En las primeras páginas de Cuadernos, el magnífico libro que acaba de editar por Entropía, Andrés Di Tella recuerda la casa de su infancia en Belgrano R sobre la calle Sucre, entre Estomba y Naón. Una casa que no está más, como tampoco están más su madre, Kamala Apparao, quien murió entre esas cuatro paredes, ni su padre, Torcuato Di Tella, quien fundó, junto a su hermano Guido, el mítico Instituto Di Tella. A partir de ese recuerdo personalísimo, el autor rememora a Mike Sweet y Mariana Biro, amigos y vecinos de sus padres, quienes fundaron la Escuela del Sol, una institución de vanguardia donde los chicos le hablaban a los profesores de igual a igual en los años 70. Un retazo de memoria que sirve, a su vez, como trampolín para recuperar la historia de Norah Lange, gran amor de Jorge Luis Borges, quien solía perderse por las calles del barrio en sus caminatas junto al autor de El Aleph. “El descubrimiento de un pasado lejano y legendario, del que quedan huellas concretas como la casa de Pampa y Tronador (N. de la R.: por la casa de Lange), suma la emoción de recorrer las mismas calles tranquilas que recorrieron hace años Borges y Norah. Por las mismas calles camina, también, por supuesto, el espectro de mi madre. Y también, por qué no, el del niño que yo fui”, señala Di Tella, quien va hilvanando recuerdos y anécdotas en su libro con la misma destreza de un chico que juega a saltar baldosas.
En Cuadernos, Di Tella emplea la misma primera persona frontal y transparente que constituye la denominación de origen de su cine. Una primera persona que lo llevó a filmar una trilogía documental sobre su familia integrada por La televisión y yo (2002), Fotografías (2007) y la reciente Ficción privada, pero que también empleó en otras películas no tan estrictamente autobiográficas, como 327 cuadernos (2015), acerca de los diarios de Ricardo Piglia, o Hachazos (2011), sobre el cineasta experimental Claudio Caldini. El resultado es una recopilación de apuntes, fragmentos de guiones y artículos periodísticos por la que desfilan nombres como James Benning, Lucrecia Martel, Witold Gombrowicz, Pedro Costa, Francis Ford Coppola y V.S. Naipaul, por mencionar solo algunos. Un libro delicioso que va de lo privado a lo público, de la historia personal a la historia cultural de un país y también, por qué no, a la de lo que Di Tella define como su patria: el cine. Porque cada vez que el autor menciona a un cineasta o a un escritor, evoca un rodaje, una vivencia de su infancia o cita un libro, lo hace para reflexionar sobre algo que está más allá de él, o como explica él mismo, “iluminar” la vida del lector.
-¿Cómo surgió la idea de editar Cuadernos?
- Este libro empezó hace unos 10 años, cuando llevaba a mis hijos temprano al colegio. Me iba a tomar un café y me llevaba siempre uno de estos cuadernos. Me pasaba una, dos horas escribiendo. Y ahí salía casi diría que otra persona, que no era del todo el Andrés que anda por la calle. Era alguien en relación con mi cuaderno. De ahí surgieron guiones de mis películas, apuntes para artículos periodísticos, empecé a anotar sueños… Me gusta mucho el formato del cuaderno como método de trabajo, como forma artística, he dado incluso seminarios con esa temática. Un día empecé a transcribirlos a la computadora y me pareció que ahí podía haber un libro. En mis propias películas dejo un poco la hilacha, como si fueran películas que muestran su propio work in progress, su propio cuaderno de apuntes. Son películas que se terminan de completar en la mente del espectador.
-Cuadernos es un libro muy cálido, se lee como si conversaras con el lector. Ese ponerse a la par para compartir lo que te interesa, y no en un lugar de supuesta autoridad, ¿es algo consciente?
-Muchas de mis películas son en primera persona, algunas directamente familiares, y en ese caso hago un esfuerzo para que esa voz del narrador sea un poco vulnerable, que de alguna manera esté descubriendo lo mismo que el espectador. Ahí hay algo más deliberado. El libro es resultado de ese momento de intimidad que tengo con el cuaderno, en el que escribo un poco para mí, aunque si fuera solo para mí, no escribiría (risas). El acto de escribir presume un interlocutor y creo que ese interlocutor es un igual. Es como esa frase de Baudelaire ‘Lector, tu bien conoces al delicado monstruo/ ¡hipócrita lector -mi prójimo- mi hermano!’. El libro es en primera persona, autobiográfico, con la esperanza de que algo de eso resuene en la propia vida del lector, que la ilumine.
