EL CUENTO POR SU AUTOR

“Un montón de cosas pequeñas” es parte de un texto mayor en el que estoy trabajando. Su premisa se puede resumir así: un día el mundo se acaba y hay que volver a crearlo. Esa es una historia muy antigua y se contó mil veces: diluvios, lluvias de fuego, virus letales. Pero en ese texto estoy tratando de pensarla desde una perspectiva menos grandiosa, me interesa más el momento en que puede nacer lo nuevo que el momento de la destrucción de lo viejo. A veces basta con que alguien entienda que el mundo tal cual lo vivimos ya no va más.

El proyecto de esta novela es contar una utopía, o por lo menos, su inicio, algo que comienza con un gesto, un síntoma, una acción fuera del guión al que estamos acostumbrados. Varios personajes sienten ese “llamado” y hacen cosas así, sin explicación, como si de repente fueran capaces de salirse de lo humano y ver el mundo con los ojos de otra especie. Porque para quien sabe sentirlo, el mundo está lleno de ritmo: las estaciones, los animales, las plantas, los planetas, y, por supuesto, los dioses tienen sus propios ritmos, que desconocemos. Para contar de verdad la historia del mundo, habría que poder contar todos esos ritmos, no solo el humano. “Un montón de cosas pequeñas” es una de las historias que escribí con esa ambición.


UN MONTÓN DE COSAS PEQUEÑAS

El hombre sabía muchas cosas, pero lo más importante era que sabía salvar vidas. Una vez, cerca de la cima de un monte hizo un fuego. Era el único del grupo que sabía cómo hacerlo. Los otros —dos hombres, una mujer y un perro— siempre habían tenido alguien que lo hiciera por ellos: aparatos, herramientas, gente. El hombre no. El hombre había sido niño y lo recordaba. Recordaba su mano buscando piedras y peces en el arroyo, el fulgor del cardenal que todas las tardes se posaba en el alambrado, el aroma del alcanfor que había detrás de la casa. A los seis años ya entendía la diferencia entre un pasto simple, que cumple con su tarea de sostenerse, acomodarse al suelo y vivificarlo y una maleza que se estira, conquista y prolifera porque sí.

Ese niño que él había sido sabía hacer un fuego. Lo había aprendido de su padre. No porque el padre se lo enseñara sino porque él se había entrenado en mirar. Mirar es algo muy difícil para los humanos, pero este ya de niño lo hacía bien. Primero, salían al campo y juntaban hojas muertas. No eran todas iguales. Las alargadas y veteadas que habían sido parte de los eucaliptos eran las mejores. Morían de a millones y ardían bien. Había que elegir las que estaban secas, las que ya no tenían huellas de rocío porque habían volado hasta las zonas abiertas que habitan los pastos y las cortaderas, donde el sol de la mañana las había alcanzado sin una sombra de por medio. Las ramitas también servían y las agujas de los pinos y las casuarinas, incluso las semillas y las piñas harían bien algo grande, algo mayor, algo que podía dar vida o muerte. Solo un montón de cosas pequeñas pueden crear algo grande y el niño lo sabía y ponía especial cuidado en esa etapa de recolección. Después había que acomodar las ramas y las hojas de tal modo que pudieran recibir a los leños más gruesos y a los troncos espléndidos, anaranjados, amarillos, grises o perlados que solos no hubieran podido nunca hacer un fuego. La disposición de cada pieza de madera debía contemplar el pasaje del aire, la corriente secreta de la que nacerían las llamas. Lo mejor era disponer la leña en forma de triángulo, como dos manos enlazadas con un hueco en el medio, el hueco donde todo comienza.

Esa tarde en la montaña, nadie tenía un fósforo o un encendedor porque nadie pensaba que la caminata fuera tan larga como para que llegara la noche. Pero se habían perdido. La temperatura había ido bajando y había empezado a lloviznar, sin señales previas, como venía ocurriendo en todo el mundo: de repente, la lluvia, la nieve, el huracán, la ola de calor fuera del calendario. El hombre tenía entonces treinta y dos años y ya no vivía con su padre pero el niño que había sido también había aprendido a hacer un nido de yesca, lo había hecho muchas veces en el campo, tardes enteras probando y fallando porque sí, porque no quería volver a la casa. Un nido era más difícil de crear que el esqueleto de una hoguera, había que mirar mejor, leer lo seco en cada pedazo de pasto, de corteza, de hebra que había sido planta. En este caso, además, había que ganarle a la lluvia. Juntar rápido todo lo que sirviera.

