Señorita Ema: ¿Me oye usted? ¿Llegan hasta allí mis murmullos, mis tenues soplos, estas burbujitas despedidas por la extraña nebulosa en que me he transformado? Se acuerda usted, me imagino, de nuestro pacto, lo que habíamos convenido juntos años atrás, cuando ambos habitábamos la misma comarca, y deliberábamos, o bromeábamos más bien, con respecto a cuál de los dos partiría primero. Y yo me sonreía discretamente: estaba tan claro que yo era el elegido, el destinado, yo, el viejo profesor de literatura, y no usted, la joven discípula. “Pero mi enfermedad…”, alegaba usted con la voz temblorosa. “Su enfermedad no tardará en disiparse, ya se lo han dicho”. “Siempre que Dios lo permita”. “Dios y la Virgen y todos los santos, pero sobre todo las sierras, las montañas, estos aires diáfanos y prodigiosos que nos renuevan por dentro y que echan fuera cualquier pestilencia y hasta son capaces de rejuvenecer mis vejeces”, chanceaba yo. Recuerdo (en realidad no recuerdo sino que veo: todo es acá un puro presente), veo, pues, la tarde en que ingresé por primera vez a la robusta mansión en medio de las cumbres adonde la había llevado su familia para curarla de su extrema palidez, de sus fatigas, de sus persistentes toses. El doctor Antúnez había dicho que atajando el mal en su comienzo podía remitir, y usted tenía entonces apenas 17 años y una pasión desmedida por leer y también por volcar sus sentimientos, sus cavilaciones, sus menudas experiencias, en el diario íntimo que le había regalado su tío Agustín. Ah, Agustín, lo veo, lo imagino bien: él partió hacia estos lares mucho antes que yo. Agustín fue justamente quien persuadió a su hermana, es decir su señora madre, de que usted, para curarse con más ganas o fuerzas, debía cultivar una ocupación placentera. Y qué mejor para eso que la literatura, la poesía, las novelas… Él me conocía desde hacía tiempo, como muchos otros en ese pueblecito de la sierra donde, tal vez por obra del azar, coincidimos usted y yo. “Ahí va el profesor Fermín Savater”, bisbiseaban los parroquianos. “El que ha escrito esa novela tan emotiva sobre un niño huérfano”, suspiraba la dueña de la posada Los Aromos. Yo había ido a vivir a esa comarca casi bucólica, perdida entre los cerros, cuando quedé viudo. Necesitaba estar solo, retirado, y dedicar los últimos años de mi vida a escribir mis libros, mis poemas, lo que me dictara la imaginación. Pero un día vino a alterar mi sosiego Agustín, procurando convencerme de que cumpliera con una obra de grata benevolencia: darle clases a esa joven criatura doliente que era usted. Yo me resistí, se lo confieso amiga Ema. No quería que nada me apartara de mi disciplina de trabajo y del restante tiempo concedido a mi vida. Yo era ya un veterano escritor, un hombre más que maduro, un cincuentón digamos. Y no estaba dispuesto a sacrificar mi aislamiento por una niña que más bien precisaba alternar con gente joven. Creo que nunca le conté, señorita Ema, todo esto que murmuro ahora. Y no sé siquiera si mis murmullos llegarán a destino o se disolverán con los vientos del ancho espacio. Pero sigamos. Un día Agustín, que tenía sus mañas de viejo zorro, me pidió que lo llevara a conocer los senderos secretos de la sierra, y yo, que no era inmune a ese paisaje delicioso, tomé mi sombrero y mi bastón y salí con él. Y al cabo de largo trecho de seguir el camino que caracoleaba entre los cerros, nos detuvimos para avistar hacia atrás, hacia abajo, y él, con fingida inocencia –eso lo supe después- , me mostró una casona con una opulenta arboleda, y allí, sentada en un sillón de jardín, había una grácil joven de largo vestido blanco y breve capelina, que leía ensimismada y a la par prodigaba anotaciones. Tal como hacía yo en mi remota juventud, pensé. Al rato la joven levantó apenas la vista y pude advertir, a pesar de la distancia, pero sobre todo gracias a mis gafas que me trazaban con exactitud el mundo, pude advertir, sí, que la joven tenía los ojos brillosos, húmedos, como al filo de un llanto. “Su nombre es Ema”, susurró a mi lado Agustín. “Como Madame Bovary”, repliqué yo con ligereza. “Y como ella, más que ella, ama las novelas –agregó Agustín- . Quién sabe si esta pasión no será el germen de una nueva Charlotte Brontë.” “O de una segunda Eduarda Mansilla”, auguré yo. “¡O de Emma de La Barra, la de Stella!”, exclamó entusiasta Agustín. Y esa imagen, esa escena entrevista en la