-En el libro recordás que cuando estrenaste La televisión y yo, dos críticos te dijeron que les parecía temerario que aparecieras tanto en la película. En el último tiempo se estrenaron varios documentales en primera persona, como Papirosen, de Gastón Solnicki, o más recientemente Esquirlas, de Natalia Garayalde. ¿A qué creés que se debe ese triunfo de la primera persona en el cine?
-Pasamos de ‘¿Y este quién se cree que es?’ a ‘¿Otro más?’ (risas). Creo que la primera persona molesta siempre, porque tiene que ver con esa idea de autoridad de la que hablábamos antes. Cuando empecé con mis películas era rarísimo que uno hablara en primera persona en un documental y encima de cuestiones autobiográficas. Pero para mí esa primera persona, lo autobiográfico, tiene que ver con cuando tenés algo un poco difícil de contar. Tiene algo de coming out, como decir ‘mamá, soy gay’ hace 30 años, o hoy todavía...Por eso creo que el libro tiene algo generacional.
-¿Por qué?
-La cultura gay, por ejemplo, forma parte de mi cultura, aunque yo no lo sea. El decir ‘yo soy esto, me gusta esto, esta es mi vida’. Ese relato tenía que ser en primera persona, porque era testimonial. Y esto se conecta también con el feminismo, que de alguna manera habilita esa posibilidad de hablar en primera persona. La idea de ‘lo personal es político’ fue muy importante para mí, una clave para entender cómo hablar. Me crie un poco en Inglaterra, donde estuve a fines de los 70, principios de los 80, y allá, en ese momento, el feminismo era muy fuerte. Incluso podría vincularlo el testimonio de los ex detenidos desaparecidos. Fue una marca tremenda en los años 80. Hice varias películas en relación a esa temática. Esas personas, que habían pasado por el horror y una situación límite de la condición humana, tenían que dar testimonio y la única forma de hacerlo era en primera persona. Esas tres cosas me conformaron. Ahora eso triunfó culturalmente y es legítimo hablar en primera persona.
-También decís que “la censura de la expresión personal” es algo muy argentino. ¿Por qué?
- En Argentina hubo una cultura bastante represiva en lo formal. Creo que tenemos una cultura de la amistad que es maravillosa, de contarle de todo a tu amigo, y que no existe en Inglaterra, por cierto, pero por otro lado cuesta hacerse cargo públicamente. Haciendo documentales me cansé de hablar con gente que me contaba cosas increíbles y después, a la hora de grabar, no las quería contar. Y no era nada terrible. Creo que esto cambió, aunque hay todavía un resquemor hacia la primera persona en nuestra cultura que no veo en otros países. Ahí es donde creo que estas cosas transformativas del feminismo y la cultura queer fueron cambiando eso. Lo mismo que la cuestión racial, que cambió de manera extraordinaria en Inglaterra en los últimos 30 a 40 años.
- Hablando de racismo, en el libro contás el impacto de la primera vez que un chico te llamó ‘fucking wog” (western oriental gentleman) en Inglaterra. ¿Cómo influyó en vos esa experiencia?
- Fue algo bastante doloroso, sobre todo porque yo no estaba preparado. Mi mamá, que era hindú del sur, de piel mucho más oscura que yo, nunca tuvo problemas con eso. Contestaba, o quizá ya sabía que los ingleses eran así. Pero no me transmitió demasiado de la cultura hindú, fue algo que yo fui buscando después, porque ella pertenecía más al ideal del siglo XX de ‘ciudadano del mundo’. Una amiga mexicana me dijo una vez que quizá debería estar agradecido por ese episodio. Perteneciendo en algún sentido a una familia privilegiada, y habiendo tenido una infancia de privilegios, fue bueno tener la experiencia de estar del otro lado, de estar como afuera. Me hizo, quizá, ser más empático con la gente que era discriminada o estaba del otro lado del privilegio social.
-Tu libro está recorrido por la idea del cine como medio para reelaborar la propia experiencia. ¿Sentís que tu memoria está moldeada por las películas que viste?
-Podría decir que el cine es mi patria. Entonces volver en el recuerdo, o volver a ver algunas películas, me trae de regreso el momento en que las vi. Lo dice Proust, que muchas veces no recordaba nada de los libros que había leído, pero sí recordaba con muchísima precisión el entorno: los ruidos que supuestamente le molestaban, lo que estaba sucediendo en la casa. En ese sentido, las películas son un poco magdalenas proustianas.
- Cuadernos demuestra que sos un cineasta que está reflexionando permanentemente acerca de su oficio. ¿Creés que hay suficiente reflexión acerca del cine entre quienes forman parte de él?
