“Mirá esto”, dice Ignacio, y muestra orgulloso a la cámara de la videocharla la mitad de una calabaza gigante vaciada a la manera de un cuenco que un músico le regaló en Guinea. Ahora está en París, pero no por mucho tiempo más: “Tengo una reputación de nómade que sostener”, ríe. De alguna manera, la historia de Ignacio María Gómez –nacido en Bariloche en el año 1992 y criado en Córdoba desde que sus dos años– es similar a la de miles de mochileros que se aventuran en una deriva sin demasiados planes mientras viven de su arte y llevan un diario de viaje. Solo que en su caso se trata de un diario musical con letras en una lengua de otro mundo que tratan sobre una tierra ancestral imaginada, una cosmogonía personal ensamblada a partir de pequeños mantras íntimos que le llegaron como recuerdos de otro tiempo y que poco a poco fue convirtiendo en canciones que conjugan el folklore del continente americano con la cultura mandinga del noroeste de África.
De eso se trata Belesia, el disco que acaba de editar a través del sello francés Helicó Music y que compuso a lo largo de esa travesía de diez años que comenzó con la intención de rastrear las huellas de la cultura africana en nuestro continente y lo llevó desde una población zapatista en Chiapas, una comunidad aborigen en Guatemala o un retiro de diez días de silencio en un templo en Nicaragua a cruzar el Atlántico para terminar caminando sobre las arenas del Sahara, cantando temas de Shakira en las playas de Senegal para ganarse la vida o tocando chacareras en su guitarra junto a músicos del lugar en una radio en Guinea. “Folk etéreo”, “Magia chamánica”, “Embajador de una tierra imaginaria”, “Un paraíso traducido en música”, fueron algunas de las frases con que los diarios más importantes de Francia celebraron el disco, una cruza de rítmicas hipnóticas y voces suaves donde elementos de la zamba, la chacarera, la bossa, la salsa y la música tradicional guineana se funden en un sonido personal que encontró su camino hacia la edición de manera azarosa, luego de que el chelista Vincent Ségal y el trompetista y compositor japonés Jun Miyake se detuvieran a escuchar a Ignacio mientras tocaba sus canciones en las calles de París, ciudad a la que había llegado desde Colombia invitado por su hermano para que conociera a su sobrino recién nacido.
“Belesia nació de tocar en las calles latinoamericanas como un espacio de encuentro”, cuenta. “No fui a una escuela de música, así que ese fue mi aprendizaje: tocar a la mañana muy temprano para feriantes que arman su puesto y te dejan frutas y verduras, o en comunidades originarias donde te presentás ante el líder diciendo que sos músico y te señala un lugar con buena onda, ‘Bueno, tocá ahí’, y enseguida se van sumando músicos de cada lugar de los que vas aprendiendo. Llevaba conmigo un balafón, que es como un xilofón con resonadores de calabazas originario de Guinea. Y en cuanto paraba en una plaza a tocar, la magia del instrumento surtía efecto y la gente se acercaba, preguntaba qué era eso y te decían ‘Bueno, y qué vas a hacer ahora, venite a comer a casa, quedate a dormir’. Francia es un poco más frío, todo el mundo está muy ocupado todo el tiempo. Incluso desde lo sonoro y lo visual, una calle tiene para mí un cierto desorden que le da vida, ¿no? Perros ladrando, gente que ríe a los gritos, y acá estoy bastante inerte, estático. Es más difícil ese intercambio, pero también se dio tocando en las calles de París el haber tenido la suerte de conocer a músicos como Florian Delavega, Natalia Doco, Vincent Segál o Jun Miyake, y gracias a ellos se fue dando el camino hacia el disco”.
