El lugar es Botoșani, en Rumania. El año: 1981. La figura de Nicolae Ceaușescu como santo patrón del régimen comunista –en el rol de secretario general del partido, primero, y a partir de 1967 también como presidente del país– ha atravesado más de tres lustros. La Securitate, la temida policía secreta, está tras los pasos de un agitador que anda escribiendo ideas incendiarias en los muros de la ciudad con un pedazo de tiza blanca. Los agentes suponen que se trata de un hombre entrenado en la contrainteligencia reaccionaria, pero la realidad no podría ser más distinta: Mugur Călinescu es un estudiante de dieciséis años que, luego de escuchar una serie de transmisiones de la emisora radial Europe Libre, decidió mover un poco el avispero con consignas acerca de la falta de alimentos o la nueva jerarquía de los sindicatos en la vecina Polonia. Una vez descubierta la identidad del elemento peligroso, el aparato de inteligencia se pone en funcionamiento para espiar, quebrar y reeducar al joven díscolo. Diagnosticado con leucemia dos años más tarde, Călinescu falleció por esa causa en 1985. Las sospechas de que había sido irradiado secretamente para provocar la enfermedad nunca desaparecieron.
El caso real, virtualmente olvidado en la historia rumana reciente, es recuperado por el realizador Radu Jude en su película Mayúscula imprenta, exhibida hace algunos meses en el DocBuenosAires y, desde ayer, disponible en la plataforma Mubi como Uppercase Print (ver crítica aparte). Figura esencial de la renovación del cine de su país junto a directores como Cristi Puiu y Corneliu Porumboiu, el nombre de Jude es desconocido por el público en general pero ampliamente respetado y seguido por la cinefilia local, y su filmografía –tanto en el terreno de la ficción como sus documentales– se ha proyectado casi en su totalidad en festivales como el de Mar del Plata y el Bafici. Su antepenúltimo film (el más reciente, La salida de los trenes, formó parte de la reciente versión online del evento marplatense) está construido a partir de dos componente esenciales. Por un lado, una ingente cantidad de material audiovisual propagandístico de la televisión rumana, producido durante los años comunistas; por el otro, una puesta en escena con actores de los informes y testimonios del caso, tomados de los archivos de la Securitate y basados en una obra teatral de la dramaturga Gianina Cărbunariu. El resultado es un ejercicio histórico y cinematográfico apasionante, con un dejo brechtiano, que logra iluminar los resortes de la vigilancia y la represión estatales a partir de un caso tan singular como absurdo y terrible.
“Cărbunariu es una dramaturga y directora teatral muy prominente en Rumania y desde hace tiempo que dedica parte de su esfuerzo artístico a la creación de lo que ella llama teatro documental”, afirma Radu Jude en comunicación exclusiva con Página/12 desde Luxemburgo, donde se encuentra mezclando el audio de su flamante largometraje, titulado Bad Luck Banging or Loony Porn y que formará parte de la competencia oficial de la inminente Berlinale. “En Mayúscula imprenta, Cărbunariu no escribió los diálogos, que desde luego están tomados de los informes de la Securitate, la policía secreta de la República de Rumania bajo el gobierno de Ceaușescu. Con ellos realizó una suerte de collage. La obra tuvo su estreno hace unos siete años y nunca imaginé en aquel momento que podía ser el origen de una película. No es la primera vez que me embarco en un proyecto que utiliza material de archivo y también he realizado obras teatrales, así que de a poco todo eso fue cuajando hasta que la idea de Mayúscula imprenta tomó forma. Me contacté con Gianina y ahí comenzamos a trabajar juntos por un tiempo”.
Más allá de estar basada en esa obra, Jude confirma que la escenografía creada para la película no se parece en nada a la que los espectadores pudieron apreciar en la puesta original. Los actores, por otro lado, tampoco son los mismos. “Es completamente diferente. Lo interesante es que la puesta de Gianina era, de alguna manera, más cinemática, y mi idea fue tratar de experimentar con lo teatral y llevarlo al extremo, de una manera minimalista”, detalla antes de meterse con un tema complejo, casi tabú: el teatro en el cine. “Tal vez haya algo perverso, pero estaba la idea de filmar lo teatral. Y ahí hay algo interesante, porque uno de los insultos más fuertes que se le pueden decir a un cineasta es que lo que hizo no es una película sino teatro filmado. Es algo vergonzoso. Y así fue como me propuse llevarlo al nivel más bajo (risas). El haber hecho teatro en tiempos recientes fue algo liberador, porque creo que las convenciones te permiten una mayor libertad. Si uno va al teatro puede ver las luces o los micrófonos o el maquillaje de los actores y no hay problema alguno. En las películas es más complicado: si se ve una luz el espectador grita ‘eso es inaceptable’. A veces es bueno recordar que se puede jugar con esas convenciones, cuestionarlas”.
-El material de archivo complementa y muchas veces discute las secuencias “teatrales”. ¿Fue difícil acceder a todo ese material, que incluye no sólo segmentos exhibidos públicamente sino también pruebas de cámara? Es el caso del fragmento que inicia Mayúscula imprenta, con un trío de conductores esperando la señal para comenzar a leer una oda al conductor del país.