-Por suerte estamos en un momento en el que se produce mucha reflexión en torno al cine. Pienso en los cineastas de la Revista de Cine, como Mariano Llinás, Rodrigo Moreno o Juan Villegas. Me parece que es gente que se interesa mucho por la historia del cine y cuál es su herencia cinematográfica. Ellos tuvieron la enorme decisión virtuosa de hacer una revista, pero yo he tenido muchísimas conversaciones con Valeria Racioppi, que es la montajista de mis últimas películas, por ejemplo, en las que quizá estábamos discutiendo en qué orden tenían que ir unos planos y a partir de ahí surgía todo un pensamiento sobre el cine y de lo que se quiere transmitir de la vida también. Parte de hacer cine es pensar en todas estas cosas: qué es el cine, cómo se transmite la experiencia, de uno o de otros, para darle también la oportunidad al otro de reflexionar acerca de esa experiencia. Esa es la clave, sea ficción o documental. Una de las cosas que me angustian y aparece en el libro es esto de tratar de rescatar la experiencia. Por eso cuento el rodaje de la película de Alberto Fischerman, que es una película un poco olvidada, Gombrowicz o la seducción, una de mis primeras películas como asistente. La idea del libro es mostrar esos procesos, contar la historia y a la vez reflexionar sobre cómo la estoy contando.
-Citás a Raúl Ruiz, quien habla de determinados estados de gracia que pueden aparecer en un rodaje en el momento menos pensado. Vos mismo afirmás que “por lo general, lo que no sucede de acuerdo con el plan es lo más revelador”. Como si el cine, que requiere de bastante planificación, fuera algo más bien fortuito, casi mágico…
- Lo que más me gusta de lo que dice Raúl Ruiz es que en realidad no sabés muy bien lo que estás haciendo hasta que lo hacés. La película puede llegar a aparecer en el rodaje o en el montaje. Porque muchas veces uno escribió y planificó un montón de cosas, pero de pronto tenés una iluminación. Esa ilusión es lo que Ruiz llama ‘la transmisión de mando’, que es cuando ya no dirigen Raúl Ruiz o Andrés Di Tella, sino que dirige la película. Es algo que viví muchas veces, algo inesperado. De pronto la película exige determinada cosa y hay que dejar de lado el ‘yo’ consciente y tratar de escuchar lo que dice la película. El cine siempre capta algo que está sucediendo en vivo, sea ficción o documental. Y hay momentos en que se produce una verdad que es propia de lo que se está captando a través de la cámara y los micrófonos. A veces esa verdad es simplemente un brillo en el ojo del actor que te conmueve.
Recuerdos de la misa pagana
“Esa sala compartida con desconocidos, en silencio, como en una especie de misa pagana: ¿en cuántos otros lugares públicos prospera aún el silencio? El silencio y la inmovilidad obligada, que justamente nos obliga a proyectar toda nuestra emoción en la película, embrujados por el haz de luz hipnótico del proyector”, escribe Andrés Di Tella acerca de las salas de cine en Cuadernos. “Se seguirán viendo películas, pero el día que desaparezca la sala oscura habrá muerto, por fin, el cine”, sentencia.
Después de casi un año con las salas de cine cerradas y tras haber estrenado su última película, Ficción privada, en distintas plataformas de streaming en pandemia, con muy buena recepción del público, ¿cree Di Tella que el streaming significa la muerte o al menos la agonía del cine? “Están sucediendo tantas cosas al mismo tiempo que uno tiene sentimientos contradictorios”, aseguró el director, cuya película puede verse actualmente en peliculasnobles.com. “Efectivamente, fue fenomenal lo que sucedió con Ficción privada. Vio la película mucha más gente de la que la hubiera visto en el Malba o en el Gaumont. Además, la situación de pandemia hizo que mucha gente se tomara el trabajo de escribirme, llamarme para contarme qué le había pasado con la película”, explicó. “Ahora, la sala oscura y en silencio, la concentración, que la pantalla sea más grande que vos y estar compartiendo eso es una experiencia constitutiva del cine con la que no sé qué va a pasar. La mayoría de los cineastas te va a decir lo mismo que yo: que piensa su película para la sala oscura. Eso no quiere decir que no funcione en la computadora o en la tele: yo mismo veo la mayor cantidad de películas así. Pero creo que hay algo especial en ver una película en una sala cinematográfica que vale la pena conservar. No se trata solo que los directores quieren ver sus películas en pantalla grande. Creo que es culturalmente importante y una experiencia comunitaria y emocional enriquecedora como colectivo”, completó.