamente todo el siglo XX. Por eso es tan fascinante y a la vez tan intensamente triste. Sembrada de golpes y tragedias que sin embargo, nunca detuvieron su paso. De familia judía y antifascista, tanto ella como los suyos vivieron dos décadas perseguidos, encarcelados y aun así, escribieron libros, hicieron política, dieron clases, fundaron editoriales, dejando una marca indeleble en la Italia de la posguerra. Un país se tenía que reconstruir, encontrar un rumbo y a la vez nuevas voces para contar esa historia.
Maja Pflug, la autora de esta biografía, es la traductora al alemán de Ginzburg, así como de otros escritores fundamentales como Cesare Pavese y Elsa Morante. El libro tiene la particularidad de centrarse en una vida que ya había sido glosada y desmenuzada por su propia autora en diversas novelas y ensayos. Para quien leyó Léxico familiar, su libro más célebre, las primeras páginas de esta biografía serán una suerte de rememoración de aquella novela extraordinaria, al que se suman algunos íntimos detalles más. Pflug aprovecha esta cualidad y dialoga constantemente con los textos de Ginzburg; las citas de la escritora enriquecen la trama biográfica y a la vez vuelven la mirada sobre su literatura. Vida y obra se entremezclan, porque así ocurrió en el camino de Natalia. Las experiencias transitadas, algunas de ellas extremas, la llevaron a una reflexión que decantó en su escritura. Una mirada y una voz que emergía entre las ruinas de la segunda guerra, de un modo nuevo: austera y cálida, rigurosa y conmovedora, con una inteligencia tan aguda y tan tenaz que nunca se aquietó. Y siguió manifestándose en incansables textos, intervenciones en medios, hasta llegar a ser en los últimos años de su vida diputada por la izquierda libre, espacio que ocupó, pero del que también se alejó cuando su tarea estuvo concluida.
LO PRIMERO, LA FAMILIA
La historia comienza con el árbol genealógico de la escritora. Sus abuelos, sus padres, sus hermanos y por último Natalia, la menor de la familia, que nació el 14 de julio de 1916, en Palermo. Algunos retratos nos muestran los rostros claves: el de su madre, la alegre Lidia Tanzi; el de su padre, el circunspecto médico y profesor Giuseppe Levi; y el suyo a los seis años, sonriendo en su jardín, con un casquete de cabello que le cae sobre unos ojos curiosos. En esta trama doméstica van apareciendo personalidades ilustres. Su abuelo materno, Carlo Tanzi fue un abogado que se dedicó a la política y al ser un socialista comprometido, confraternizaba diariamente con el presidente del Partido Socialista Italiano, Filippo Turatti. Luego, la hermana de su madre, Drusilla se casó con Eugenio Montale, el gran poeta italiano. Ya en la casa familiar de Natalia, los amigos socialistas y personajes de la cultura no dejaron de aparecer. Sus hermanos estudiaron en el Liceo Classico Massimo d’Azeglio donde se hicieron amigos de, entre otros, Cesare Pavese, Giulio Einaudi y Leone Ginzburg. Estos tres hombres, años más tarde fundarán la legendaria editorial turinesa Einaudi. También era habitual la presencia de Adriano Olivetti –futuro empresario de las máquinas de escribir-- amigo de sus hermanos y luego marido de su hermana. Una familia donde todos se sentaban alrededor de la mesa a charlar, contar historias, recitar poemas y cantar canciones. Todos menos su padre Giuseppe, famoso por su mal carácter que tan bien retrató en Léxico Familiar “Puras tonteras todo el tiempo, puro sainete todo el tiempo!” les gritaba.
Durante su infancia Natalia tomó clases en su casa, con tutores y con su madre, que le enseñaba aritmética, geografía, historia. En esa casa donde se discutía de política desde siempre, recibió una lección fundamental, piedra basal de su pensamiento que la acompañó toda la vida: “Una de las pocas ideas políticas que defendí, tal vez la única, me fue aportada a los siete años. Me explicaron qué era el socialismo, vale decir, me contaron que era igualdad de bienes e igualdad de derechos para todos. Me pareció que era algo imprescindible concretar de inmediato. Me resultó raro que aún no se hubiera puesto en práctica.” Desde 1922, cuando Mussolini tomó el poder, su familia se volvió activamente antifascista. Pero no en secreto. Giuseppe declaraba a viva voz, a quien quisiera escucharlo, su desprecio hacia el régimen.