Piedras había muchas, pero había que elegir aquella que tuviera suficiente sílex para hacer chispas. Eso él no lo sabía pero sí sabía mirar y si uno miraba bien, las piedras hablaban, mostraban en sus lomos vetas preciosas de luz, que seguro reaccionarían a la hoja de un cuchillo. Seguro, no. Pero podía probar. Así que mientras los otros se envolvían en sus abrigos, gritaban, se acurrucaban debajo de una saliente y sacaban sus teléfonos, sus mapas y su oxidado sentido de conservación para comprobar que no había señal, que ningún abrigo sería suficiente y que estaban en un claro en medio del monte que no figuraba en ningún trazo humano sobre papel o pantalla, él, metido en una gruta que apenas lo contenía se sentó a probar. Probó durante mucho tiempo. Hasta que el nido ardió. Los otros lo celebraron, pero con moderación. Lo miraron como si perteneciera a otra especie o a otro tiempo.

Entre todos, armaron un techo con una lona y se agruparon alrededor de la hoguera. Juntaron más leña y por un rato todo estuvo bien, aunque la lluvia caía cada vez más fuerte y la noche ya se anunciaba detrás de las nubes. Comieron lo que tenían —pan, unas barras de cereal, chocolate, queso— y todos se sintieron a salvo, tal es el poder del fuego. El agua golpeaba cada vez más fuerte sobre la lona y hasta el perro blanco y sucio que los había seguido desde el pueblo se sintió parte del amor que venía de las llamas. Él estiró la mano y lo acarició. La chica le dio un pedazo de pan. Cuatro humanos y un perro frente a una hoguera. Podrían haberse contado historias, pero no había tiempo y si lo hubieran intentado habrían descubierto que no podían, aunque se la habían pasado consumiéndolas desde chicos. Las horas que habían pasado frente a las pantallas eran como fantasmas. ¿De qué se trataban esas historias? No podían decirlo. Recordaban las imágenes pero huecas de palabras. Quizás alguno hubiera podido contar algo personal, la historia de algún bisabuelo que había llegado en un barco, un hombre perdido en una ciudad, puteando en dialecto para descubrir entre los que pasaban a su lado y lo ignoraban algún paisano de su pueblo que lo ayudase. Había esas historias y todos tenían alguna guardada pero les era imposible contarlas, a tal punto tenían la cabeza llena de fantasmas.

¿Qué hubiera pasado si cuatro humanos y un perro se hubieran quedado para siempre en el monte y hubieran decidido retroceder y empezar de nuevo? Ni siquiera se les ocurrió. Porque entre las cosas que él supo esa tarde en que las nubes hicieron la noche más rápido que de costumbre y la lluvia en seguida se volvió tormenta, fue que tenían que bajar. Uno de los otros, un joven nervioso y flaco, se negó. Dijo que era mejor esperar, que la hoguera se vería desde cualquier parte y alguien vendría a buscarlos. El otro, un tipo un poco mayor, el único que tenía hijos esperándolo en casa, pensaba igual. No había sendero, lo habían perdido hacía rato y a oscuras era un suicidio intentar el descenso. Tenían tres linternas, dijo él, dijo Hermes. Y les señaló el ruido, como quien señala un pájaro, una mancha, una silueta. Solo que al ruido había que esperarlo para sentirlo, uno, dos, tres minutos enteros y ahí estaba de nuevo, la sacudida sorda y lejana, la amenaza del tumulto del agua, agua que arrastra cosas: el río.

—Son truenos— dijo el joven nervioso que había decidido hacer la excursión a último momento porque había visto que todos los de la hostería se iban para el monte.

—Hay que bajar— dijo Hermes, que había subido a la montaña solo para ver si podía hacerlo; ascender, quizás como una protesta, un desvío cualquiera en su viaje.

El hombre que tenía hijos se había sumado a la caminata porque quería ver unas cuevas en las que había pinturas de una cultura aborigen. Pero no habían llegado nunca a ellas, se habían perdido y ahí estaban ahora, de noche, en el monte y con tormenta.

Solo la chica estuvo de acuerdo con Hermes:

—Nadie nos está buscando— dijo, burlándose de los otros.

Antes de salir, él la había visto discutiendo con su madre, una mujer rubia que tomaba sol junto a la pileta. A lo mejor la chica había decidido subir al cerro para no seguir con esa charla.

Así que solo ellos tres, Hermes, la chica y el perro empezaron el descenso. Él y ella llevaban linternas frontales. Parecían dos cíclopes enloquecidos, rebotando, golpeando, subiendo y bajando entre las rocas. El haz de luz que brotaba de sus frentes no lograba atravesar la densidad de la lluvia, que caía en chorros parejos agitados por el viento, bocanadas de un agua nueva, furiosa. Avanzaban cuidando de no resbalar en la roca, a veces encajando por completo los pies en el barro. La chica lo hacía con los brazos estirados, como una sonámbula, como si temiera que de las sombras fuera a surgir una criatura que era mejor tocar primero con la punta de los dedos.

