La banda de sonido de un arma de fuego disparando a repetición sobre el grito de una chica que se agarra la cara con fuerza porque todavía no sabe si la bala le perdonó el ojo no deja de estallar en la memoria de los últimos días.
Ella grita, la levantan del piso sus amigos, los disparos insisten. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Hay una pausa, la ilusión de que se terminan. Seis. Siete. El video se corta con el agudo cantarín del sonido de una llamada.
¿Quién estaría del otro lado? ¿Habrán contestado con la lluvia de balas de fondo que esta vez sobrevivieron?
La voz de Úrsula en los audios que compartieron sus amigas es otra estridencia que insiste. Se grabaron en noviembre, ella llora y dice que casi le quiebra la mano, que le duele, que la va a matar. Tres meses después, está muerta.
Es tan descarnada esta secuencia, tan brutal, porque además no es un caso aislado.
En marzo de 2020, apenas una semana antes de la cuarentena, Fátima Florencia Acevedo fue asesinada a puñaladas por su ex pareja. “Pueda ser que cuando termine muerta por culpa de él, la policía y el juzgado y toda la mierda que tienen que hacer algo, pueda hacer algo. Mientras tanto, tenemos que seguir pagando las consecuencias con el gordo”. El “gordo” era su hijo de poco más de dos años, quedó institucionalizado cuando se consumó el femicidio de su mamá. Ella tenía 25.
“Me dieron una mierda de papel que no sirve para nada”, decía también Fátima. El mismo papel de mierda que tenía Úrsula, el mismo que tienen miles y que tienen que llevar a las comisarías por su propia cuenta para que notifiquen al agresor si es que se molestan en buscarlo.
El miércoles, mientras seguían atronando los disparos policiales sobre les jóvenes que descargaban su impotencia por el femicidio de Úrsula, María temblaba de miedo. Es una joven con un bebé que tiene uno de esos papeles de mierda. Con una distinción: la restricción de acercamiento es “recíproca”. Ella vive en un hotel. El agresor se instaló en otro a tres cuadras. La restricción es de 600 metros, o sea que ya la está violando. Pero además, si María va al almacén de la esquina no sólo tiene miedo de encontrárselo, también podría ser denunciada por el violento. Tan delirante como cierto. Y tampoco es un caso aislado. Las estrategias legales de los denunciados cada vez más recurren a acusar a la víctima y hay que decir que en los juzgados civiles la autoridad del padre y la idea anquilosada de la familia unida tiene un peso específico.
El patriarcado tiene quién lo proteja, por la ley y por la fuerza.
Porque pidió ayuda a una organización feminista, María consiguió una interlocutora en la Justicia, alguien a quien referirse sin tener que contar mil veces lo mismo. Que la acompañe. Eso tan necesario y tan simple es una quimera. E implica un montón de trabajo no pago que realizan feministas por persistentes, porque saben que el feminismo es una práctica constante e incómoda las más de las veces, que demanda y se planta. Somos las aguafiestas –como dice Sara Ahmed- de las fiestas familiares y también de las populares, las que arruinamos las canciones y los chistes, el galanteo y los piropos. Las jodidas de siempre. Las que no nos podemos reír cuando el presidente dice que le tocó ver el fin del patriarcado. La enorme herida por el femicidio de Úrsula y el temblor de todas las que están ahora mismo mirándose aterradas en ese espejo lo dice todo.
Estos días se repitió que Úrsula le había pedido ayuda al Estado y no es una simplificación. Se dice el Estado y lo que se representa en esa palabra es gráfico: un aparato burocrático inexpugnable para la mayoría que atiende al público en el mostrador de las comisarías. El mismo que despacha las balas con que se reprime la protesta social.
Es como decir Justicia. ¿Qué Justicia, qué juzgado, qué fiscalía, quién atiende, quién la vió a Úrsula y quién, sobre todo, vio al femicida? Esa emisión a mansalva de “medidas de protección” que las más de las veces son medidas de restricción de acercamiento cuyo reaseguro no suele estar acompañado de un botón antipánico, mucho menos de un seguimiento formal por parte de quienes las emiten son prueba de una ceguera y una sordera radical por parte de la Justicia. O del menosprecio de la mayoría y de la voluntad de pocas.
Es urgente cambiar el paradigma. Es urgente que se persiga a los agresores y no que encierre cada vez más a las víctimas. Porque sí, se necesitan los refugios y también las medidas de restricción perimetral. Pero sobre todo se necesitan redes de afecto, de acompañamiento, comunitarias. Y un compromiso transversal de condenar la violencia por razones de género, no sólo a los femicidas porque entonces es irreversible.
No estamos pidiendo penas más duras ni más cárceles. No alcanzarían las cárceles para encerrar a todos los agresores. Que les pongan tobilleras y que se arme un escándalo si se acercan a las víctimas. Y que reaccionen otros hombres alrededor señalando, expulsando, condenando. El Estado es responsable. La sociedad es responsable.
¿Hasta cuándo vamos a seguir insistiendo con más penas, más lugares de encierro, más potestades a las policías? ¿No habría al menos que dejar de hablarle a los efectivos siguiendo el guión de la cofradía marcial, ese tono álgido de la masculinidad hegemónica en el que la empatía es vergüenza y la fuerza bruta un valor? ¿Por qué no se aprovechó, desde la responsabilidad política, en el mismo día en que el ojo de la chica baleada por un pelotón de la bonaerense amanecía macilento de sangre para proclamar que es intolerable la violencia por razones de género? Si todo el país estaba de duelo ¿o acaso el duelo es sólo de las mujeres, de las lesbianas, les trans, las travestis?
El verano pasado, cuando una patota de rugbiers asesinó a golpes a Fernando Báez pareció por un momento fugaz como un parpadeo que los varones empezaban a mirarse el ombligo de su masculinidad con ojo crítico. Se escribieron notas dando cuenta de su fragilidad, del miedo a la cofradía cuando no se encajaba del todo, del agotamiento del mandato de la fuerza y la voracidad sexual. Duró poco, enseguida los monstruos fueron nada más que los rugbiers y la empatía se anestesió dentro de ese corralito.
En este verano, frente al femicidio de Úrsula se discute en las redes sociales si está bien o no interpelar a los varones para que hablen sobre esta crueldad expuesta y aleccionadora: quince puñaladas prometidas y cumplidas en el cuerpo de una chica de 18 años. Ellos dicen que no son lo mismo –es una generalización, es cierto, pero de todos modos amerita-, nunca conocen a ese que sí ha violentado. Como se dice en las redes, algo falla en las estadísticas porque nosotras y nosotres sí conocemos decenas, centenas de víctimas de violencia por razones de género.
Necesitamos imaginación y decisión política para no volver a responder con más botones antipánico que necesitan de una tecnología y una conectividad que no está disponible en todos lados. Menos en los territorios más vulnerables. Necesitamos abrir el debate todavía más para pensar juntes qué hacer con los agresores y cómo fortalecer la autonomía de quienes han sido victimizadas.
Mientras tanto volveremos a las calles a poner el cuerpo, porque nosotras y nosotres desde el cuerpo pensamos e imaginamos. Porque queremos hacer el duelo en colectivo. Porque pedimos Justicia para Úrsula pero también sabemos que Justicia es que no vuelva a pasar.
Que no nos arranquen del sueño la voz de Úrsula ni los disparos sobre una chica indefensa. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete.