Una centena de pósters franceses
“Nos hemos saciados de ver rankings de mejores canciones o discos en cuanta revista de rock venga a la cabeza, pero rara vez se presta atención a los carteles que anuncian festivales de música”, señalaban en sus orígenes las anónimas mentes detrás de Topaff, proyecto que lleva nueve años consecutivos premiando a ilustradores, diseñadores y fotógrafos detrás de los más hermosos afiches de conciertos a lo largo y ancho de Francia. “¡Las artes gráficas importan!”, aclaman sus creadores, que basan su lista de obras destacadas siguiendo ciertos criterios: originalidad, idea y significado, performance gráfica, impacto visual en cuanto a maquetación, tipografía, etcétera. “A pesar del año catastrófico que ha sido el 2020, decidimos continuar difundiendo las imágenes que han impactado en nuestras retinas. Por lo tanto, tuvimos en cuenta todos los carteles de festivales de música, incluso aquellos que se cancelaron o debieron postergarse por la pandemia”, aclaran desde las arcas de Topaff, que tradicionalmente publica sus resultados en la web Konbini. Allí han aclarado, dicho sea de paso, que han tomado en consideración a razón de 900 obras que propusieron una estética renovada el pasado año. “Aunque referenciada y con mucho trabajo detrás, la nuestra no deja de ser una opinión abierta a críticas. Lo importante es resaltar el laburo de estos creadores, aunque nuestro ranking habilite el desacuerdo, la reflexión, el debate”, han dejado asentado estos franceses con suma humildad. Para luego compartir a través de la mentada revista online y de su cuenta de Facebook (donde regularmente postean encantadores afiches de distintas partes del mundo, incluyendo una pequeña reseña de la obra de sus autores) los mejores 100 posters musiqueros del 2020 francés, comenzando por el puesto número 1, diseñado por Yoann Buffeteau para el festival pop-folk Les Embellies. Seguido de cerca por la pieza creada conjuntamente por Pierre Vanni y Joanie Lemercier para el Maintenant Festival, que se celebra hace dos décadas en Rennes; y ya, en la posición número 3 el afiche pergeñado por el colectivo Playground Paris para el evento Hello Birds, que se realiza en Normandía. Y siguen las firmas…
El single que despierta sospechas
“Los coleccionistas de vinilos están acostumbrados a dejarse unos buenos billetes cuando de codiciados discos se trata, gastando pequeñas fortunas para mantener su repertorio actualizado o para hacerse del santo grial de su colección. Pero ¿¡41 mil dólares!? Hasta ahora, el ítem más caro que habíamos vendido era el Black Album de Prince, pero acaba de ser destronado, y con diferencia…”. Así comunicaba la popular web estadounidense Discogs -que además de completísima base de datos, oficia de mercado online musiquero- el disco más caro jamás vendido en la historia de la plataforma; uno de los más caros de la historia, en general, vale decir. Si el anuncio ha llamado la atención es porque no se trata de una obra de los Beatles, ni de los Sex Pistols, ni de Michael Jackson, ni de Pink Floyd. Es, de hecho, un disco prácticamente desconocido de un músico igualmente ignoto: el DJ londinense Scaramanga Silk, que en 2008 lanzase en forma independiente veinte copias de su single Choose Your Weapon, en formato 12 pulgadas. Single que bebe del “breakbeat, electro y rave británico, influenciado por artistas como Prodigy, Drexciya, DJ Hell y Dopplereffekt”, según explica el propio inglés, presuntamente sorprendido porque alguien hubiera depositado semejante dineral para hacerse del vinilo. “Según varias versiones, el disco atrajo la atención de coleccionistas poco después de lanzarse 13 años atrás, cuando se llegó a vender vía eBay por 654 dólares. ¿Cómo ese precio se disparó a más de 40 mil verdes? Sigue siendo un misterio”, se sinceran desde Discogs, a la par que escépticos internautas arriman sus teorías. Especulan, por caso, que bien podría ser un ardid promocional del propio Scaramanga Silk, que habría pagado la altísima suma para hacerse conocido. Otros no descartan que acaso se trate de un “elaborado truco del graffitero Banksy” (sic) o de una broma de otra banda electro, conocida por sus picardías, The KLF. “Quedémonos con que es -por lo menos- sospechoso”, zanjó otro usuario, al que muchos, muchísimos, le han dado la diestra. El DJ, por lo pronto, solo agradeció al comprador y dijo estar emocionado porque alguien sienta tan colosal conexión con su obra como para depositar el estrafalario monto.
