EL CUENTO POR SU AUTOR
Aunque ya jubilado, mi padre Ernesto es un gran arquitecto. De chico, en algún paseo por el centro se detenía a mostrarme, allá arriba en aquel edificio, a la derecha de esa ventana, los mascarones de faunos, náyades, monstruos o sabios, quietos en las molduras. Algunos tenían expresión seria, pero la mayoría de las caras transmitían horror, o sufrimiento.
Aún hoy, cada vez que veo alguna de esas caras pienso en los hombres y mujeres de Pompeya, alcanzados de improviso por la lava hirviente del Vesubio. Los cuerpos, como un adorno siniestro de la ciudad sepultada. Luego, me digo que no, que por los rasgos, la expresión, esas mujeres, esos viejos no murieron quemados. En realidad..., Y juego a inventar la causa de que hayan terminado así, detenidos en el hormigón de Buenos Aires.
A la licenciada en filosofía la conocí en la puerta de un bar. Yo esperaba a una amiga y ella fumaba. Debemos haber hablado unos diez o quince minutos, el tiempo que tardó en consumir dos cigarrillos. Hablamos con la sinceridad de dos desconocidos que no van a volver a verse. Se lo dije. Me respondió que ella siempre hablaba así (no estaba coqueteando), y me contó los problemas que esto le traía en la vida académica. Relató su adicción al tabaco, las pastillas y la imposibilidad de dejarlo y seguramente hablamos de otras cosas, que yo olvidé, porque pasó el tiempo y porque durante gran parte de la conversación me distraje en la profundidad de su mirada.
Después de tirar al piso la segunda colilla, me saludó simpática y entró al bar: en ese momento llegó mi amiga. Hacía mucho que no nos veíamos, así que nos saludamos efusivos y durante unos minutos nos quedamos ahí, de pie, en la puerta. Luego entramos y elegimos una mesa. Quizás con la excusa de ir al baño, me levanté y recorrí el bar, que tenía varios salones. En ninguno encontré a la chica. Desapareció de la misma manera misteriosa en la que había llegado. No conocí su nombre, no llegué a preguntárselo, pero en el momento en que la buscaba entre las mesas me di cuenta de que no iba a olvidarla jamás.
Invento esto, un padre arquitecto, paseos por el microcentro, el recuerdo de Pompeya, la amiga, así como inventé un personaje (Santiago Prieto), acostumbrado a que no me crean cuando digo que la historia de la mujer tatuada, tal vez Eugenia, me pasó hace algunos años, fue rigurosamente cierta.
LAS CARAS DEL EDIFICIO
Antes, ahí, sobre la puerta de esa casa, no había nada. Nada o en realidad una moldura, las hojas rígidas de una columna corintia. Santiago Prieto recorre esas cuadras varias veces a la semana, del subte al diario, del diario al subte, siempre por la misma mano, la derecha si se la piensa en el sentido de los autos. Estaba seguro: sobre la puerta de esa casa no había nada. Aunque ahora, y la está viendo, haya aparecido la cara. Una máscara de cemento, quieta y decorativa. Impávida, sufriente, la expresión rígida a pesar de los rasgos suaves. La boca apenas delineada, las cejas angostas y sutiles.
Como las otras.
Se acuerda, la primera vez que las vio. Sentado en el escalón de aquella casa, para poder observar los detalles de las molduras del edificio en la vereda de enfrente. La chica, que se sentó junto a él.
—¿Vos también te diste cuenta?
Para quedarse callada, mirando adelante, como si nunca le hubiera hablado.
—Disculpá, ¿me dijiste algo?
—Si también te diste cuenta.
—¿De las caras?
—De la última. La que ahora está, que antes no estaba.
Y recién al darse vuelta, al mirarla de frente (porque hasta ahora, por pudor, sólo la había visto de reojo), descubrió no sólo el tatuaje que nacía en algún lugar oculto del escote, o más abajo, y subía acariciándole la piel del cuello hasta casi detrás de la oreja: una enredadera brillante; sino la armonía de los rasgos, los ojos negros, la sonrisa súbita, eso que llamamos belleza. Y tuvo la sensación de conocerla, de haberla visto en algún sueño largo, difuso al despertar, recóndito en la memoria.
