La palabra clave es Kirchner. Más aún, la letra clave es K, y sobre eso se monta todo. Lo que está sucediendo alrededor del Incaa es una nueva demostración de un modus operandi con el cual el macrismo busca justificar el desmonte de innumerables acciones del gobierno anterior que significaron avances para sectores habitualmente relegados en cualquier reparto. La mecánica es aprovechar el manto de sospecha permanente que dibujan los medios oficialistas, que se toman revancha de tantos desplantes que afectaron sus intereses, y amplificarlo en las redes a través del atareado call center oficial. Bastó instalar ese descrédito para voltear la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, una herramienta debatida en todo el país que vino a modificar el mapa mediático, a poner límites a pingües ganancias y abusos de años y años. De ese discurso se valió el Gobierno para despedir miles de trabajadores que cumplían puntualmente tareas efectivas pero fueron tachados de ñoquis. Mientras explotaban día a día pruebas rotundas de cuentas en el exterior y desvíos de fondos por parte de funcionarios de este gobierno –incluyendo a quien ocupa el sillón principal–, alcanzó con menear la frase de “manejos espurios” agregándole la dichosa letra para entrarle con topadora a lo que fuera.
Periodistas–operadores que han cobrado millones del macrismo por tareas que nada tienen que ver con su área de trabajo se llenan la boca con los términos “corrupción K”, y siguen poniendo cara de comprometidos independientes sin ningún pudor. No importa que el manejo de los fondos del Incaa en estos años haya dado como resultado una impactante producción audiovisual, reconocida en el mundo: si es K, es malo.
El rampante macartismo de este gobierno se alimenta del odio que se ha sabido generar a todo lo que huela a kirchnerismo. Produce hasta situaciones ridículas, como esa campaña de una radio del Grupo Clarín que se espantó porque Jorge Sampaoli admira a los Kirchner y es fanático del Indio Solari. Mientras se intenta ocultar su nombre completo bajo la sigla CCK, se testea la posibilidad de cambiarle el nombre al Centro Cultural Kirchner, que, aunque sigue presentando producciones artísticas, por momentos parece un Salón de Usos Múltiples para los caprichos del gobierno. Pero el objetivo no es meramente ideológico. Dicen quienes conocen bien los pasillos de Lima 319 que a Alejandro Cacetta se le indicó sin ambigüedades que si no ejecutaba una purga de kirchneristas iba a tener graves problemas. Pero la opereta montada para desplazarlo tiene en su punto de mira la caja del Instituto, un gordo ingreso que no paga el contribuyente –como quieren hacer creer al público para cimentar el desfalco– sino las empresas de radio y televisión. ¿Hace falta subrayar quiénes salen beneficiados si ese ingreso se diluye?
El sistema es tristemente conocido, ya ha sido utilizado un par de décadas atrás con la etiqueta de la “eficiencia del Estado”, y sirve tanto para un ente de fondos autárquicos como el Incaa como para desactivar las orquestas y coros infantojuveniles que sí dependían de la iniciativa estatal. Alegar que el Estado no debe financiar esas cosas, quitar el apoyo, “descentralizar” y dejar librados los programas a lo que puedan conseguir de un mercado al que nunca le interesan esos asuntos. Y aunque abunden los damnificados de todo color político y extracción social, que nadie se lamente: al cabo solo eran cosas que empezaban con K.