Producido por los suecos Andreas Unge y Sebastian Notini, Belesia fue grabado en dos partes: guitarra y voz fueron registradas en los estudios de Andreas en Estocolmo y luego en París se agregaron las colaboraciones de un combinado de artistas de diferentes naciones entre los que se encuentran el malí Balaké Sissoko en kora, la compositora franco-siria Naissam Jalal en flauta traversa, las cantantes Cynthia Abraham (Francia) y Senny Camara (Senegal) en coros, el multiinstrumentista francés Loy Ehrlich en tambores africanos y ribab (una especie de violín de una sola cuerda de pelo de caballo), los mencionados Ségal en chelo y Notini en pandeiros y el uruguayo Nacho Delgado en percusión. “Tuve la suerte de contar con la participación de gente que tenía mucha experiencia en este tipo de grabaciones”, cuenta. “La idea fue grabar primero guitarra y voz juntas para captar esa esencia de lo que hice siempre. Guitarra, voz y silencio es lo que siento más verdadero, lo más cercano a lo que me gusta hacer. Con la voz siempre hice arreglos en falsete imaginando otros instrumentos, una especie de ese scat típico del jazz que de alguna manera surgió de la carencia de tocar con lo que había y que poco a poco se fue incorporando a mi manera de cantar. Partiendo de ahí, Belesia se transformó en un proyecto colectivo con estos músicos fantásticos que se fueron agregando sobre la marcha”.
CHACARERAS Y MALINKÉ
El romance de Ignacio con la cultura africana comenzó a los doce años de edad en México, más precisamente en Playa del Carmen, donde vivió durante dos años junto a su madre arquitecta, quien había decidido probar suerte en ese paraje turístico por entonces en crecimiento. Allí comenzó a tomar clases de capoeira con un profesor que había conocido de primera mano la cultura mandinga en Guinea, y fue en su casa que conoció a un grupo de artistas “callejeros, artezánganos, tamborrachos y malabarebrios” –como ellos mismos se bautizaron– que tenían una banda con espectáculos de música, circo y danza para turistas. Notando su precoz talento para la percusión lo sumaron a la banda, y así fue como con apenas trece años comenzó a trabajar en playas y hoteles en shows que combinaban malabares de fuego con música y danza de Guinea. “Era un lugar donde había mucho de esos micromundos culturales donde se arma algo con un poco de circo, música y artes callejeras. Un día faltó uno de la banda y me dijeron ‘Ey vos que estás ahí, tocá esto a ver’, esa tradición donde tenés que ser funcional en el momento, no hay pedagogía, y se me dio muy bien, me apasioné mucho. Me la pasaba tocando arriba de discos que me pasaban de la música mandinga, Famoudou Konaté, Mamady Keita, todos los grandes de ese estilo, y finalmente me adoptaron, andaba con este grupo por todos lados como changoleón, como dicen allá”, ríe.
Biológica y culturalmente cordobés, como él mismo se define, a los ocho años se llevó el primer premio en un festival llamado Mi Primer Escenario con una interpretación del cuarteto “La Mano de Dios”, pero aquella conexión en México con una tradición que adoptó de manera tan natural lo llevó a preguntarse si no tendría también algo de afrodescendiente. Durante su adolescencia –ya de regreso en Córdoba– continuó perfeccionándose en las artes percusivas guineanas y a los diecisiete años formó un grupo de música guineana llamado Malinké mientras daba talleres de percusión y rastreaba las huellas de la diáspora africana en su provincia. “Siempre sentí que mientras más me acercaba a la cultura africana más cerca estaba de algo así como un recuerdo de una tradición que sentía propia. La única vez que pisé la universidad fue para ir a la biblioteca a leer sobre la historia de los oriundos de África en la provincia. Así conocí grupos de investigación sobre la ruta del esclavo, comunidades de las que sobrevivieron elementos culturales enlazados con el folklore, como las rítmicas de la chacarera. Y un día, ayudando a mi papá en una mudanza, encontré una foto de su infancia, y ahí empecé a relacionar: los pelos, los rasgos, la expresividad en los gestos, lo vi por primera vez súper mestizo. Esos descubrimientos en mi familia y en la historia de los africanos en Córdoba le dieron un poco más de sentido a todo eso que hacía y que me había atrapado desde chico”.