Pero la gran pasión de Natalia Levi –ese fue su primer apellido--, desde que empezó a leer, fueron los libros. Leía y escribía un poema por día, que escondía celosamente para que sus hermanos no los encontraran y se burlaran de ella. A los ocho años escribió una obra de teatro llamada Dialogo, sobre una familia que usaba las mismas frases que la suya. Una precuela de Léxico familiar. Maja Pflug, a la vez que su crecimiento, marca pequeños hitos de Natalia y su relación con la literatura. A los 13 años, la lectura de los cuentos de Chejov y de la primera novela del joven Alberto Moravia, Los indiferentes, la impactaron profundamente. A los diecisiete escribió un cuento “para adultos”, con el que se sintió conforme. El primero en leerlo e incentivarla para que lo mande a una revista fue un amigo de sus hermanos, siete años mayor que ella, Leone Ginzburg. Con él compartía largas caminatas, ideas, lecturas. Su vinculo se tornó muy profundo: “Nos damos cuenta de que nunca antes habíamos tenido una relación así con un ser humano; después de un tiempo, todos los seres humanos nos parecían inofensivos, tan sencillos, y pequeños; esta persona, mientras camina a nuestro lado, con su perfil serio y su paso totalmente distinto al nuestro, posee una capacidad infinita de hacernos todo el bien y todo el mal. Y sin embargo, estamos infinitamente tranquilos.”
LA SEGUNDA FAMILIA
Leone había nacido en Odessa y su familia era de origen judío. En 1919 se había mudado a Turín. Era un joven sereno y taciturno, brillante intelectual antifacista, que cautivó a Natalia por completo. Estudió Letras, se perfeccionó en Paris y al volver a Turin formó el brazo local del movimiento Giustizia e Libertá, al que pronto entraron algunos de los hermanos de Natalia. Estas actividades clandestinas no tardaron en llamar la atención del régimen. Hubo persecuciones, encarcelamientos, hasta Giuseppe, el padre de Natalia, pasó un mes en la cárcel. Por esos años Leone fue sentenciado a cuatro años de prisión. Cuando salió, Natalia y él se casaron, ella cambió su primer apellido Levi por el de su marido, que no abandonaría nunca. Ya habían fundado en 1933 Einaudi, que empezaba a modernizar la cultura italiana con potentes traducciones del inglés y del ruso. Las charlas entre los tres, las largas discusiones alrededor de una estufa en una pensión turinesa, fueron también legendarias.
La vida matrimonial y los deseos de Natalia de escribir eran permanentemente violentados por los sucesos que ocurrían en el país. Leone era observado de cerca. Indiferentes al clima represivo, empezaron a llegar los hijos de la pareja: el primero de todos Carlo –hoy historiador ilustre y personalidad de la cultura italiana- Un año más tarde Andrea. La experiencia de la vida doméstica, las tareas de la casa y el cuidado de los hijos fueron un cimbronazo para Natalia. Algo que la modificó su vida, su forma de pensar y de escribir: “Amamos a nuestros hijos de un modo tan doloroso, con tanto temor, que nos parece nunca haber tenido otro prójimo, ni poder tenerlo nunca. Todavía no estamos acostumbrados a la presencia de nuestros hijos sobre la tierra: todavía estamos sorprendidos y abrumados por su aparición en nuestra vida.”, escribió.