lejanía, bastó para dejarme pensativo. No hay nada más eficaz que mostrar al personaje y volver palpables sus conflictos para persuadir al oyente o lector, eso bien lo sabía yo. La cuestión fue que a los pocos días Agustín llamó a mi puerta y me dijo con apremiante decisión: “Nos esperan, la madre de Ema y Ema misma”. Yo traté de eludir esa súbita cita, pero el reclamo de mi amigo no me concedió escapatoria. Lo siguiente, señorita Ema, lo conoce usted muy bien: la amabilidad con que me acogió su señora madre, ya alertada por su hermano Agustín, y la alegría, sí, la alegría manifiesta en la sonrisa y en los ojos ávidos de mi futura discípula. ¿Me oye usted, señorita Ema, llegan hasta allí los sutiles murmullos? Pero sospecho que usted, antes que seguir adelante con su propia historia, estará deseosa de conocer cómo fue mi partida, mi alejamiento, mi vuelo postrero. Hacía mucho que yo me preparaba para este momento o pasaje, aunque usted creía que no iba a ocurrirme nunca. Incluso yo sentía cierta curiosidad, la misma que me acomete cuando voy a escribir una novela: entrar en lo desconocido, indagar, llenarme del mundo que he de transmitir al lector. (Qué disfrute esta etapa de la creación, cuando, a la par de la búsqueda, van emergiendo los personajes, la trama, los episodios…) Caramba, intuyo que me estoy yendo por las ramas, o, mejor, por las nubes, para no decirlo de un modo tan trillado. Usted sabe que ésa fue siempre una de mis preocupaciones: evitar los lugares comunes, las frases hechas. Ya volveremos sobre esto para no quebrar la continuidad del relato. Retomemos, pues, el momento de mi partida. Fue así. Yo bajaba por el sendero que iba serpenteando desde las cumbres hasta mi solitaria casa, tal como hacía todas las tardes al cabo de nuestra clase vespertina, y de repente hubo algo, un mareo, un tropiezo, un resbalón, no sé, y bruscamente mi cuerpo dejó de latir, la sangre detuvo su corriente, mi cabeza se vació de palabras, de imágenes, y a la vez sentí como un tirón, un desprendimiento, eso que tantas veces se ha oído contar: el alma o espíritu se aparta de la carne, del despojo inerte, y uno asciende como un globo que se suelta de su atadura o como alguien que brota desde el fondo de una piscina o desde el lecho de un río y alcanza de súbito la superficie. Ah, qué sensación maravillosa, qué desborde de libertad, o de liberación mejor dicho, sin nada que me reprimiera: ni el peso del cuerpo, ni el lastre de las vestimentas, ni ninguna otra carga terrenal, ni tampoco, escúcheme bien, las corazas tiránicas del tiempo. Nada, nada que estorbara esta experiencia alucinante de flotar por la anchura infinita. Algo similar –como sabemos por cierto usted y yo- a lo que produce el gozo de la escritura, ese vértigo que nos arrebata, como si uno se despojara del cuerpo y de los trastos superfluos de la vida. Y al punto advertí que no era yo solo el protagonista de la involuntaria proeza. Alrededor de mí, o más adelante, o atrás, por todos lados, había un tropel de almas o figuras vaporosas, que disfrutaban de idéntica sensación, como una bandada de pájaros jubilosos. Y una vez que nuestro raudo lanzamiento se aplacó, se estabilizó, como si hubiéramos arribado a una plataforma o piso, a un difuso escenario, creí oír claramente la palabra “estación”. Pensé en la estación de un tren, en un recorrido recto o sinuoso que conducía a una meta definitiva, y pensé también en las cuatro estaciones de la naturaleza que se desplazan cíclicamente y que nunca se detienen. Entonces, sin demora, quise transmitirle a usted esta primera clave o misterio, y me puse a escudriñar en derredor como si la bruma que nos envolvía fuera un muro y en él pudiera encontrar una abertura, algún conducto por donde comunicarnos. Yo tenía bien presente el pacto que habíamos trazado usted y yo (un pacto nada original, ciertamente, ya que lo vienen pergeñando desde antiguo hombres y mujeres, sobre todo amantes o correctos esposos, o madres e hijos). Según nuestro pacto, el primero de los dos que muriera se esforzaría por hallar un canal de comunicación, de modo de no interrumpir nuestro diálogo literario que llevaba casi un cuarto de siglo. Y atisbando en la compacta bruma creí descubrir algo que titilaba, una suerte de lucecita que se encendía y se opacaba como una efímera señal, y me pareció que, en efecto, había allí un orificio que podía conectar el mundo de