Un rato más tarde, en la mesa del bar de la esquina bajo la mirada atenta de las caras de cemento, ella pidió un vermouth, un aperitivo que creía él sólo pedían algunos viejos, y le contó de su problema para dejar de fumar: desde hacía tres años tomaba pastillas pero nada pasaba y en el prospecto aparecía bien claro el peligro de consumirlas durante más de dos meses. Comprobó las palabras de la chica en el aliento a menta ácida y la necesidad, irrefrenable, cada diez o quince minutos, de pedir disculpas, salir del bar y desde el otro lado de la ventana sonreírle con un cigarrillo entre los dedos. Fue descubriendo, en la mirada risueña, los golpecitos del otro lado del vidrio, pequeños rasgos, indicios de acercamiento.
Un año atrás ella había terminado la carrera de filosofía. Pese a haber pasado por varios grupos de estudio, no encontraba su lugar. Dijo, no le gustaba la obsecuencia, le daban asco el amiguismo, los protocolos del poder. Aunque sabía que vivir en sociedad implicaba una alta dosis de hipocresía, no soportaba ocultar lo que pensaba detrás de una sonrisa falsa. Si uno dijera todo lo que pensara sobre el resto del mundo nadie le volvería a hablar.
—Nos educan sin prepararnos para la sinceridad —dijo.
Pese a todas esas palabras, había algo, pensó él, que ella no decía: uno nunca dice todo pero, le pareció, ese algo era muy significativo. Tuvo la sensación de que la chica cubría con frases un pensamiento que la atormentaba.
Fue después de que él le preguntara si siempre hacía esto de sentarse junto a alguien, decir cualquier cosa e irse a un bar, que ella le dijo que no, que nunca antes había visto a una persona tan concentrada en la expresión de las caras de ese edificio. Hablaron de nimiedades: si bien inusual, esto no era otra cosa que una cita.
Él también pidió un vermouth, para no ser menos, la ocurrencia le pareció divertida, y por acompañarla: no quería que se sintiera sola. Aunque luego (por la decisión con la que ella le habló al mozo antes de que el decidiera), le pareció una preocupación infundada.
Sólo cuando distraída miraba por la ventana, o se reía y cerraba los ojos, echada hacia atrás en la silla, él le miraba el tatuaje, tratando de imaginar el recorrido, de saber dónde nacía la planta que lo enredaba.
Recién después de que terminaran el segundo de los tres aperitivos de esa tarde, repitieron cinzano y campari con naranja, ella le empezó a contar, sin que él le preguntara (al principio se desorientó incluso), la historia de su abuelo. Su abuelo y las caras.
Arquitecto, había dirigido la construcción de uno de esos edificios, el primero, el gris, el de la esquina.
—Ése —y señaló por la ventana, el que ahora tenía tres caras.
Y luego un día, ella tendría nueve o diez años, su abuelo le contó que ni en los bocetos, ni en el plano final, aparecían esas caras. El hombre había seguido de cerca el avance de la obra y estaba convencido: ninguno de los albañiles las había hecho. Le prometió a su nieta que, algún sábado o domingo, irían a verlas juntos.
Pero poco después, su abuelo había muerto. Y cuando Eugenia, así dijo que se llamaba aunque tal vez estuviera mintiendo, le pidió a su padre que la acompañara a ver el edificio de las máscaras, el hombre no supo de qué le hablaba. “El que hizo el abuelo”, tuvo que insistir para que su padre entendiera. A los pocos días, fueron. Y más o menos desde donde ellos estaban sentados ahora, sólo que en la vereda, fuera del bar, del otro lado de la ventana, su padre dijo: qué raro, de chico vine cantidad de veces a ver el edificio, pero no me acordaba de que tuviera esas máscaras. Y al llegar a la casa le contó de las caras grisáceas a su esposa, soportando la mirada irónica de la mujer que con una sonrisa suave evidenció en silencio que no lo había tomado en serio.
