Denuncismo. Indignación moral. Indignaditis. Correccionismo político. Vergüenza. Odio. Discursos del odio. Fakenews. Fuego amigo. Es evidente que nos estamos acostumbrando a un nuevo lenguaje. Es el lenguaje de la pasión. O, mejor dicho, de una racionalidad astuta que disfraza su capacidad de diseminar sentidos (o sinsentidos) disfrazada de pasión. Ahora empieza a abrirse una línea de cuestionamiento a la reivindicación de los excesos pasionales o al hecho de llamar pasional a un crimen motivado por racismo, sexismo o clasismo. Pero las pasiones suelen tener su prestigio. Nos hacen aparecer como seres dotados de sensibilidad y sangre caliente, no ganados aun del todo por la frialdad de la razón calculadora, por las apelaciones a la sensatez y la moderación que se suelen hacer --a veces genuinamente, a veces de forma impostada-- desde la política. En los albores de la democracia, César Jaroslavsky, un político radical de raza y rosca, gustaba decir que la democracia era gris, que no se podía vivir de sobresalto en sobresalto. Recuerdo cuánto me indignaba escucharlo.
Hoy está de moda el tono imperativo, el Pedido Ya (te llevamos lo que querés cuando querés), reivindicar la capacidad de indignarse, están de moda la fe en lo alternativo, la negación y la pasión. Lo importante es no quedar pegados a un discurso que haga un llamado a la razón como guía de un aprendizaje, que señale un pasaje de iniciación que --en términos freudianos-- significaría ir más allá del principio de placer. Dar ese paso que convierte al niño en adulto. Pero ¿quién quiere convertirse en adulto cuando a nivel mundial estamos viviendo un tiempo sabático, una suspensión del mundo adulto “normal” que habilitó ese narcisismo infantil que estaba latente en las derechas libertarias y que ahora se disemina y contagia a todo aquel que se indigna contra el Estado de turno que no le permite ejercer su derecho inalienable a la Fiesta?
La pandemia ha diseminado por el mundo el narcisismo infantil de subjetividades desenfrenadas que, como no pueden digerir el simple hecho de que un virus sin linaje haya venido a poner límites a la vida hermosa que llevábamos hasta ahora, caen en los brazos de la negación. Y como chicos grandes, bailan en la cubierta del Titanic.
Alguien me dirá que lo estoy mezclando todo, derecha e izquierda, Freud y Marx, libertarios y libertinos, narcisistas de manual y consumidores compulsivos, gente que sufre y fiesteros. Lo admito: puede ser. Pero resulta que el nuevo lenguaje de las pasiones sin freno que nos impregna día a día en los medios, las redes y las conversaciones de la vida cotidiana, nos arroja al abismo de la mezcla y el flujo incesante del slogan, del tweet y el chiste iconoclasta. Es muy difícil navegar en aguas de semejante revoltijo. Algo se quebró o se está quebrando en el orden del discurso. Y decir que hay que dar la batalla cultural, no alcanza. Primero hay que resolver el lenguaje con el cual podríamos encarar esa batalla.
De estas nuevas palabras y de la confusión que las sustentan, trata el libro Indignación total (La Cebra) de Laurent de Sutter, un filósofo belga especializado en temas jurídicos. Se lo considera un filósofo “pop deleuziano”. ¿Qu’est-ce que c’est? Gilles Deleuze habló en algunas oportunidades de “pop filosofía”, pero en rigor no desarrolló una teoría o concepto al respecto; hacía más bien referencia a un discurso que rompiera amarras con el saber revelado, un más allá de la comprensión y de la interpretación, un poco de pop rebelde frente al principio de autoridad y cualquier intento de imposición por parte del saber académico. De Sutter propone una “lectura en intensidad” y una dedicación de la filosofía a temas actuales, mundanos, que circulen: menos Ser-En-Si y más Facebook, por ejemplo. En Indignación total, el objeto de análisis central es el escándalo (“nuestra adicción al escándalo”), entendido como la punta de lanza de los sentimientos de indignación, odio, ira y venganza que atraviesan el aire. “El rumor del mundo comienza a crecer, como si una multitud inmensa y hambrienta se abalanzara en su dirección”, escribe de Sutter. El escándalo --cuyo envase más preciso, de veneno en frasco chico, viene a ser el audio de whatsap-- alimenta, en su epifanía de fábula moral, la indignación total. Vergüenza total. Escándalo total. Indignación más allá de la cual no hay nada más que un infarto de miocardio.
La revelación del escándalo enciende los ánimos y enceguece (“nubla la razón”), ya no se puede pensar, obviamente porque ya no se quiere pensar. El problema es que estamos en un esquema de circulo vicioso y adictivo. Más escándalos, más denuncias de corrupción, o de envenenamiento, de me contaron que se están muriendo todos los que vacunaron. Se creó una máquina a la que hay que alimentar casi a diario porque es insaciable.
De los casos que trata de Sutter en su libro, uno muy interesante (quizás porque apela más al bando del fuego amigo que al de los odiadores psiquiátricos), es el del enfrentamiento de Donald Trump con el conductor Stephen Colbert, quien había reemplazado a David Letterman en el más famoso late show de la televisión norteamericana en la CBS. Colbert llevó a su programa a Trump cuando era candidato a presidente y se dio cuenta de que tenía frente a sí --y a la audiencia que asistía al programa en un teatro-- el punchingball perfecto. Luego, Trump, que se sintió bastante humillado frente a las risas de los allí presentes, la emprendió contra Colbert, lo amenazó, lo culpó de todos los males como luego culparía a los periodistas; Colbert, por su parte, le agradeció haberlo hecho famoso, y así siguieron, salvo que en un momento Trump le arrojó a la cara que toda su arrogancia liberal y la de sus seguidores, no hacían más que reforzar las convicciones, el resentimiento y el fanatismo de su base. Si bien el libro se publicó antes, los hechos recientes del asalto al Capitolio serían el colofón de esta grieta entre los apasionados y enceguecidos seguidores de Trump y los arrogantes progresistas liberalesde los late shows. En ese episodio, se concentra gran parte de esa lógica extraña por la cual Donald Trump subía la apuesta de su ignorancia, su anti intelectualismo y su brutalismo día a día, minuto a minuto para reforzar su núcleo duro.
Además de recomendar la lectura de Indignación total, sobre todo porque trata de los temas que hoy nos interesan, nos importan y hasta nos obsesionan, quería subrayar que, ya desde el prólogo del libro, el autor no se coloca por afuera del fenómeno y aplica su máxima de la intensidad: acepta y confiesa que él también se indigna, que él también cae en la trampa de comentar, postear, twittear, dejar de ejercer la risa, escupir y blasfemar y estar todo el tiempo enganchado en esta especie de cadena infinita de furia y pasión.
Quizás, por ahora, el ejercicio más elemental pero sostenido sea el de no renunciar al lenguaje de la pasión, no cederlo, no entregarlo a los que disimulan lo bien que pueden hablar, si quieren, detrás de sus sonidos guturales. Pero tampoco renunciar al lenguaje intelectual, a las armas de la razón, al debate y la crítica. Tremendo ejercicio de equilibrio, casi cotidiano. Sería como aprender a hablar de nuevo. Parece mentira, pero a eso hemos llegado.