Estuvo casi cuatro años secuestrado, desaparecido en manos del terrorismo de Estado. Pasó por cinco campos de tortura y exterminio en los que fue usado como mano de obra esclava. “Estábamos en el mundo pero fuera de él”, decía. Tras recuperar la libertad, en paralelo al desafío de readaptarse a una sociedad arrasada después de padecer y presenciar las experiencias más traumáticas, dedicó gran parte de su vida a dar testimonio y exigir justicia. Desde el Juicio a las Juntas en adelante declaró infinidad de veces, aportó nombres, pruebas y piezas al rompecabezas de la memoria, y también coescribió un libro con su historia. Mario Villani, de él se trata, murió a los 81 años.
Porteño de nacimiento, licenciado en física, fue secretario académico de la Facultad de Ciencias Exactas de La Plata y trabajó en la Comisión Nacional de Energía Atómica, con militancia gremial en ambos lugares. Fue secuestrado el 18 de noviembre de 1977 por una patota del Ejército cuando salía de su casa en Parque Patricios rumbo a su trabajo. Tenía 38 años. En el centro clandestino Club Atlético comenzó el proceso para desintegrar su personalidad: pasó a llamarse con letra y número: X-96. Allí vislumbró por primera vez la posibilidad de sobrevivir de la mano de sus conocimientos técnicos cuando reparó una bomba que desagotaba los baños del sótano, y se planteó por primera vez el conflicto ético que implicaba colaborar con los genocidas. “Maldito si lo haces, maldito si no lo haces”, reflexionaría sobre la convivencia con el terror.
A fines de 1977 lo llevaron a El Banco, donde tuvo que hacer la instalación eléctrica del casino de suboficiales y donde les permitieron, en el pasillo pegado a las celdas, ver los partidos de Argentina en el mundial de fútbol. “Estaba convencido de que era un muerto vivo, que sólo era cuestión de tiempo” y “el televisor no era más que una ventana al mundo al que ya no tenía más acceso”, relató a Memoria Abierta. Fue en El Banco donde el torturador Antonio del Cerro le pidió que reparara una picana eléctrica. Villani se negó durante un par de meses hasta que concluyó que podía aliviar el dolor de sus compañeros y pidió que se la llevaran. Sin que los secuestradores lo advirtieran, le instaló un capacitor de menor valor que el original, que transmitía menos energía y por ende causaba menos daño.
En agosto de 1978 lo trasladaron a El Olimpo, otro campo de la Federal, donde lo usaron por sus conocimientos de electrónica para reparar televisores y otros aparatos que robaban en los operativos. En 1979 decidieron ejecutar a la mayoría de los prisioneros y dejaron con vida a un puñado, que llevaron al Pozo de Quilmes, en manos de la policía bonaerense. La última etapa del cautiverio fue en la ESMA, en el altillo llamado “Capuchita”. Desde allí tuvo sus primeras salidas en “libertad vigilada”.
Declaró ante la Conadep en 1984, ante la Cámara Federal en 1985, en los Juicios por la Verdad, en Francia, España e Italia hasta que se reabrieron las causas en la Argentina, y en cada tribunal que lo convocó desde entonces. “Soy un exdesaparecido, un sobreviviente, o si se quiere un desaparecido reaparecido”, se definió en el libro que publicó junto con Fernando Reati, titulado “Desaparecido: memoria de un cautiverio” (editorial Biblos). Mil veces se preguntó por qué él sobrevivió y otros no. “No lo sé, no soy yo quien lo decidió”, se respondía, y esbozaba dos hipótesis: “que les fui útil haciendo reparaciones eléctricas y mantenimiento” y “que querían dejar a algunos de nosotros libres, para que al salir nuestro relato difundiera el terror en la sociedad”.