La historia podría partir del monje medieval Juan Escoto, llamado el "Doctor Sutil", quien en medio de las disputas por la aventura del Ser entre la teología y la razón compuso el acto último que determina la forma de la especie en la singularidad del individuo. Llamó a ese principio la hecceidad, lo que hay diferenciador en las cosas, su esencia palpable. Trasladado al campo del discurso, aquel principio se revela en el detalle.

Como dice James Wood, el crítico estrella del The New Yorker: en la vida, igual que en la literatura, navegamos guiándonos por las estrellas de los detalles... los usamos para concentrarnos, para fijar una impresión, para recordar;  lo determinante de su efecto, es la capacidad para atraer la abstracción hacia sí misma y darle una ráfaga de  sustancia.

Con una confesada gula de lector hedonista, Wood recorre la crónica de sus detalles preferidos en Literatura. Todo lector que se precie de tal, lleva una secreta y rapsódica lista de detalles en la memoria de sus lecturas. Si pienso, por ejemplo, en La montaña mágica, de Thomas Mann, además de los personajes y del vago movimiento de las situaciones novelescas, no puedo dejar de pensar en los cigarros María Mancini. El recuerdo excita también una función extraordinaria: la relectura. Pero no cederemos aquí a la tentación de ese juego. Solamente lo dejaremos planteado para que el lector lo haga, si así lo desea.

En ocasiones el detalle nace como un apunte, una línea en la libreta del escritor. Cuando se formula de esa manera, la noción de género queda desplazada, sumiendo al esbozo en una especie de limbo. Si no hay género tampoco hay tema, ni siquiera cuando‑ paradójicamente‑ el escritor anota el futuro "tema para un cuento" en su imaginaria libreta. Sin embargo, la "escritura de la idea" ha dado nuevas formas y perspectivas que se inscriben íntimamente en el espacio literario, allí donde la anotación se define  por el solo encuentro entre palabra y expresión.

Hablando del asunto, Roland Barthes ha señalado que entre todos los materiales de la obra, la escritura es el único que puede dividirse sin cesar de ser total, y que por esa razón, todo fragmento desde el momento en que se escribe, está ya terminado. Una segunda tentación se levanta detrás de esta enseñanza, ahora del lado del escritor. En el gesto del que posterga, en la narrativa  fracasada en notas sueltas, puede haber una obra. Parece desde luego imposible construir una obra sobre la base de la procrastinación. Una lista de cuentos no escritos, sostenidos apenas por el débil  hilo de una línea, está muy lejos de serlo. Se trata más bien de un principio rector, una perspectiva, un deseo. Como dijo Walter Benjamin: algún día escribiremos libros como si fueran catálogos.

El año pasado la editorial "La Compañía" publicó los Cuadernos norteamericanos, de Nathaniel Hawthorne. En el prólogo a cargo de Eduardo Berti se consigna el valor de este tipo de ediciones que contienen "gérmenes de relatos". Lo indudable ‑dice Berti‑ es que la forma eminentemente fragmentaria parece ideal para un inveterado observador de las pequeñas cosas, para un autor con genuino apetito por los detalles.

El libro se puede leer como una colección de figuras ("un cañón convertido en campanas de iglesia"); como el teatro extravagante y sin dirección de una serie de sueños (Borges); como los planes de un escritor muerto hace casi ciento cincuenta años y que otros escritores pueden retomar en cualquier parte y concluirlos a su manera. Pero quizá haya una lectura que sea las más alta (y que no ha escapado a la agudeza de sus comentaristas). Se trata de leer esos textos como un conjunto de poemas.

La Poesía concebida esencialmente como defecto e impotencia del pensamiento que no se deja concretar, que necesariamente ha de decirse de otra forma, está presente en las impresiones volcadas en estos cuadernos. El estilo le confiere un grado de intensidad más poderoso que la de la mera prosa.

La tercera tentación, entonces, corresponde al ritmo y a la puntación. En la página 40 del librito de Hawthorne hay una entrada con enorme potencial para un futuro relato. La aparente levedad que caracteriza la forma verbal del modo infinitivo no impide anotarlo como poema:

Concebir una grave calamidad

Que ha de afectar a muchas personas

inadvertidas

Contemplar con calma sus efectos,

Mientras esta se sigue desarrollando.

El largo camino que esta historia propone va desde la niebla medieval al desvelo de los modernos. Como en una ilusión, nos ha hecho creer que es posible prosperar en el estilo. Cierta ingenuidad se celebra ante la palabra sin desarrollos ulteriores que la agobien con necesidades ingratas al servicio de una trama. Y sin embargo  yacen en el fondo del inmenso mar de la literatura, a la espera de su continuidad mediante nuevas apropiaciones. Por si fuera poco, pueden ser también leídas de otros modos, dentro o fuera del gabinete del escritor.

Aunque esto no sea más que un consuelo, una suerte de homenaje del vicio a la virtud se corresponde con aquello que Flaubert intuía como la vía regia del porvenir en el arte desprendido ya de la materia y del tema, o como el mismo normando escribió en la soledad de su pabellón de  Croisset: una novela sobre nada.