Hubo, y aún los hay, muchos grandes pianistas en la historia del jazz. Unos pocos crearon estilos. Son inconfundibles desde sus primeras notas. Fueron imitados. Fundaron escuelas aún sin habérselo propuesto. Chick Corea fue uno de ellos.
“He tenido muchos maestros y por todos siento gratitud, pero el primero fue mi padre Armando”, dijo a Página/12, en su última visita a Buenos Aires. Y es que ese que deslumbró con sus primeros discos, Tones for Joe’s Bones, grabado a fines de 1966, y Now He Sings, Now He Sobs, de 1968, con su participación en el grupo de Miles Davis, con Circle y con Return to Forever, la invención que llevó el jazz-rock a un nuevo estadio, pasó su infancia escuchando a Armando y sus amigos y debutó profesionalmente a los 21 años, en 1963, tocando con Mongo Santamaria y Willie Bobo. Luego vinieron Blue Mitchell, entre 1964 y 1966, Herbie Mann y Stan Getz (con quien volvió a tocar en la década siguiente).
Ese doble –o triple– juego, entre el jazz caribeño (eso que en los Estados Unidos llaman “latino”), la abstracción más pura, y materiales provenientes de las músicas más populares, ese eclecticismo, fue, sin duda, su signo. No hay un solo Chick Corea. O sí, pero, como la imagen de un caleidoscopio, está integrada por imágenes mútiples y sus infinitos reflejos. Es fácil enamorarse de una sola de esas facetas. Del Corea de las grabaciones con Anthony Braxton o de sus improvisaciones para piano registradas por ECM. O de Friends o de Three Quartets. O de los dúos con Gary Burton. O del Return to Forever más latino o del cercano al prog rock en Romantic Warrior. O de Spanish Heart y The Leprechaun o, más cerca, de su extraordinario trío con Christian McBride en contrabajo y Brian Blade en batería. Y es fácil, también, decir que el de Tap Step –por poner un ejemplo– no es el verdadero. Cuando este cronista le preguntó, antes de una de sus primeras actuaciones en la Argentina, acerca de estos cambios de ropaje estético, Chick Corea se rio y contestó con otra pregunta. “¿Hay alguna comida que le guste mucho, mucho más que cualquier otra?”, inquirió. Y ante la respuesta afirmativa, volvió a preguntar: “¿Y la comería todos los días?”
Podría haberse tratado de un músico buscando su propio camino, entre varios posibles, o de alguien dispuesto, simplemente, a recorrerlos todos. “Desde mi punto de vista, cada paso fue un nuevo mundo, exactamente como mi próximo paso me lo hacía saber”, decía Corea a este diario. “Nunca fue parte de un plan ni de nada premeditado; es más, yo hubiera sido incapaz de decir qué haría después. Sólo se trataba de entrar en cada proyecto con la fascinación ante las posibilidades que eso abría ante mí. Pero la verdadera aventura es siempre ir un poco más allá y tocar y componer y aprender algo nuevo cada noche ante cada público diferente. Ese es el camino.” No habrá nuevos discos, ni nuevas presentaciones en Buenos Aires, una ciudad que lo adoró de una manera muy especial y donde su figura –y su música– trascendió los géneros y sus públicos. Allí estaban, entre quienes lo escuchaban con reverencia, Luis Alberto Spinetta, Charly García o los músicos de la Generación 0 de Rodolfo Mederos. Y sin duda su estilo tuvo mucho que ver con el Octeto Electrónico que Piazzolla formó en 1976. Habrá, sí, nuevas escuchas. Queda un mundo sonoro único. Fue protagonista de la banda de sonido de una época pero no sólo eso. Su música seguirá sonando.