Apenas alcanzaban a ver la lluvia como hilos de cristal rotos por la luz de las linternas. Agarrarse de las plantas y de las ramas era un gesto instantáneo, a veces el más seguro para no resbalar, pero el monte estaba lleno de arbustos espinosos. Al rato, les sangraban las manos y Hermes tenía un arañazo en la mejilla. Caminaban lo más rápido posible, movidos por el retumbe que él sentía, sobre todo, en los pies. Además, estaba el deslizamiento de cuerpos entre los árboles y el vuelo bajo, desconcertado, de pájaros e insectos: la unánime desesperación del monte.

El perro iba uno o dos metros adelante. Era difícil seguirlo, bajaba mucho más rápido que ellos, pero de a ratos se daba cuenta y los esperaba. A la ida, habían tardado cuatro horas, sin contar las que habían perdido buscando las cuevas. Hermes calculó que a ese ritmo, el recorrido contrario les costaría mucho más y que la fuerza que sentía cada vez más cerca los alcanzaría mucho antes. Todo el monte bajaba con ellos y eso los volvía rápidos y torpes a la vez. No tenían idea de cómo huir de eso que los perseguía.

En un alto que hicieron para descansar unos segundos, los alcanzaron los otros dos. Tenían la ropa llena de barro, se notaba que se habían caído y rodado más de una vez. El padre de familia llevaba en la mano la linterna apagada, habían bajado casi a la carrera, resbalando y arrastrando piedras para no perderles el rastro. Habían preferido guiarse por los puntos de luz que eran ellos dos un poco más abajo, dijo. Por unos segundos, los cuatro se miraron: estaban tan empapados que las ropas que alguien había diseñado prometiendo impermeabilidad y atrevimiento viril, ahora se les pegaban al cuerpo como una piel inservible.

Reanudaron la marcha después de comer lo que les quedaba. Era imposible calcular dónde estaban. También el perro estaba todo embarrado, todo menos la cola blanca y espumosa que llevaba alta en el aire. Iban ahora por un trecho más plano, parecía un sendero antiguo, invadido por la vegetación. A la izquierda se abría con brusquedad hacia un valle.

El camino era lo suficientemente ancho como para andar con mayor rapidez, el perro iba primero, un poco más adelante que Hermes. El hombre mayor caminaba a su lado, a la izquierda, adaptado al ritmo de sus pasos. Hermes lo sentía respirar con fuerza por la nariz y rozar, de a ratos, la manga de su campera. Detrás de ellos, iba la chica, pegada a la pared de roca que había a la derecha, guiándose con una mano sobre las piedras. El joven, un poco detrás de ella, hacía lo mismo. La lluvia seguía siendo fuerte y pareja. No hubo ninguna señal nueva, nada que les diera tiempo de prepararse. A Hermes algo le rozó la cara, a lo mejor un pájaro, y en seguida sintió el desplome, un estallar de la piedra contra la piedra, seguido del erizarse de todo el lado izquierdo de su cuerpo, que supo antes que él de dónde llegaba la muerte. Hermes se estiró hacia adelante y agarró al perro, lo apretó contra el pecho y a la vez giró y se pegó con todas sus fuerzas a la pared de roca. El cuerpo de la chica golpeó contra el suyo mientras la avalancha de barro y piedras encontraba el sendero y se derramaba sobre él, un estrépito alto, duro, enmarañado, una oscuridad en movimiento de la que ellos solo recibieron algún que otro golpe, algunas piedras sueltas. El alud los evitó apenas por unos centímetros y siguió su curso ahogando y arrastrando hacia abajo y hacia el valle todo lo que antes había a la izquierda del camino: rocas, arbustos, roedores, padre de familia.

Cuatro personas subieron al monte y solo bajaron tres. Era una buena historia pero él no supo cómo contarla así que se la guardó. Total, solo él la conocía: nadie lo vio salvar a un perro en vez de salvar a un hombre. Tampoco se puede decir que él lo supo, había sido algo automático. Lo pensó después, cuando ya llegaban a lo que había sido el pueblo, la chica, el joven, el perro y él, casi al amanecer, agotados, embarrados, vivos. Se dijo que había sido el instinto, que, aunque el hombre estaba más cerca de él y habría sido mucho más fácil agarrarlo y atraerlo hacia la pared de roca, él había optado por el animal porque lo necesitaban para bajar. Había sido una elección oportunista grabada en sus genes, decidió. Pero en el fondo, sabía que no era así, no confiaba en que el animal los llevara de vuelta. Caminaba con él por otras razones, no las podía llamar instinto de supervivencia. Cada vez que volvía a esa noche e intentaba sentir un terror o un movimiento irracional desligado de sí no sentía nada, excepto esto: había dos formas, dos calores, dos insistencias que habían caminado con él huyendo de la muerte y él había salvado a la que más se le parecía.