Mirar hasta el límite de lo posible; escuchar los dolores humanos como si fuesen fábulas. María Teresa Andruetto –que tiene vocación de mirar y de escuchar como ninguna otra escritora- dice que para escribir se necesita aprender a percibir lo interesante de las vidas ajenas. Desde esta perspectiva abierta hacia los otros, explora la construcción de la identidad individual y social, las secuelas de la dictadura cívico-militar y el universo femenino tanto en sus ficciones como en aquellos textos híbridos, a caballo entre la crónica y el ensayo breve.
En Extraño oficio (Literatura Random House) Andruetto rescata historias reales: un taxista escribe para él y se define como “hombre de los medios”; hay chicos pobres que se sacan una selfie con una ojota o tres mujeres en un taxi, en una ciudad de Brasil, atascadas en una calle, y Andruetto, una de ellas, reflexiona sobre el punto de vista en la literatura y cómo impacta la democratización y la inclusión desde la perspectiva de la belleza o la fealdad: “Qué vamos a hacer si tenemos que repartir un poco más los cielos y los suelos, y el aire, las calles, los aviones... y nos vemos llevados a ser un poco más feos y sucios para que otros san un poco más lindos y limpios”.
Hay muchas más historias y vividas oídas. Los textos de Extraño oficio surgieron de las columnas radiales de la autora de Lengua madre, La mujer en cuestión y Stefano, entre otros libros, en el programa Nada del otro mundo, de la FM 102.3. “Gente conmigo” se titula la columna que hace Andruetto desde hace seis años en la radio. “Los textos son las historias que conté por radio; son crónicas o un híbrido, pero son historias reales que parten de situaciones reales; no son ficciones”, aclara la escritora cordobesa en la entrevista con Página/12.
-Todos los textos de Extraño oficio, aun los que parecen más literarios, están unidos por la vocación de mirar y de escuchar, como lo que hacés con el origen de la palabra “mucama”, que es escuchar qué pasa con esa palabra en el tiempo y cómo deshumaniza a las trabajadoras. ¿Qué importancia tiene escuchar en la escritura?
-En el corazón mismo de todo mi hacer está la escucha. Descubrí haciendo estas columnas para la radio que la escucha es anterior y englobadora de la escritura. Cuando me preguntan qué tiene que tener un escritor, siempre digo que lo más importante es saber mirar y saber escuchar; es la gran empatía con los otros, con algo que uno ve, para el tipo de escritura que hago, que no parte de cuestiones intelectuales, sino de lo más vital de los otros que me llega, que me punza y se queda. Hay cosas que me han contado cuando tenía diez años y están; es como si tuviera una biblioteca de esas historias escuchadas. A veces son frases o cosas que vi... por contar una que no está en el libro, yo iba al asilo de enfermos mentales de mi pueblo (Arroyo Cabral), tendría ocho o nueve años, y me acuerdo de Raquel, una mujer alta, delgada, que tocaba el piano, una loca (o puesta ahí como una loca) porque le había roto el laboratorio al marido, que era bioquímico. Siempre me quedé pensando qué le habría hecho el marido para que ella le reviente el laboratorio y la internara; era alta y delgada, parecida a Vanessa Redgrave. No se me va, me quedó para siempre. Tengo llena la cabeza de esas historias.
-Una obsesión que aparece es tu interés por querer captar algo del habla de los otros. No se trata de la mera oralidad; no es la oralidad entendida como literalidad de lo oído, sino que es un intento de plasmar en la escritura esas voces que de otra manera serían olvidadas o se perderían.
