Las rajas y resquebraduras de la memoria suelen engañar (al menos eso decía papá Freud) en parte por la fantasía, en parte por las ganas de mentir (o mentirnos que es lo mismo) que tenemos todos, algunos más, otros menos…

Es imposible, a ciencia cierta, sabe, en qué consiste la verdadera verdad de lo que pasó y todos tratamos de reconstruir esa verdad de la mejor manera posible (más para nosotros, obvio, que para el resto).

Los historiadores tratan de encontrar una verdad “científica” en lo que pueden reconstruir, a partir de los datos más ciertos que tengan de los acontecimientos del pasado, los antropólogos tratan de discernir a partir de lo que encuentran los mitos y las verdades de las diferentes culturas que estudian.

Nosotros, los argentinos, tratamos de sobrevivir, a ciencia cierta, como se pueda, desde que tengo el uso de la memoria (que dicho sea de paso soy bastante memoriosa).

Los que portamos canas (y las mías ya son muchas, no tanto como las de otros escritores, pero…) nos acordamos de todo (que muchos omitan no quiere decir precisamente que no recuerden).

Desde la maravillosa cantautora para niños María Elena Walsh que publicó en el diario La Nación un artículo para grandes titulado Desventuras en el país jardín-de-infantes en agosto de 1979, pasando por un Leopoldo Fortunato que aseguró: “Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla” (fue nuestro mayor infortunio) y un presidente que juró “el que depositó dólares, se llevará dólares”, pasando por un M. M. que asegura que él es muy bueno, los malos son los otros, que no lo dejaron, una Lilita que tira exabruptos de todo tipo a los cuatro vientos mientras denuncia a todos, menos a ella misma, por supuesto, y de paso, va destruyendo todos los partidos políticos por los que pasó (se hace camino al andar, che, pisoteando sendas de todo tipo). Y una vocación mediática de aniquilar a Cristina, aunque no aparezca, pero eso no importa, lo importante es acabar con ella porque “se salió de su lugar, siempre se sale” del lugar de mujer --aclaro--, mientras el futuro aparece como cualquier cosa, menos prometedor, pandemia mediante y catástrofes económicas varias. Nosotros, los argentinos, seguimos sobreviviendo.

Seguiremos sobreviviendo siempre, a como sea, a pesar de que el antropólogo Tato Bores aseguró que en un lugar que ya desapareció del sur de América existió un país, hace muchos, muchos años, llamado Argentina, con habitantes llamados argentinos que tenían unas costumbres extrañas…

Tan extrañas como el dulce de leche, el fútbol, los amigos, la cerveza, los mates cimarrones y los prohibitivos asados,

Tan extraños como nosotros mismos que, ante la duda, nos miramos y decimos “¿Yo?, argentina” como si fuera pido pica o yo no tengo nada que ver con eso.

Tan extraños como creernos que somos los mejores del mundo, que Gardel cada día canta mejor y que Diego es Dios.

Una cultura extraña regida por los conjuros mágicos del tipo “si no lo nombro no existe”, o “si lo nombro demasiado tampoco existe porque la gente se cansa y ya no presta atención”.

El tiempo va marcando hendiduras sobre la piel. Los años dibujan un mapa de rajas y resquebraduras que va perpetrando su propio planisferio sobre cada uno de nosotros.

Las hendiduras de la piel no mienten.

Las de la memoria suelen a veces, equivocarse, trastornarse, confundirse, camuflarse o disfrazarse.

Los años van conformando la sabiduría de los ancianos, que son, en todas las tribus, el reservorio de la memoria más fidedigna y creíble.

Esa sabiduría está construida sobre la memoria de la experiencia acumulada.

Esa sabiduría, muchas veces ignorada, denostada, omitida por los grandes medios, es la historia viva de la Humanidad.

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