Al principio hay una niebla densa cubriéndolo todo y el tipo ahí, una noche gélida de invierno al borde del alba, sentado ante una mesa cuya tapa es una lápida de mármol blanco, al pie de una enorme higuera seca. Lleva años viviendo en un rancho calamitoso que ocupó sin papeles, aislado en un claro entre dos montes, un arroyo ahí nomás. El tipo, que así será llamado en toda la historia, es un cincuentón “alto, medianamente fornido, de barba entrecana mal llevada”, y su retrato denota que anda agobiado de llevarse puesto: viste rotoso, arrejunta y acapara cosas y cosas, alterna entre el mate y las botellas de caña marca Palanca y marca Don Cosme, y se gana el mango escabechando carpinchos, algún jabalí, algún conejo, sus pedazos en frascos que vende a gauchos medio locos, a internos de una colonia de dementes que está a unos pocos kilómetros, a estatales a cargo de esa colonia. En el rancho la relación es con los animales, tres perros laderos sin nombre, ovejas y gallinas para el manduque, un caballo colorado que anda suelto, un carancho que se nutre de los restos de sus carneadas: dosis de utilitarismo, de violencia, de cariño reprimido, ahí. Más seguido lo rondan los fantasmas: pronto se sabe que espera algún castigo, “lo que fuera a pasar por haberse mandado tantas cagadas”. “Hundido en su niebla, soñando su pasado, la tira inacabada de sus pecados”, se lee.
El tipo es el protagonista de El eterno silencio, la novela de Eduardo Blaustein que publica editorial Obloshka. “Lector y escritor aventurero sin red ni pudores, testigo de los confiables, agente no secreto de la memoria generacional, a Blaustein le duele, pero lo sabe contar sin otros subrayados que la excelencia de la escritura y los plenos permisos de la peripecia" consigna Juan Sasturain en la contratapa del libro.
La narración, de fraseo en general corto y de relieves que sacuden, encandilan y oscurecen, inquietan y a veces también hacen reír, se despliega en tres direcciones predominantes. Cada tanto el tipo recuerda escenas puntuales que lo atosigan, bajadas de línea con tópicos violentos del machismo a sus hijos chiquitos, el alcoholismo compartido con su ex mujer, la internación de ella y el abandono. Los pecados que le auspician la degradación de un presente situado a mediados de los años ’50 que de a poco va desplegándose, las visitas a la madre ciega que está internada en la colonia (le lleva flores, le lee fotonovelas –tramo precioso-), la relación con una prostituta que es medio novia, la expectativa con algún reencuentro con sus hijos ya grandes. Una tercera dimensión en el relato está compuesta por las trazas de un mal que se expande, se expresa en la niebla y otras penurias de la atmósfera y proviene del fondo de los tiempos, algo abstracto cargado de crueldad que amenaza con el exterminio. Una cosmogonía inventada, dice Blaustein, que escribe, por ejemplo: “Se hicieron forma candente, orden incorpóreo de realidad. Masa de odio. Ausencia de bien. Con sed por las carnes muertas y las almas de los animales. Fanfarria del mal en expansión”.
“Desde hace mucho tiempo tenía ganas de hacer una novela absolutamente no figurativa, que animaran los palabras y los conceptos, una especie de novela metafísica –dice Blaustein-. No sé si alguna vez reiniciaré ese desafío, pero acá está ese elemento protagónico del mal que se expande, inexplicado, sin cuerpo. Inventé esa cosmogonía tomando cosas del Popol Vuh, del Corán, del Génesis de la Biblia. Y como necesitaba un mediador que explicara o percibiera eso, apareció esta especie de Robinson Crusoe (o Inodoro Pereyra, no sé), este hombre que estaba muy jodido de la cabeza, con ese pasado tormentoso. Luego apareció lo de la colonia psiquiátrica en ruinas, lo que queda de eso, gobernada por una especie de estatales-policías. No quiero explicitar una lectura política, está bastante borrado eso en la novela, pero hay como una especie de alegoría: como si esto pasara después de la Revolución Libertadora y la colonia simbolizara a la Fundación de Eva mezclada con la impronta de Carrillo y las experiencias de políticas sanitarias y mentales de avanzada, y ahí es que aparecen unos cuantos personajes, los dementes, a la vez grotescos y entrañables”.
Bien variopinto el caudal de contigüidades y vertientes a las que echa mano Blaustein, de alguna escena de The walking dead a alguna referencia a Juan José Saer, de cacerías de jabalíes a detalles sobre la vida de las hormigas (muy simbólicas en el libro), de temas musicales de Antonio Tormo y Hugo del Carril (censurados en su momento) a las mentadas fotonovelas. “Lo mío es melancolía histórica, siempre –dice-. Transportarme a ese pasado me encanta. Y usar elementos de cultura popular, cultura masiva”. En este último tiempo se le haciendo muy nítido cuánto le gusta escribir ficción. “Para mí es un juego arbitrario, ridículo, donde me divierto como un niño –dice-. Cosa que no debe decir ningún escritor, supongo”.
Mientras escribía este libro pegó en su computadora un cartelito: “No hacer chistes”. Una instrucción en busca de no dispersarse, de no asociar libremente y derivar en cualquier lado. “En un momento supe que tenía que recurrir a una prosa como menos neurótica que la habitual mía, menos eléctrica o disparatada, por más que haya absurdo y partes humorísticas, tiernas o trágicas –dice Blaustein-. Quería que fuera algo más sosegado. Y también más poético. Porque hablo mucho de la soledad, del tipo que está hecho percha en el campo”. Aunque se haya divertido escribiéndolo, es un libro áspero. “Por ahí es un ejercicio de introspección de mis propis tristezas –dice-. Bueno, no me gusta cómo va el mundo. Soy muy pesimista. Eso está también en Cruz diablo, mi primera novela. Veo una civilización que aturde, que enferma, que intoxica, que nos hace infelices. Un modelo cultural con unos niveles de infelicidad. Pero sí, es una reacción poética contra un mundo súper urbanizado. Hay una novela de Asimov en la que el planeta central está enteramente cementado, digamos: es imagen de mundo factoría para mí es una pesadilla. Hacia ahí estamos yendo. Y saldremos de la pandemia con ese mismo modelo de desarrollo”.
Pistas de cómo dialoga la novela con el presente. “Quizás con el nivel de locura en las sociedades desarrolladas, incluyendo las clases medias y altas argentinas –dice Blaustein-. Y ahí está la miseria, también. Es como si fuera una distopía poética. No por la pandemia, porque fue escrito antes. Pero medio que en el libro está el encierro, la impotencia por relaciones humanas más jugadas, más naturales. En mis años de infancia y adolescencia salíamos de la escuela y hablaba mucho con mis compañeritos, militantes o no, relaciones mucho más a fondo. Hoy veo a la gente más paranoica, tratando de mantener el control de las cosas. Con la infelicidad de no poder disfrutar, en la medida en que económicamente puedas, de tu propia libertad. Un mundo medio opresivo. El tipo de la novela es un no-empático casi total. Que está muy mal. Al empezar a escribir me pregunté: ¿qué quiero que el lector imagine respecto a ese mal que se expande? ¿Que sale de la cabeza de un loco, que es real, que no es real? Traté de dejarlo medio flotando. Pero lo cierto es que el tipo es alguien muy sufrido, muy solo”.