Lo primero que me atrajo a Charlotte Mew fue la extraordinaria combinación de su nombre y apellido; lo segundo fue la única foto de ella que se conoce, y lo tercero fue que Penelope Fizgerald escribió un libro sobre ella, “para no correr su misma suerte”. Penelope Fizgerald es una de mis escritoras favoritas por dos de sus libros, básicamente: uno que escribió al principio de su carrera, y otro que escribió al final. Ambos libros son sobre poetas, y para mí son libros gemelos, pero uno es una biografía y el otro es una novela. Penelope debe su fama, su más que justa fama, a esa novela escrita a los ochenta años, en la que cuenta magistralmente un episodio de la vida del poeta romántico alemán Novalis como si nos llevara a vivir a esa época. Yo adoro La flor azul, me parece una de las más grandes novelas de la segunda mitad del siglo veinte; cada vez que abro sus páginas caigo subyugado al instante. Pero la biografía que escribió Penelope sobre Charlotte Mew es mi secreta debilidad, porque no he encontrado nunca, en ninguna otra biografía, una empatía y simbiosis tan perfectas entre autora y protagonista; un rescate del olvido que sea, a la vez, un exorcismo (Charlotte Mew murió a los 59 años, la misma edad que tenía Penelope cuando se sentó a escribir esa biografía).
El papá de Charlotte Mew era un joven aspirante a arquitecto que se casó con la hija del arquitecto más famoso del Londres victoriano, pero no entró bien en la familia: no logró convencer al suegro de su proyecto de edificar villas frente al mar, en respuesta al nuevo concepto de irse de vacaciones. Fue confinado a construir asilos para lunáticos (así les decían a los manicomios los ingleses). De los seis hijos que tuvo la pareja, dos murieron en la infancia y otros dos, los más alegres, fueron internados de adolescentes por esquizofrenia y nunca más salieron. El padre murió de tristeza, culpado silenciosamente de la tragedia por su propia esposa y por su suegro. La madre vivía en cama aunque los médicos desconocían su enfermedad y el patriarca de la familia pagaba las cuentas con reticencia y desde lejos.
Charlotte y su hermana Annese prometieron no casarse y mantenerse célibes toda la vida, para no traer más desgracia al mundo. Anne era una artista del bordado y no le gustaba salir a la calle; Charlotte no tenía ningún don especial salvo el gusto por callejear en la neblina y contarle después a su hermana lo que había visto en sus paseos. Cuando murió el patriarca y se acabó el dinero, empezó a poner esas historias por escrito, febrilmente, con la esperanza de venderlas a revistas y así sumar unas libras a lo que ganaba Anne bordando.
Su visión de la vida era mórbida pero hipnótica: lo primero que publicó contaba el hundimiento silencioso de un barco en alta mar con todas las luces encendidas. Su madre le decía desde la cama: “Hija, la poesía daña la mente” y le prohibía escuchar música de Wagner porque la silenciosa intensidad de Charlotte la dejaba exhausta. Pero Charlotte no podía evitarlo. Tres veces se enamoró, las tres veces de mujeres; nunca fue correspondida. Hasta los cuarenta años fue anónima, por no decir invisible. Quienes leían los pocos poemas que logró publicar creían que Charlotte Mew era un seudónimo. Cuando la invitaron por primera vez a las famosas lecturas que organizaba Harold Monro en su librería, llegó tarde. Ya era de noche, había una buena cantidad de gente adentro impaciente por conocerla, cuando se abrió la puerta de la librería, entró una nube de niebla nocturna y una enanita detrás. Vestía chaqueta, camisa y corbata de varón, pollera gris topo hasta los tobillos y debajo se alcanzaban a ver sus medias rojas y sus botines talle 33. En la mano llevaba un paraguas que tenía su misma altura. Uno de los presentes atinó a preguntarle: “¿Usted es Charlotte Mew?”. “Lamentablemente sí”, contestó ella.
Para asistir a aquellas lecturas había que subir hasta el altillo de la librería (un cartel en el trayecto decía: “Por favor no caerse por las escaleras”). No entraban más de veinte personas en aquel altillo y casi nunca eran tantas, pero cuando recitaba Charlotte Mew, entre esas veinte podía estar Thomas Hardy, o Edith Sitwell, o Aubrey Beardsley, o Virginia Woolf, o el joven Ezra Pound. Ella se acomodaba siempre contra la chimenea, de espaldas a todos, fumando los cigarrillos que se armaba ella misma, no se decidía nunca a empezar y, cuando por fin empezaba, y de a poco iba girando hacia el público, parecía poseída, habitada por voces y confesiones que era inverosímil que salieran de aquella minúscula caja torácica. “Era como si nos hubieran servido whisky en el té”, dijo Aubrey Beardsley.
Charlotte Mew contaba siempre pequeñas historias íntimas en sus poemas, todas esas historias son sobre desgracias tremendas y silenciosas, y llevan al lector en montaña rusa hacia el colapso. Una vez le confesó a Thomas Hardy que no podía vivir sin tener cerca los libros de las Bronté, y él le contestó ofuscado: “¡Un poema suyo vale más que todos los libros de las tres hermanas juntas!” Virginia Woolf se dignó a subir una vez hasta aquel altillo y después comentó: “No soy buen juez de poesía, pero sí de originalidad, y Charlotte Mew la tiene en sumo grado”. Ezra Poundla presentó así en su revista El egoísta (en el mismo número en que salió el primer fragmento del Retrato del artista adolescente de Joyce): “No son poemas experimentales, pero tampoco están del todo bajo control. Son como mapas de almas”.
Sólo publicó en vida un libro, con dieciocho poemas. En él decía cosas como: “No envidies a Dios, tiene los brazos llenos de cosas rotas”. O: “¿Por qué me trajeron a este mundo, para hacerme ni muy buena ni muy mala?”. O: “Un día me iré a reunirme conmigo”. Escribía todos sus poemas a mano; con los que no le gustaban se armaba un cigarrillo o se lo daba de comer a su loro. Vivió con su madre y su hermana hasta que murió su madre y cayeron los acreedores; desde entonces vivió con Anne en el sótano de su ex casa, porque desde ahí su hermana podía al menos seguir viendo el jardín. Los amigos le gestionaron una pensión del gobierno y le preguntaron qué necesitaba para vivir. “Té, tabaco, un poco de carbón en el invierno, alpiste para el loro, estampillas y el abono para la biblioteca del Museo Británico”, contestó. Le dieron 75 libras al año. Por la misma época, TS Eliot pidió a sus amigos una ayuda para dejar el banco donde trabajaba y dedicarse sólo a escribir: pidió quinientas libras al año (y me permito agregar que, de esa pensión, las hermanas Mew daban el diez por ciento a caridad todos los meses).
La vida en aquel sótano fue demasiado para los débiles pulmones de Anne. Cuando murió, Charlotte se sintió “como un yuyo arrancado de la tierra”. Se dejó trasladar como una autómata a una residencia geriátrica que parecía uno de los asilos que construía su padre. Una mañana bajó al sótano y se bebió una botella de desinfectante Lysol que robó del cuarto de limpieza. Sobre su cama había dejado un papel con un último pedido: que le cortaran la aorta antes de cerrar el cajón, porque tenía miedo de que la enterraran viva.