Con la entrada de Italia a la guerra las cosas cambiaron aún más. En 1940 Leone y Natalia fueron desterrados a un pueblito de montaña Pizzoli, donde vivieron tres años, en una austeridad absoluta, apenas sostenidos por pequeños trabajos que seguían haciendo a distancia para la editorial. Natalia escribía algunos de sus primeros cuentos y realizaba la traducción del primer tomo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, una tarea que Giulio y Leone le habían encomendado antes de que estallara la guerra. En ese período también terminó su primera novela corta, El camino que va a la ciudad, que fue publicada con seudónimo por Einaudi en 1942. Todavía debía esconder su identidad. Inmediatamente el libro fue bien recibido. Su estilo despuntaba en su originalidad y era atendido: su pulso rápido, seco, sostenido fue elogiado. Una forma que profundizó y perfeccionó a lo largo de más de veinte libros y cincuenta años.
La biografía mezcla la trama de su vida familiar, con las circunstancias de escritura de sus libros, sus reflexiones, a la vez que sus diálogos epistolares con otros escritores amigos como Ítalo Calvino y Cesare Pavese. Este último fue su hermano de la vida y de forma constante la instaba a seguir escribiendo. Después de publicar su novela De tu tierra, le manda una postal a Pizzoli: “Querida, deje de tener hijos y escriba un libro más lindo que el mío”.
Natalia le hizo caso y a la vez no. En 1943 nació su tercera hija Alessandra. Leone viajó Roma, para actuar en la resistencia clandestina, pero fue capturado por los alemanes y asesinado en la cárcel. Tuvo que refugiarse con sus hijos. Finalmente llegó la Liberación. En esos días escribió el poema "Memoria", donde con un estilo parco y sombrío, se despidió de su amor. En el período más oscuro de su vida, Natalia volvió a Roma y fue recibida en la editorial Einaudi, por las mismas personas que habían trabajado y pensado juntas. Fue contratada a jornada completa como consejera editorial y traductora del francés. La editorial se expandía y buscaba dejar su impronta en el cambio cultural colmando el vacío intelectual dejado tras veinte años de fascismo. Si bien ella creía que la tomaban solo por compasión, Giulio Einaudi la valoraba mucho y llegó a considerar “la conciencia crítica” de la editorial.
MI OFICIO
Natalia siguió trabajando, aun en un estado de mucha tristeza. Volvió a Turín. Allí inauguró una nueva rutina: se levantaba al alba para poder escribir cuando todo estaba en silencio, antes de ir a trabajar a la editorial. Veía a los niños dormidos y se sentaba en el sillón, con bolígrafo y papel. Escribía artículos para L´unitá, La Stampa y también nuevos relatos. En 1947 editó Y eso fue lo que pasó, su primera novela firmada con su nombre. Ya no tenía que esconder su identidad. “Si no te sintieras tan infeliz, hubieras escrito un relato más hermoso”, le dijo un amigo cuando apareció. Escribir la sostuvo en esos momentos. En un ensayo publicado en 1949 llamado Mi oficio, lo decía claramente: “Mi oficio es escribir, y yo lo se bien, y desde hace tiempo… si hago otra cosa, si estudio una lengua extranjera, si intento aprender historia, o geografía o taquigrafía, o si intento hablar en publico o tejer o viajar sufro. Es cambio, cuando escribo historias, soy como alguien que está en su patria. Por lo demás, ni siquiera podría imaginar mi vida sin este oficio. Siempre estuvo; jamás me abandonó, ni por un segundo, e incluso cuando lo creí adormecido, sus ojos alerta y brillantes me estaban mirando.”