los vivientes con mi nueva comarca. Arrimé mi boca a la hendedura y exhalé, con repetidos susurros, la palabra revelada: estación (¿lugar de espera?, me pregunté; ¿una tregua en el viaje?). Y percibí con una clarividencia rotunda que mi soplo atravesaba el orificio con la fluidez de un diminuto río, y que del otro lado brotaban los rumores de un respiro, una neta inspiración. Entonces quedé azorado, me desconcerté, hasta medio me reí, pero esta vez no de usted sino de mí mismo. Recordará sin duda, señorita Ema, que, a poco de conocernos, usted me preguntó con fresca inocencia (veo, a la par de su pregunta, sus bellos ojos atentos y su boca entreabierta, pendiente de mi respuesta iluminadora) cómo y en qué me inspiraba para escribir mis novelas. Y yo, un tanto cruelmente, lo confieso, me sonreí y eché a rodar un mordaz discurso (mi primera clase magistral, podríamos decir): “Ah, inspiración, palabra sagrada para algunos que creen que los poemas o las tramas novelísticas andan flotando en el aire o dando vueltas y que el escritor es algo así como un cazador de mariposas que tiende su red para atraparlas o respira con desmesura para dejar entrar esa sustancia mágica, especie de néctar de los dioses”. Y como un sabio patriarca me explayé obcecadamente sobre las palabras trilladas, los clichés, los lugares comunes, las frases hechas. “La inspiración –alegué- es uno de esos vocablos y conceptos harto gastados por el uso. Los autores clásicos se valían ya de ese artificio o creencia, y terminaron por gastarlo o malgastarlo los escritores románticos. No es que sea tosca o malsonante la palabra en sí (convoca certeramente a aire, soplo, respiración) pero, de tan usada y manoseada, se ha vuelto burda como un vestido desechado por las modas. Y la literatura –no lo olvidemos- es siempre renovación, como el árbol que brota en cada primavera y nunca es igual (sus flores, sus ramas, sus retoños, se tornan diferentes).” Al cabo de mi docta exposición, me pareció –y perdóneme usted si la ofendí, señorita Ema- que sus ojos se hallaban al borde de las lágrimas, como la primera vez que la vi a la distancia. Pero la consolé con la promesa de que elaboraríamos juntos una lista de lugares comunes para preservarnos de ese deplorable vicio. Así fuimos anotando vocablos o giros como amarga ironía, horror indecible, dientes de marfil, el astro rey, la flor de la edad (“imágenes éstas tal vez novedosas al nacer –le explicaba yo- pero que, después de empleárselas hasta el hartazgo, se volvían huecas o empalagosas”). Y en corto tiempo usted misma pudo reconocerlos y “denunciármelos”, y juntos nos reíamos de algunos torpes textos o de las malas traducciones que se deleitaban en raptos de inspiración o en voluptuosas formas o en los torrentes de las pasiones.
Pronto depusimos ese meticuloso afán crítico, porque nos fuimos sumergiendo en las narraciones de Guillermo Hudson, de Jane Austen, de Enrique Larreta, de Unamuno, de Mark Twain, de Chéjov, hasta alcanzar las alturas de Tolstoi, Flaubert, Víctor Hugo y unos pocos más. Se acordará usted sin duda de nuestras clases peripatéticas, al modo de Aristóteles, porque paseábamos entre la arboleda y hablábamos acerca de lo leído o recitábamos los poemas predilectos (ah Rosalía de Castro, Hesíodo, Garcilaso, Sor Juana…). O nos sentábamos en la glorieta o en el jardín de invierno y examinábamos sus propios escritos, sus primeros cuentos, y usted se estremecía de temor y ansiedad (yo era o parecía un juez implacable), pendiente de mis comentarios y correcciones. Y cuando yo aprobaba sus prístinos textos, su sonrisa y sus ojos se teñían de regocijo (su corazón, imagino, latía desmedidamente) y me prodigaba sus pupilas húmedas de agradecimiento y fervor, aunque con cierta insistencia como si aunaran el sentimiento literario con un sentimiento personal. Sí, a veces sus ojos me escrutaban tan anhelantes (como esperando algo más) que yo, turbado, desviaba la mirada. No quería alentar en usted ningún equívoco, porque qué podía ofrecerle un viejo gastado, como las más gastadas palabras, a una joven tan nueva, tan rozagante, tan recién florecida. Entre nosotros dos –compréndame- mediaba un abismo de casi 40 años. Su señora madre celebraba que, desde el inicio de nuestras tertulias literarias, sus mejillas enfermizas habían ido cobrando cada vez más color y sonrojos, sin duda por los aires de estas sierras y, sobre todo –destacaba ella- , por los aires renovadores de la literatura. A menudo, compartiendo un libro, involuntariamente nuestras manos se rozaban (su fresca piel a la par de mis marchitas carnes) y me echaba atrás con pudorosa cautela. Yo había entrado hacía tiempo en la austera edad de la razón y no podía (no quería) permitirme ninguna fragilidad sentimental. Sus padres, por cierto, confiaban en mi sensatez y equilibrio de viejo profesor y aguardaban –vanamente, lo sé, a lo largo de estos 20 años- que los afectos de su agraciada hija se orientaran hacia el apuesto primo Eusebio o hacia el distinguido caballero Sandoval que visitaba asiduamente la casona, o hacia algún otro joven de esplendoroso futuro. Ahora que la lejanía se ha interpuesto irreversiblemente entre nosotros, puedo confesarle a usted estos continuos batallares entre el corazón y la prudencia. Las bellas artes literarias despiertan a menudo una corriente de emoción y apasionamiento inextricable. Y usted y yo vivíamos, si me permite decirlo así, el uno para el otro, por obra del espejismo de los libros. Hubo ocasiones, lo reconozco, en que pensé en abandonar mi papel de preceptor con cualquier pretexto porque no quería que nuestra relación se impregnara del deslumbramiento que emanaba de las lecturas. Pero deseché enseguida esta idea y nunca falté a nuestra cita cotidiana, pues temía que mi defección actuara negativamente sobre su salud. Entonces me esforzaba por deponer las efusiones y mirarla con ojos de padre, como si usted pudiera ser la hija que nunca tuve.
Dejemos de una vez el terreno de las confidencias y de las melancolías y regresemos a mi novedoso ámbito, a esta extraña geografía nebulosa. Pero, en verdad, no es mucho lo que me resta para contarle: una vez que descubrí la existencia del diminuto canal de comunicación, noté que el tropel jubiloso de ánimas se había escabullido, quizás en busca de la siguiente estación, y que yo había quedado solo en ese espacio infinito, aunque con la euforia de mi descubrimiento. De modo que no me importó, no me inquieté mayormente, en esta comarca simple y llana, sin rodeos ni laberintos. No era difícil encontrar el camino, en realidad todo es un ancho camino uniforme, y seguramente ya toparía con otros contingentes de almas. Claro que mi secreto deseo era –se lo confieso- hallar a mis pares, a los admirables escritores, tanto los del pasado remoto como los que conocí en vida. Y a pesar de que no he visto a ninguno de ellos ni sé bien dónde están, me consuela pensar que en estos parajes hay señales de vida. ¿Señales de vida: podré decirlo así? ¿Es ésta acaso una remozada vida, una vida singular? Como verá, amiga Ema, no conozco casi nada aún sobre este mundo neblinoso, ni siquiera sé si alguien tendrá la cortesía de venir a recibirnos o saludarnos, o si tendremos que arreglarnos solos como náufragos que arriban a una isla desierta.
Ante este escuálido panorama, comprenderá usted, señorita Ema, la importancia de haber hallado la palabra clave que le revelé: la estación. Pero seguiremos comunicándonos de continuo para que mis palabras y los sucesivos descubrimientos puedan inspirarla en sus escritos. Sí, sin duda ya he aprendido, y con genuina humildad, que los murmullos que le transmito llegan a usted gracias al milagro de la inspiración. Mis generalizaciones o certezas con respecto a los lugares comunes no han sido todas acertadas. La inspiración no parece ser un burdo invento metafórico como yo creía –ah, mi soberbia de veterano escritor- sino una verdad irrebatible, palpable, algo tan eterno como el agua o el aire. Discúlpeme usted, mi querida Ema (¿puedo decirle así, tan abiertamente, “querida”, en esta comarca sin tiempo donde se ha desvanecido mi turbia vejez?), discúlpeme las livianas burlas que en el pasado enarbolé contra esa ineludible palabra. Tal vez haya que admitir que quienes escriben o crean reciben así sus expresiones o bosquejos, gozosamente, casi mágicamente. Inspire usted con ansias, mi querida Ema, estas exhalaciones que le envío, esta suerte de etéreos besos -¿me permite aquí tales atrevimientos?- para llenarse con ellos (como la tierra que acoge las semillas) y para que yo sienta que penetro sus zonas más íntimas a través de todos sus poros. Aquello que no pudo ser en vida –por culpa de las tiranías o trampas del tiempo- podrá, mediante las palabras viajeras, mantener nuestro lazo de amorosa amistad.