Eran los años 80. Yo estaba cerca de cumplir los 10 años, mis primeros 10 años. Si hay algo que los marcó y me sigue marcando hasta el día de hoy es el impulso profundo de una curiosidad interminable.
Para ese entonces vivíamos en un pueblo llamado Sarmiento, ubicado a 120 kilómetros de la ciudad de Comodoro Rivadavia en el Chubut. Es un lugar con muy poca población y rodeado de muchas chacras, campos y ríos. Mi padre era un médico muy conocido en el pueblo que, junto con mi madre, ambos porteños, habían decidido irse de la capital para armarse un futuro y también para alejarse. Calculo que era alejarse un poco de todo y armar esta familia que somos ahora.
La capital era para mi y mis hermanos la gran ciudad, llena de luces y de todo por hacer. Un lugar infinito, interminable. La ciudad que te podía dar todo lo que quisieras. Solíamos venir para vacacionar en la casa de mi abuela materna llamada Alodia junto al abuelo Nazar, quienes tenían en la calle Gurruchaga entre Loyola y Castillo una empresa familiar de trapos, llamada "La Trapería".
Habíamos viajado dos mil kilómetros por la ruta 3 para llegar. Éramos cinco en un auto. Mis dos hermanos, mi mamá y mi papá. El que manejó todo el recorrido era mi papá. El viaje era muy largo. Muy pero muy largo, pero supongo que entre las peleas con mis hermanos, un poco de música de la radio y alguna que otra siesta, se nos pasaba. Habría que preguntarles a mis viejos cómo lo vivían ellos. Seguro que entre mates, risas, alguna cosa para picotear y por qué no alguna discusión.
Tengo un poco borrosos los días en Buenos Aires. Creo que de alguna forma se me hacían todos los días iguales. Hasta que llegó un día en particular. No me acuerdo qué día de la semana fue, pero sí del clima que se vivió. Me acuerdo que nos alistamos para hacer una salida familiar. Ese tipo de salidas que eran todo un evento. Peleándonos con mis hermanos para ver quien se bañaba primero, la incertidumbre de qué es lo que vamos hacer, en fin, toda ese momento de preparación previa.
Mi mamá nos vestía a mis hermanos y a mí con la misma ropa. Era común en la época. Teníamos todos el mismo buzo Adidas. El mío recuerdo que era color burdeos. Un dato de color.
Ya en el auto, andando en dirección al centro, se respiraba la ansiedad esa que tenes cuando sos chico, cuando te estás aproximando a algo desconocido, cuando está por empezar la aventura. Efectivamente íbamos a ir al cine. A literalmente vivir una aventura. Nada mas y nada menos que una película de ciencia ficción a pura adrenalina y aventura: Flash Gordon. Una película dirigida por Mike Hodges.
A partir de ahí ya nada volvió a ser lo mismo. Tengo grabados los colores de esa pantalla 180 grados, todo rojo, todo dorado, todo brillante. Estaba fascinado. Las sensación era estar duro y congelado en la butaca. No me podía mover ni sacar los ojos de la pantalla. Algo le estaba pasando a ese niño de diez años.
Los personajes me hicieron parte de la película, parte de la trama. Yo estaba ahí. Eran mis compañeros, estábamos todos con la misma misión. Yo quería con todas mis fuerzas que nuestra misión fuera un éxito. Estaba actuando con ellos, era parte del elenco. También era mi película.
Algo que no me puedo borrar. Es cuando casi al final de la película van a enfrentarse al villano. Flash Gordon va con su nave, tampoco me acuerdo los detalles, pero va volando en la nave con sus aliados que eran hombres y mujeres con alas. Alas increíbles. Y en ese momento empieza a sonar a todo lo que daban los parlantes la canción de Queen. Una sensación y experiencia que quedó grabada a fuego de manera instantánea en mi cerebro.
Se escucha: "Flash Gordon approaching"... Eso no me lo puedo olvidar. Hasta el día de hoy esa frase me resuena y me estremece acordarme de la música a todo volumen. Claramente el cine estaba cumpliendo su función. Estaba logrando meterse en mi cabeza y en mi corazón. Estaba enamorando a un niño de la posibilidad de que la magia exista. Eso que yo veía ahí era verdad. Estaba sucediendo.
Ese niño se estaba dando cuenta que quería jugar ese juego. Quería estar en esa pantalla grande, quería tener su propia misión.
Edgardo Castro nació́ en Buenos Aires en 1970. Se ha desempeñado como director, actor y artista visual. Trabajó en cine como actor junto a Martín Rejtman, Mariano Llinás, Diego Lerman, Albertina Carri, Paula Hernández, Alejo Moguillansky, Nicanor Loreti, Jose Luis Torre Leiva, entre otros. Como director, productor, actor sus películas La Noche (2016), Familia (2019), Las Ranas (2020) recibieron reconocimiento y premios de distintos festivales tanto nacionales como internacionales. Es integrante fundador del Grupo KRAPP de danza-teatro, surgido en el año 2000. En 2018 la editorial Planeta publicó su libro Como en la noche inspirado en su ópera prima. Desde 2012 forma actores en actuación frente a cámara. IG: edgar_castro_cine.