LOS MÁRGENES DEL RÍO
Decidido a profundizar en la búsqueda de las raíces africanas en el resto del continente, Belesia comenzó a tomar forma cuando, a los diecinueve años de edad, guitarra y balafón en su espalda, se embarcó en un viaje de cuatro años que arrancó en México, donde junto a su ex novia formó un dúo que interpretaba temas de bossanova en bares, restaurantes y en la calle. En ese trayecto visitaron una comunidad zapatista en Chiapas: “Fuimos junto a un colectivo que hacía obras con títeres, teatro y música, y nos recibieron con mucha calidez entre gente que andaba con walkie talkies y todo ese rollo. Fue una experiencia muy enriquecedora y muy fuerte a la vez”. La travesía continuó por Guatemala, Panamá, Venezuela, Ecuador y finalmente Colombia. Allí, en las orillas del río Timbiquí, se estableció durante un tiempo en una comunidad afrocolombiana para descubrir de primera mano los secretos del currulao, género folklórico desprendido de los ritmos guineanos. Ahí trabó amistad con el fallecido Marino Beltrán Balanta, celebridad del currulao y virtuoso de la marimba construida con la madera de la palma de chonta que crece en la región: “Fue a partir del currulao que cambié mi manera de cantar”, cuenta. “Yo había empezado cantando en ese tono muy despacio de la bossa. Timbiquí es una zona con enfrentamientos frecuentes entre las Farc y los militares, y la gente ahí valora el canto en el sentido de cuánto desahogo le ponen a eso. Más allá de lo melódico que es el currulao, la voz en ese estilo no tiene que ver con el timbre o la afinación sino con algo diferente donde todos cantan en coros, y ese aprendizaje me ayudó a encontrar mi propia voz”. Después de tres meses en Timbiquí continuó viaje por Colombia hasta llegar a Cali: “En Cali viví durante dos años junto a un proyecto comunitario, una familia de artistas muy talentosos de todas partes de Latinoamérica que se llama Choque Cultural, y nos enamoramos, quedamos todos resonando en esa experiencia”.
El quiebre que decantaría en todo lo que llegó después sucedió en 2016, cuando recibió el llamado de su hermano, rugbier profesional que tras un paso por el Stade Français se había afincado en París, con la invitación para cruzar el océano y conocer a su sobrino. A poco de llegar comenzó a tocar en las veredas de los márgenes del río Sena, y allí conoció a músicos de la ciudad que se detuvieron a escucharlo: Vincent Ségal lo invitó a tocar con él en el Teatro de los Campos Elíseos; Jun Miyake le avisó que pronto lo llamaría para tocar en Japón. Cuando se cumplieron los tres meses de estadía y su visa se venció, decidió quemar barcas y en lugar de regresar partió hacia África. “Quería bajar hasta Guinea, un poco la excusa romántica era llevar el bombo legüero a la tierra de donde vino”, recuerda. “Arranqué en el Sahara Occidental, que era arena y arena durante días y días. Estaba acostumbrado a Latinoamérica, donde viajás a todos lados sin problemas, pero allá es más complicado, en Mauritania por ejemplo tenés que ir al consulado y pagar una visa, en Guinea igual. Y era la época del Ramadán, donde los servicios están más caros, así que cuando llegué a Senegal me quedé sin plata. Ahí llamé a un amigo guineano que había conocido en Francia y me dijo: ‘No hay problema, andá a lo de mi amigo Abdulai Rasta’, y cuando fui descubrí que el tipo estaba peor que yo”, ríe.
Pronto comenzó a tocar junto a un grupo de músicos viajeros oriundos del diferentes regiones del África que se encontraban allí tras haber probado suerte en diferentes países del continente. “Íbamos a la playa y cantábamos ‘Waka Waka’ de Shakira para los pocos turistas que había y después hacíamos una vaquita para comer a la noche ‘pollo senegalés’, que es mango verde que se troza y se mezcla con arroz. Las condiciones para los músicos ahí son muy difíciles, los lugares para tocar son muy pocos y la paga es casi nula. Por ejemplo, por tocar en un hotel te pagaban el equivalente a un euro cincuenta, monedas con las que no hacés nada”.
Fue durante esos días en Senegal cuando recibió el mail de Miyake, quien le proponía unirse a él en una gira por Japón. Una vez allá tocó en escenarios como el Blue Note de Tokio y en el World Music Festival en Hamamatsu, y con lo que ganó durante esa gira decidió volver a África para finalmente completar su viaje y conocer Guinea. “En Japón fue una experiencia totalmente nueva. Imaginate que estaba acostumbrado a tocar en la calle o en la playa con bandas más festivas de percusión, y allá era estar en teatros con un público que te escucha en absoluto silencio, hasta que no desaparece la última nota no aplauden. Y en Guinea fue fantástico, todos los días hay ceremonias y muchos lugares para tocar, y conocía lo que hacían porque era lo que había tocado desde chico. Me hice amigo de un grupo de músicos y tuve mucho intercambio con ellos, fueron dos meses en los que estuvimos hasta en una radio, hicimos la ‘Chacarera la de las piedras’ de Atahualpa y la ‘Chacarera del sufrido’ de los Hermanos Ábalos, todo una locura muy linda”.
