¿Cómo será la sociedad que vendrá? Esta es una pregunta recurrente. La oscura conciencia de que estamos viviendo un período conmocionante nos hace conjeturar que la pandemia no transcurrirá sin consecuencias; que el impacto de una amenaza que no se supo prevenir ni se pudo controlar y que detuvo la marcha del mundo, confinó a los seres humanos a sus hogares y provocó la muerte de un número considerable de ellos, dejará sus secuelas.
Con la pandemia la humanidad se vio amenazada, no existía una respuesta clara frente al ataque, parecía faltar una figura fuerte que pudiera dar garantías. Es un signo de la época: la caída de la autoridad, de los ideales, de aquellos que deberían ser confiables y sin embargo son los que desprotegen. Luego de un primer momento de mensajes contradictorios, algunas prescripciones resultaron más precisas: la cuarentena, el uso de barbijo, el distanciamiento social.
¿Cómo resultó posible poner a un país, un continente, ¡todo el mundo!, en cuarentena? La globalización lo hizo posible logrando respuestas masivas y veloces. Además del confinamiento, la población recibió indicaciones acerca del cuidado que debía observar para evitar el contagio, el escrupuloso lavado de manos, el uso de alcohol y lavandina, limpiar todos los objetos o alimentos traídos a la casa, la desinfección de ropas y calzado, la evitación de manipular diarios, revistas u otros enseres que pudieran haber resultado contaminados.
Las medidas de protección no tardaron en convertirse, en muchas personas, en rituales y vimos entonces emerger una serie de manifestaciones que encontraron en estos recaudos la habilitación para salir a la luz: lo que en psicoanálisis se denomina acciones obsesivas propias de la neurosis. Los rituales mágicos, el exceso de virtud y la duda constante sumados a la creciente distancia respecto de sí mismos son los instrumentos con los que el neurótico obsesivo se defiende de su propia interioridad, a la que percibe peligrosa y de los impiadosos castigos con los que se amenaza a sí mismo, una verdadera “religión privada” dice Freud. En un período de incertidumbre, donde las referencias cambian y nada parece que volverá a ser igual, en que la finitud de la vida resulta más tangible, sucede que la necesidad de seguridades y defensas ante la angustia se siente imperiosa. Si no existen respuestas, al menos existen rituales que nos protegen y nos defienden del virus y del que puede portarlo.
Sin darnos cuenta parecería que estamos empujados a participar de una novedosa religión: la de la pandemia ligada a la angustia por no cumplir religiosamente con el ceremonial. Es algo que nos liga, una comunión donde todos compartimos los mismos preceptos, barbijo y alcohol purificador. No se trata de la presencia de los necesarios cuidados y restricciones sino una interpretación que supone un castigo y que lleva a una exageración innecesaria, paralizante y torturadora castigando con angustia y sentimientos de culpa las supuestas transgresiones.
La “religión de la pandemia” aúna bajo un mismo ideal el miedo que acalla toda otra voz o protesta que no sea la de sobrevivir. Los movimientos sociales que, antes de este virus, estallaban por doquier en distintos puntos del planeta reclamando mejoras sociales y laborales, quedaron postergados. La humanidad pasó de ser víctima de una situación de descuido ambiental sumada a políticas de falta de prevención sanitaria y sistemas económicos generadores de marginación y miseria, a ser culpable “por no saber lavarse las manos” o por “consumir o viajar en forma desmedida”.
Hay quienes construyen una religión y señalan herejes, pero no se trata de ser cómplices de quienes desafían toda autoridad transgrediendo las prescripciones de cuidado y ponen en riesgo a sí mismos y a los demás. Tampoco de los que politizan los recaudos y hasta las vacunas y no dudan en provocar la desprotección de la comunidad con tal de denigrar a los intentan cuidarla. Se trata de prevenir que las medidas de protección deriven en una “nueva normalidad” que lleve a la desconfianza y al desconocimiento del otro, a considerarlo peligroso o contagioso a despecho de la solidaridad necesaria para una convivencia saludable.
Esta amenaza que ahora sufrimos siempre estuvo ahí, solo que ahora podemos verla más fácilmente, ha quedado al desnudo. No necesitamos una nueva religión que justifique las desgracias, convoque los autoritarismos y provoque las culpas. No somos culpables, pero sí responsables de desenmascarar informaciones faltas de todo criterio lógico y somos responsable de elegir y respaldar aquella conducción que mejor represente los intereses y el cuidado de la población en general.
Diana Litvinoff es psicoanalista didacta de la Asociación Psicoanalítica Argentina.