-Supongo que la idea conceptual de cruzar ambos elementos viene de experimentar con el montaje, de intentar llevarlo más allá de las ideas de Eisenstein de crear yuxtaposiciones dialécticas y crear nuevas ideas. Esa fue una de las cuestiones más importantes a la hora de pensar la película. La idea era entrecruzar dos historias: la historia secreta de Călinescu y la historia pública del país, por llamarla de alguna manera. La idea de usar el archivo de la televisión pública rumana tiene que ver con el hecho de que son las imágenes más controladas de esa era. La búsqueda del material fue bastante caótica porque las imágenes no están bien indexadas ni conservadas, por lo que nunca sabíamos con qué nos íbamos a encontrar. Buscamos por meses y meses y comenzamos a plantear un orden cronológico, sabiendo que queríamos imágenes del mismo período de la historia del muchacho. Durante el montaje fue un proceso de prueba y error, además del criterio cronológico.
-Es decir que el guion final de la película fue, de alguna manera, escrito durante el montaje.
-Hay algo que a los directores de cine no les interesa afirmar y es la utilización del caos, del azar. Usualmente, a los cineastas les gusta decir que todo estuvo controlado y planeado, pero creo que una de las lecciones de las vanguardias de los años 20 y 30 es que el caos, lo azaroso, también pueden ser parte de la composición de una obra. La primera escena del film es algo que hallamos casualmente en el final de un tape Betacam, un desecho de una grabación. Decidimos utilizarlo como apertura porque, de alguna manera, muestra el mecanismo de construcción de esas imágenes de propaganda. Eso y la superficialidad y la falsedad de esas imágenes. Al mismo tiempo, me aterra el vacío de esos silencios, de esos ojos vacíos. Es una excelente metáfora del miedo político.
-¿Por qué decidió utilizar una pequeña historia como la del joven Mugur Călinescu para narrar la Historia con mayúscula de toda una época?
-Es difícil describir toda una era, con sus fenómenos políticos y sociales, de manera completa. Lo interesante de estas historias políticas –y eso es algo que hablamos mucho con Gianina Cărbunariu– es el hecho de que hay un componente de clase social presente. Este chico, además de ser muy joven, era de un área pobre y de familia trabajadora, y nadie contó su historia. Los casos de resistencia conocidos suelen ser protagonizados por intelectuales. A fin de cuentas, ellos eran los que tenían las herramientas para contar esas historias. Pero para un chico como Mugur… la gente a su alrededor no escribía libros ni eran periodistas o historiadores. Hay algo interesante: muchos revolucionarios “resistieron” la dictadura al no hacer todo lo que les pedían que hicieran. Leían a Shakespeare o a Flaubert como un acto de resistencia cultural. Es algo que entiendo, pero para mí un acto de resistencia real fue el de este muchacho, que salía por las noches a escribir consignas en contra del gobierno.
-Es notable como la película, a medida que avanza, muestra como todo un aparato gigantesco puede ponerse en funcionamiento para atrapar y vencer a un joven revoltoso. Es algo del orden de lo absurdo y, por ello, aún más terrorífico.
-No quiero caer en el lugar común, pero es algo kafkiano. Una burocracia gigantesca. Un amigo especializado en religiones orientales me dijo que la belleza del caso es los grafitis de este chico, escritos con tiza, podrían haber durado en las paredes, a lo sumo, unas dos semanas. Pero ahora, gracias a todo lo que pasó, ese gesto duró varias décadas. Es interesante pensar que muchos de los miembros de la policía secreta eran seguramente incompetentes. Tal vez eso no esté tan presente en la película, pero al comienzo del caso las suposiciones de la policía eran todas erróneas. Todo ese aparato de vigilancia estaba lleno de incompetencia. Por supuesto que, como individuo, podía aplastarte. En Rumania, la construcción colectiva de la Securitate es la de un grupo de personas omnipresentes conformada por agentes inteligentes y aterradores, pero estaba lleno de incompetentes.
-Hay fragmentos de archivo que no necesitan explicaciones externas y que, por sí mismos, señalan una cultura de la delación, como la secuencia de los bocinazos en la calle o el comentario en off respecto del largo del cabello de un hombre.
-Si, exacto. A riesgo de sonar un poco esnob, creo que Walter Benjamin dijo algo totalmente cierto cuando afirmó que en las fotografías viejas hay un inconsciente óptico, y que las cosas que no parecían importantes para la gente que tomó la imagen en su momento son los detalles que, con el paso del tiempo, muestran algo más importante sobre esa época y esa sociedad. Es lo notable del material de archivo: visto hoy, revela cosas que ni los directores, guionistas o camarógrafos notaron en su momento. No sólo detalles de la imagen sino también del texto, de las palabras.
-En sus últimas películas se evidencia un interés por el pasado, pero siempre atado de alguna manera al presente. No es casual que Mayúscula imprenta termine con un plano de una ciudad rumana en la actualidad.
Creo que no son películas sobre el pasado, justamente, sino sobre el presente. A través del pasado se aborda el presente de manera oblicua. Nunca me interesó hacer películas que transcurran en otros tiempos si no hay una conexión con el presente. En general, se trata de cuestiones que permanecen ocultas o no han sido discutidas y tienen consecuencias hoy. Son historias del pasado que no han podido cerrarse. Hoy vivimos en una época donde la vigilancia tiene otro tenor, pero pueden verse conexiones, desde luego.