A pesar de la edad que tenía al escuchar a su abuelo, del tiempo transcurrido, Eugenia recordaba cada frase. El viejo, que moriría sólo unas semanas después de esta aparente confesión, le había dicho: en Buenos Aires hay personas que de pronto pierden las ganas de vivir. Sólo transcurren esperando la muerte. Esas personas, recordaba ella que había dicho su abuelo, empiezan por quejarse de cualquier cosa, nada les viene bien, todo les molesta; evitan a la gente, se abandonan. Tirados en una cama se vuelven opacos. Dormitan, a la espera de algún sueño que los saque del sopor.
“Buenos Aires está endemoniada”, repetía el abuelo sin tono de sentencia.
En el momento en que alguien deja de querer vivir, se entrega. Decía el hombre: la ciudad lo percibe. Es su victoria y una nueva cara se modela en el cemento.
—Fijate que ninguna sonríe —y terminó de un trago el resto de cinzano.
A lo largo de su vida, ella había ido verificando la idea de su abuelo. Con la mirada atenta a dos metros del piso había descubierto, en muchos edificios de la ciudad, en barrios diferentes, alejados por cuadras y cuadras, caras que antes no estaban, caras de yeso, argamasa o cemento, no lo sabía. Sin embargo, aunque le hubiera encantado, dijo, nunca había podido ver el momento de la aparición. Pensaba, surgían durante la noche, o en una fracción de tiempo tan menor, desapercibida por el ojo humano.
—¿En qué estás pensando?
—En si el tatuaje que tenés en el pecho tiene algo que ver con toda esta historia.
Ella no le respondió, pero dos horas más tarde, en la penumbra roja de un hotel con olor a limón, se sacó la blusa, el corpiño, y dejó que la enredadera brillara desnuda. Nacía en el ombligo, bordeaba el pezón izquierdo, subía por el medio del pecho, le acariciaba el cuello y terminaba, en una hoja más brillante que las otras, debajo de la oreja.
Y sin embargo, no le pareció en ese momento que fuera la belleza lo destacable de esa mujer sin ropa, acostada frente a él. Pensó: aunque hermosa había algo en el cuerpo desnudo, no supo cómo definirlo, algo que parecía extraño a todo lo demás, una especie de fuerza que lo hacía sentirse protegido.
Silenciosa, se dejó hacer. Salvo por algún gemido aislado no habló, concentrada quizás en el ir y venir de su respiración, en las manchas de humedad del techo, lo que hizo que él, más de una vez, se detuviera, transpirado e inquieto, para preguntarle si estaba bien, si eso le gustaba o prefería otra cosa.
La respuesta, repetida, fue un sí tímido, apagado y ambiguo, que hizo que él, incómodo, le preguntara a qué se refería. A pesar de la insistencia, no obtuvo más que una sonrisa dulce, un vos no te preocupes.
Ella terminaba de vestirse cuando él le pidió un teléfono, su apellido, algo más que ese “Eugenia” breve, ahora que su fantasía de acostarse con un desconocido se había concretado.
—¿No te parece más mágico que sea así, que nos volvamos a ver, cualquier día, frente a las caras?
A pesar de la insistencia, de las ocurrentes bromas, no logró doblegar su decisión. Se despidieron con un beso y tras dos cuadras de caminar en silencio, Santiago Prieto se preguntó por qué no la había seguido.
No la volvió a ver. Conoció a otras mujeres. Se acostó con ellas, intentando sin lograrlo recuperar las sensaciones de aquella tarde. Sintiendo cada vez que la próxima sería mejor. Frustrado apenas quitarse la ropa, con el convencimiento de que lo que buscaba no era un rasgo físico, ni un estado de ánimo. Descubriendo, a su pesar, que los recuerdos no vuelven: el tiempo los esmerila.
Se repitió en mujeres tatuadas, estudiantes de filosofía, depresivas, pero en ninguna encontró el brillo de Eugenia.
Y durante meses, frente a las caras de los edificios, se acordó del tatuaje, pensando en el abuelo, la ciudad, los demonios, sin prestarle atención a los inusuales rasgos del cemento, a los gritos silenciosos y sufrientes, sino esperando, concentrado, la sorpresa (oír de nuevo la voz, la pregunta, te diste cuenta, ahora está, antes no estaba), hasta reconocer, recién nomás, sobre la amplia puerta de madera de esa casa cotidiana, la cara rígida, blanca y luminosa; debajo del cuello, prolija, la enredadera de cemento.