AMPARO DEL COSMOS
Esta deriva por paisajes musicales tan diversos terminó dando forma al sonido personal de Belesia, en cuyas letras se dejó llevar en un viaje de inspiración relacionado con las historias que conoció sobre los cantos ícaros canalizados por los chamanes en nuestro continente y los cantos sanadores de la cultura malinké en África. Un estado de conciencia musical con canciones que nacieron como mantras íntimos, breves poemas en una lengua desconocida que se cantaba a sí mismo y que poco a poco fue convirtiendo en piezas que tomaban algo de cada lugar que visitaba, todo entre guitarras, balafones, trances polirrítmicos, las melodías percusivas del currulao o la cadencia seductora de la bossa. “Las letras parten más de un universo melódico que de un lenguaje en sí”, señala. “Estamos hechos en buena parte de agua que viene viajando y transformándose desde siempre, y quizás haya algo de eso en esa especie de recuerdo que es Belesia, esa sensación de un lugar paradisíaco. Y a su vez es un diario de viaje con las experiencias que viví en los lugares que fui conociendo. ‘Napin dya’ surgió después de un retiro de diez días de silencio en un templo Vipassana en Nicaragua, siguiendo con disciplina las órdenes de los monjes del lugar, a los que no podías mirar a los ojos. ‘El niño’ es una versión de una canción tradicional que conocí por un viejito en Ecuador. ‘Tchen doró’ está influenciada por la escena de salsa de Cali, donde pasábamos noches enteras bailando hasta la mañana con el cuerpo en trance, y uno de los que más me gusta es ‘Ilé penaró’, que narra la historia de un anciano que por curiosidad se fue muy joven de Belesia y nunca pudo regresar. Es una canción que siempre me hizo muy bien y que toqué de muchas formas muy distintas. La versión del disco fue un intento de hacer algo orquestado, pero la original es en guitarra y voz. Y de alguna manera fue un pensamiento recurrente en todo el viaje, este viejo que extraña y tiene un sentimiento melancólico por el lugar donde creció. Todavía no tengo fecha para ir a Argentina pero cuando pase la pandemia espero poder ir a tocar, extraño mucho la energía de la gente de allá”.
El sorprendente recorrido de Ignacio derivó en que su música fuera conocida en Europa antes que en su país. Luego de pasar por África volvió a la Argentina para tramitar la visa y regresar a Francia, donde conoció a Valentin Langlois y Soraya Camillo, creadores del sello Helicó –especializado en música con influencias de la cultura africana–, y así el disco comenzó a tomar forma. Grabado entre mediados de 2019 y comienzos de 2020 y editado a fines de noviembre del año pasado, el lanzamiento obtuvo un cálido recibimiento por parte de la prensa francesa, desde radios como la prestigiosa RFI a medios gráficos de la talla de Le Monde, Telérama o Libération, que le dedicó toda una página en su suplemento de cultura. “Fueron tantas cosas tan rápido que todavía siento que estoy viviendo en una especie de ficción, pero en París es todo demasiado cómodo, termino convirtiéndome en Homero Simpson”, ríe. “El contraste de lugares y situaciones es lo que más valoro de toda esta aventura. La energía, el ambiente, ese espíritu del bosque que en algunos lugares sigue vivo”.
El libro interno del disco comienza con la estrofa final del poema de Yupanqui, “Tiempo del hombre”: “Voy por el mundo sin edad ni destino/ al amparo de un cosmos que camina conmigo/ amo la luz, y el río, y el silencio y la estrella/ y florezco en guitarras porque fui la madera”. “Es un poema que resume el espíritu de todo lo que fue para mí este viaje, que quiero seguir ya”, afirma. “Ahora me gustaría ir a Tailandia y a partir de ahí recorrer diferentes lugares de Asia, tengo mucha curiosidad por conocer todas esas culturas a través de su gente. Desde la discográfica me propusieron grabar un disco en español con esas canciones que se transmiten boca a boca por toda Latinoamérica, pero por ahora prefiero esperar. Fue viajando que conocí a las personas y músicas increíbles que me llevaron a Belesia, y no veo la hora de volver a partir”.
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Esta Nota de Tapa se completa con una selección de discos que influenciaron a Ignacio María Gómez, que puede leerse acá