Por ese tiempo conoció al que sería su segundo marido, Gabriel Baldini, profesor de literatura inglesa de la Universidad de Turín. Poco después se casaron y se fueron a vivir a Roma. Estando allí, encuentra la estabilidad para escribir. Se suceden sus libros: Todos nuestros ayeres (1952), que narra la historia de dos familias burguesas sobre el trasfondo del fascismo, antes y durante la guerra. El libro recibió el premio Veillon y fue definido como “el retrato sentimental de una generación”. Le sigue Las palabras de la noche (1961), basado en recuerdos de su infancia en Turín. Al año siguiente publica dos libros fundamentales: Las pequeñas virtudes, hermosos ensayos donde polemiza con el mundo contemporáneo, hace reflexiones morales, a la vez que pequeñas páginas autobiográficas. Pero es con Léxico familiar, un libro sobre su propia familia, con el que se hace conocida por el gran público. La novela se convierte automáticamente en un best seller y se gana el premio Strega, el máximo galardón literario que se puede ganar en Italia. Ella dijo: “Es una novela de rememoración pura, desnuda, descubierta y declarada. No se si es el mejor de mis libros, pero seguro es el único que escribí en un estado de absoluta libertad”
Maja Pflug también repone las voces de los interlocutores privilegiados de Natalia, tanto en cartas hacia ella como en textos críticos. Por ejemplo, palabras de Ítalo Calvino: “Natalia expresa su lirismo en la cadencia y en el enfoque de sus historias, construye su psicología a través del comportamiento y nunca comenta o interpreta en el sentido intelectual, a pesar de que sus historias transcurren casi todas en círculos intelectuales.” O Eugenio Montale: “Entre los escritores italianos actuales, no hay otro que, como ella, haya logrado bajar el tono sin caer jamás en la fotografía realista. Y es llamativo notar cómo en ella todo resulta tan increíblemente real aunque permanezca alejado, cómo en ella la poesía surge de la más desnuda desolación prosaica”.
En 1969 muere repentinamente su segundo marido, sus hijos ya se habían ido de su casa y la habían hecho abuela. Triste, pero rodeada de afectos, continua trabajando. Y publicando sus ensayos donde reflexiona incluso sobre su propia soledad, que parece refulgir cuando llega el verano. “Los que están solos de pronto tienen exacta dimensión de su soledad. La luz del verano ilumina despiadadamente nuestro silencio, nuestra persona inmóvil, rodeada por catástrofes antiguas y nuevas.”
LÉXICO POLÍTICO
Diez años después de Léxico familiar, publica una novela que la acerca a una nueva forma literaria: Querido Miguel. Allí, en una mezcla de narrativa con el genero epistolar, se cuenta la vida de una familia burguesa cuyos miembros ya no se reconocen en las palabras de la infancia, como ocurría en su novela más célebre. “Natalia sabía que solo podía escribir diciendo yo, Pero ya no debía ser un yo autobiográfico en el sentido más acotado. La salida estaba en la novela epistolar, en la que varios yoes podían tomar la palabra”, anota la biógrafa. Seguirá en este registro en La ciudad y la casa (1983).
Se sucedieron algunos libros de cuentos, algunas colaboraciones con guiones cinematográficos, obras de teatro, veranos en una casa que alquilaba todos los años en Sperlonga, donde podía estar tranquila, escribir y recibir a los nietos.
La ultima etapa de su vida que consigna la biografía es su participación como candidata independiente del partido Comunista Italiano, donde gana las elecciones en 1983 y ocupa un puesto como diputada. Si bien a nadie tomó totalmente por sorpresa, era un movimiento por fuera de la órbita acostumbrada. Ella explicó que su intención era “dar una señal de solidaridad” y también “hacer algo útil, práctico, aunque fuera algo menor.” Visitó prisiones, se sumó a las comisiones dedicadas a problemas de las minorías, cuestiones de género y de adopción. “Nunca del lado del poder” fue su máxima. En 1990 publica su último libro, Serena Cruz o la verdadera justicia, libro de intervención en torno a un caso de la adopción de una niña filipina que tomó los diarios de aquella época. Muere finalmente en 1991.
Natalia Ginzburg publicó sólo dos poemas a lo largo de su extensa obra, y están incluidos en esta biografía con traducción de Luciano Padilla López : el primero en 1943, a la memoria de Leone Ginzburg. El segundo fue escrito hacia el final de su vida. Ambos revelan de forma condensada, su mirada única, fundamental. En los dos se destaca ese tono melodioso, natural, que Ginzburg tuvo para narrar. El primero es desgarrador y el segundo produce verdadero asombro. Después de toda una vida concentrada en los hombres y mujeres de su tiempo, retratados con dureza y piedad, Natalia elevó los ojos al cielo e imaginó que habría allí. Un poema de todos modos mundano, acerca de un dios suyo y también nuestro, terrestre.
>Los dos poemas de Natalia Ginzburg
MEMORIA
Los hombres van y vienen por las calles de la ciudad.