-Agradezco muchísimo esta lectura; en la palabra del otro está la identidad. Y también la fragilidad que eso tiene, porque cómo hacer para que el otro venga vivo es un trabajo muy complejo y la vitalidad que tenía en el aire se pierde en el papel. Entonces hay a la vez un gran trabajo para que eso esté de tal manera que no pierda la identidad, la esencia que tiene cuando está en la respiración del otro, sin que se arruine, se deteriore en el camino, y sin que se transforme en una lengua más obediente. La desobediencia a la oficialidad de la lengua en la voz de quienes hablan -de los que hablamos cuando estamos en una situación íntima en la calle o en nuestras casas- me gusta mucho porque es un espacio de resistencia de los hablantes; esa singularidad es resistencia, y captar eso, prestar oído a eso, es también una forma de sostener esa resistencia social y esa identidad que está en la lengua. Cuando hago ficción, me alimento mucho de cosas escuchadas. Por ejemplo, en La mujer en cuestión muchas personas me preguntaron cómo había investigado. No investigué nada. Todo lo que los personajes consultados dicen acerca de esa mujer son cosas que me quedaron en el oído, escuchadas en el ómnibus, en el mercado, en la tienda, en el aula.
-El habla de los otros en una de las crónicas, la del taxista de “La voz de los que tienen voz”, está trabajada desde un rechazo inicial hacia ese hombre que parece saberlo todo (nunca aparece la palabra fascista) hacia la empatía que genera cuando se define como “un hombre de los medios”. ¿De qué manera lográs en ese mismo texto pasar del desagrado a la ternura final?
-Yo podría haber puesto una discusión con él, donde yo contrarrestara sus palabras. Pero me entregué cuando iba en ese taxi, en Buenos Aires al aeropuerto, y en el trabajo de escritura intenté sostener esa entrega a lo que él tenía para darme. La base es la entrega con el otro, esa empatía con el otro; suspender las propias convicciones, el propio posicionamiento ideológico, para entregarme a eso que el otro tiene para darme, porque si no, ¿cómo sé yo algo del otro, si lo que hago es enseñarle a él como es la Feria del Libro o cómo son los libros? Esa entrega, que me parece muy interesante para la escritura en general, tiene que ver con cómo hacer para no ponerse en una actitud autoritaria en el sentido de “yo sé más que él”. Primero que no sé si yo sé más y segundo: ¿cómo puedo saber lo que sabe el otro si yo le tapo la boca? Hay una pulsión que me lleva a entregarme a los otros. Después está el trabajo de escritura, está la condensación. En la escritura siempre tengo dos momentos: un momento de mucha entrega, que es muy empático tanto en este libro como en las ficciones, y después, como si yo fuera la artesana de mí misma, hago ese trabajo de artesanía con la palabra. Ahí interviene completamente la ética del oficio de ofrecer al otro un texto lo más cuidado posible.
-Otra zona de “Extraño oficio” tiene que ver con la escritura de las mujeres, el olvido que pesa sobre una escritora como Elvira Orphée, la lengua madre y el recuerdo de tu propia madre, que sigue apareciendo en lo que escribís. ¿De dónde viene este interés por las escrituras de mujeres?
-Siempre leí a mujeres, incluso de muy chica. Mi papá traía del trabajo una revista del mundo de los negocios (mi papá trabajaba en una cooperativa eléctrica), la revista Visión, que no era una revista que me interesara, pero él la traía porque tenía unos comentarios de libros al comienzo. No sé quién escribía esos comentarios, pero siempre fantaseo que haya sido María Moreno la que haya escrito eso porque había muchas recomendaciones de libros de mujeres. Yo iba al colegio secundario en el pueblo y leía los comentarios sobre los libros en la revista y si me interesaba alguno de los libros lo encargaba en la librería y lo traía el comisionista. Ahí leí Enero y Pantalones azules, de Sara Gallardo, cuando no se la leía o la leían en círculos muy chicos. Ahí leí también a Violette Leduc y a Simone de Beauvoir; un tipo de escritoras que no eran las que llegaban a un pueblo de Córdoba. Cuando empecé a dar talleres en los años 80, llevé muchísimas escritoras mujeres a mis grupos porque algo encontraba ahí (no leía sólo a mujeres, por supuesto) y también porque en la primavera alfonsinista yo daba talleres a mujeres en sectores de mucha marginación, algunas de ellas no alfabetizadas. Entonces tomaba como disparadores de conversaciones con ellas algún fragmento de la escritura de alguna mujer. Ese interés está también en mi escritura y en la colección que hacemos con Juana Luján y Carolina Rossi de Narradoras Argentinas en la editorial Eduvim. No me interesa una escritura militante; lo militante es hacer conocer las escrituras de mujeres, no que dentro de la escritura haya una bajada de línea porque hay una complejidad en mi vinculación con la literatura y me interesa mucho la riqueza, la ambigüedad, la resonancia de un texto. Me interesa la diversidad de modos de escribir de distintas mujeres y el rescate de las mujeres como escritoras ingresando al canon y a los espacios de circulación. La militancia está por fuera de los textos, en la concepción que tengo del hacer.