Contra el estrés: ruido plástico
Para cierta empresa juguetera de origen danés no hay nada más relajante que el sonido que hace su chiche estrella, el homónimo y muy popular bloquecito de construcción Lego, cualquiera sea la situación: al encastrarse con un coetáneo, al revolverse una reserva para dar con el ejemplar que permita el ensamble preciso, etcétera. Circunstancias que precisamente ha querido plasmar en su flamante -e inexplicable- álbum LEGO White Noise. Siguiendo la modalidad ASMR (respuesta sensorial meridiana autónoma, por sus siglas en inglés), el equipo detrás de la propuesta ha amplificado hasta el paroxismo diferentes momentos de juego en pos de crear “diversos paisajes sonoros”, experimentando “con más de diez mil bloques” en su búsqueda por dar “con pistas que tengan un efecto calmante”. Disponible para la escucha online en diferentes plataformas, desde Spotify hasta iTunes, el LP consta de siete tracks de 30 minutos cada uno, incluidos los “hitazos” It All Clicks y The Waterfall, que puede (o no) relajen al radioescucha. Después de todo, nada está escrito en materia de deseada y placentera distensión, aunque difícilmente sea zen oír cómo caen miles y miles de legos cual interminable cascada plástica, conforme quiere instalar la firma. “Es el acompañamiento de audio perfecto para conciliar el sueño, tranquilizarse, lograr el más puro relax”, remacha la compañía, que lanzó LEGO White Noise como parte de una campaña para que más y más adultos se animen a la construcción, retomen el juego de juventud, tras llevar a cabo una investigación donde tres cuartas partes de mayores consultados decían estar buscando nuevas maneras de lidiar con el estrés. Resultados a los que arribaron tras entrevistar a casi 20 mil padres/madres de países como Australia, Brasil, Canadá, Dinamarca, Francia, Alemania, México, Rumania, España, Corea del Sur, entre otros lugares, en la primera mitad del pasado año. Si montar con bloquecitos un bonsái o un ramo de flores no les es suficiente, habemus “musiquita” gratarola desde los pasados días.
El regreso de la billetera perdida
Hace 53 años, Paul Grisham se calzó su pesado equipamiento para la nieve y dijo adiós a la Antártida tras pasar poco más de un año como meteorólogo en una de las estaciones más remotas de la Tierra, puesto que le asignó la Marina de los Estados Unidos y por el que debió mudar sus petates desde la soleada California al gélido continente. Algo que, aclara ahora, no le hizo mucha gracia. De aquellos 13 meses, recuerda el arduo laburo monitoreando el clima y proporcionando informes para aviones y barcos que entregaban equipos y suministros. “Había que prepararse para el largo y negro invierno”, rememora sobre sus ajetreadas jornadas de 12 horas, y los momentos de dispersión que les seguían: jugar al póquer, al bowling, tomarse algún que otro Martini, y muy de tanto en tanto -cuando la tecnología lo permitía- charlar con Wilma, su esposa. Lo que solo recientemente ha venido a la memoria de este hombre de 93 años es que, durante su estadía en “El Hielo” (como le dice a la Antártida), se le extravió algo. La billetera, más precisamente, que acaba de recuperar sin siquiera buscarla, tras haberla perdido de vista en 1968. Fue el pasado 27 de enero cuando el hombre recibió el llamado de un extraño que lo dejó atónito: “¿Paul Grisham? Creo que encontré su billetera”, le dijo al meteorólogo jubilado un tal Bruce McKee. Su respuesta: silencio, y ya luego, en un susurro, “¿Cuáles son las chances?”. Pocas, evidentemente, pero el 30 de enero Grisham recibía por correo su accesorio de gastado cuero marrón, con todos sus contenidos intactos: su vieja licencia de conducir, su tarjeta de identificación de la Marina, instrucciones a seguir en caso de ataque atómico, dos transferencias de dinero -que ganó en partidas de póker- a la hoy difunta Wilma, una receta casera de licor, una tarjeta perforable para sus raciones de cerveza (apenas perforada, dicho sea de paso, en tanto “siempre he sido más de cocteles”)… La billetera de Grisham fue encontrada detrás de un locker en la estación McMurdo en Ross Island por un equipo que estaba realizando trabajos de demolición en 2014, y fue pasando de mano en mano hasta aterrizar en las del mentado McKee, fundador y director de Indiana Spirit of '45, una organización dedicada a ayudar a veteranos de guerra. Bruce se dispuso encontrar al dueño del objeto perdido y, tras rastrear y rastrear, dio con el nombre de Paul en un blog del Servicio Meteorológico Naval. Hizo algunos llamados y, encantado de saber que Grisham estaba vivito y coleando, le pegó el tubazo donde le notificó el hallazgo, y el resto es historia. Encantadora historia replicada a lo largo y ancho, donde un Paul exultante aprovecha para repasar los días de antaño. “Quizás lo más destacado de mi estadía en la Antártida –dice hoy día- haya sido la visita a la base del alpinista Sir Edmund Hillary, que junto al sherpa Tenzing Norgay, fueron los primeros en llegar a la cima del monte Everest”. “Vino a escalar una montaña y, por supuesto, hablamos del clima”, ofrece quien no echa de menos las terribles temperaturas de su año polar. En lo más mínimo.