Compran comida y diarios, caminan rumbo a sus asuntos.
Tienen buen semblante, también labios vivaces.
Levantaste la sábana para mirar su rostro,
te inclinaste a besarlo con un gesto habitual.
Pero era la última vez. Era el rostro habitual,
solo que un poco más cansado. Y el traje era el de siempre.
Y los zapatos eran los de siempre. Y las manos eran aquellas
que partían el pan y vertían el vino.
Todavía hoy, con el paso del tiempo, levantas la sábana
para mirar su rostro por última vez.
Si caminas por la calle, nadie va a tu lado,
si tienes miedo, nadie te toma la mano.
Y no es tuya la calle, no es tuya la ciudad.
No es tuya la ciudad iluminada: la ciudad iluminada es de los otros,
de los hombres que van y vienen, comprando comida y diarios.
Puedes asomarte un rato a la ventana apacible,
y mirar en silencio el jardín a oscuras.
Antes cuando llorabas estaba su voz serena;
antes cuando reías estaba su risa tenue.
Pero la reja que se abría de noche quedará cerrada para siempre;
y está desierta tu juventud, apagado el fuego, vacía la casa.
NO PODEMOS SABERLO
No podemos saberlo. Nadie lo dijo.
Quizá allá no haya más que un catre desvencijado,
cuatro sillas con la paja salida y una pantufla vieja
mordisqueada por las ratas. Tal vez Dios sea una rata
y escape y se esconda no bien lleguemos.
Y tal vez en cambio sea la pantufla vieja
mordisqueada y gastada. No podemos saber.
Quizá Dios nos rehúya, asustado, y tengamos que llamarlo
y llamarlo largo rato, con los nombres más dulces
para lograr que vuelva. Desde un punto lejano,
en el cuarto, él nos escrutará, inmóvil.
Quizá Dios sea pequeño como una brizna de polvo,
y apenas lo veamos usando el microscopio:
sombra azul diminuta en el cristalito, ala negra
diminuta perdida en la noche del microscopio,
y nosotros allí de pie, mudos, contemplándolo en vilo.
Quizá Dios sea grande como el mar, y lance espuma y truene.
Quizá Dios sea frío como el viento de invierno,
quizá aúlle y retumbe como fragor que aturde,
y debamos taparnos las orejas con las manos,
helados y temblando, bien ocultos en el suelo.
No podemos saber cómo es Dios. Y de todas las cosas
que querríamos saber, es la única realmente esencial.
Quizá Dios sea tedioso, tedioso como la lluvia
y ese paraíso suyo sea un tedio mortal.
Quizá Dios lleve anteojos negros, chalina de seda,
dos pomeranias con correa. Quizá use polainas,
esté sentado en un rincón sin decir palabra.
Quizá se tiña el pelo, oiga radio portátil
y se broncee las piernas en la azotea de un rascacielos.
No podemos saber. Nadie sabe nada.
Quizá no bien lleguemos nos mande al almacén
a comprarle pan, salame y un jarrón de vino.
Quizá Dios sea tedioso, tedioso como la lluvia
y ese paraíso suyo sea el cantito de siempre,
revoloteo de velos, de plumas, de nubes,
olor a lirios cortados y un tedio mortal,
y cada tanto media palabra para pasar el tiempo.
Quizá Dios sean dos, una pareja de novios
librados al sopor en una mesa de hostal.
Quizá Dios no tenga tiempo. Dirá que nos vayamos
y volvamos más tarde. Saldremos
a pasear, nos sentaremos en un banco a contar trenes que pasan,
hormigas, pájaros, barcos. A esa alta ventana
Dios se asomará a mirar la noche y la calle.
No podemos saber. Nadie lo sabe.
O tal vez Dios tenga hambre y nos toque saciarlo,
quizá se esté muriendo de hambre, y tenga frío, y tiemble de fiebre,
bajo una frazada roñosa, llena de chinches,
y debamos correr a buscar leche y leña,
y llamar al médico, y vaya a saberse si
damos pronto con un teléfono, y con la moneda,
y con el número en la noche agitada,
vaya a saberse si nos alcanza el dinero.