-En uno de los textos recordás a Alcira, una mujer que fue asesinada por su marido en los años cincuenta, cuando la palabra femicidio estaba lejos de nuestra lengua, ¿no?
-Eso lo leí en la revista Así, a los ocho o nueve años. Cuando era chica me fascinaba la revista Así, que no la compraban en mi casa, pero en las carnicerías tenían pilas de esas revistas para envolver la carne; era una revista de policiales truculentísima. Después supe que escribía Enrique Sdrech. Y me acuerdo mucho del caso de Alcira y Jorge Burgos. Claro, fue un femicidio, pero no se decía así; se hablaba de crímenes pasionales y en ese caso enganchó con algo social que tenía que ver con el fin del peronismo, en el 55; como él era hijo de una buena familia y ella era una mucama salteña también hay que mirar esa diferencia de clase. Mi oído y mi mirada se entrenaron tempranamente en las carencias sociales porque nosotros mismos vivíamos así. En mi casa había un capital intelectual, pero había mucha precariedad porque hasta mis nueve años viví en un conventillo de pueblo, hasta que mis padres pudieron hacer una casa, adonde nos fuimos a vivir. Mi casa era la única que tenía libros en ese lugar donde había mucha marginalidad, no solamente económica; era gente muy precarizada en las orillas de un pueblo de la llanura profunda. Aparte de esa temprana escucha y registro de esa precariedad, también me dio la idea de que la lectura, los libros, la literatura, sea para un registro muy amplio de personas: para esas mujeres poco alfabetizadas con las que trabajaba en los años 80 hasta chicos en una cárcel o en un posgrado en una universidad. Desde chica tuve cierta flexibilidad en la vinculación con los otros.
-¿La fuerte conciencia de clase surge de esos primeros años de vida en un conventillo?
-Sí, es una conciencia muy fuerte. En mi casa había mucho relato; había libros también y mis padres valoraban mucho la lectura y leían ellos, aun en esas condiciones. Había mucho relato porque mi papá era italiano y vino a los veintiocho años, entonces toda la vida de allá, la familia, los parientes, la contaba él o llegaba por cartas. Y mi mamá también contaba mucho de su casa, de los vecinos y amigos, y yo creía que eso estaba en todas las casas, en todas las familias. Cuando descubrí de chica que había familias que no sabían cómo se llamaba el abuelo ni de dónde venía la familia, de qué pueblo, me acuerdo de esa sorpresa. Lo que hago tanto en la escritura como en llevar literatura de otros a distintos espacios tiene que ver un poco con desear que la literatura sea de todos. Que ese oficio de contar y de escuchar sea de todos.
-¿Por qué la ficción, como planteás en el libro, es “una mentira que se construye para decir una verdad más verdadera que la verdad”?
-En ese trabajo artesanal de depuración de lo que uno capta se va revelando algo que no estaba visible. Valéry decía que corregir es un acto de revisión de uno mismo, también podríamos decir que de eso que uno capta en el trabajo de corrección, de revisión, de condensación, van apareciendo nuevos aspectos que antes no habíamos visto. En Stefano hay un disparador que tiene que ver con mi papá y la historia con mi mamá, pero no es esa la historia de ellos, no es la época, no es la edad; hay muchas situaciones que no pasaron, algunas sí. Cuando se lo di a leer a mi mamá, me dijo que la vida de ellos fue tal cual como la había escrito (risas). El trabajo de la escritura permite una revelación de la misma manera en que se revelan las vetas de la madera cuando la cepilla el carpintero.