La expresión neofascismo suena rara, inconveniente, no abandona nunca sus aires nefastos pero imprecisos. Y desde luego, como es un enunciado siempre disponible, se emplea con rapidez, impulsado por sus contornos difusos. ¿Calificaríamos así al gobierno de Macri? Examinaremos la cuestión. El sufijo “neo” modifica, suaviza y da cierto misterio al concepto posterior al que se le aplica. Lo envía hacia una zona ambigua que resiste ser descripta con facilidades dogmáticas. Apenas indica que un concepto original se presentará bajo nuevos ropajes. Deberemos entonces indagar si las actuaciones en el plano del lenguaje, la economía y el control social que ejerce el macrismo, pueden rozarse en ciertos puntos específicos con algunas evidencias del fascismo, no en su sentido literal sino evocativo. Por decirlo así, bajo insinuantes evidencias apenas deslizadas.
No perderemos tiempo con la expresión “fascismo” como acusación rápida. Tal como comprobamos habitualmente, sale veloz entre nosotros la expresión “fachos”. Pero trataremos con calma de ver qué raigambre puede tener ahora esa palabra en la actualidad argentina. Y en especial, en lo que hace un Gobierno que casi siempre suele ser ubicado en los cuadrantes del “neoliberalismo”. Necesariamente, para aliviar este tipo de comparaciones ultristas e insustanciales (en el pasado se llegó a hablar de “nazi-nipo-peronismo”), encerramos la palabra fascismo entre el prefijo “neo” y la expresión “liberal”, como un polvillo imprescindible en un cometa cuya cola atrae toda clase de detritus sobre los que nos debemos pronunciar. Estas mixturas o entrecruzamientos de apariencia insólita pertenecen, en cambio, a los momentos de mayor tensión histórica, como éstos. Y lo que parece contrapuesto, súbitamente, se encuentra.
La expresión “neofascismo liberal” ya la ha sugerido Jorge Alemán en varios trabajos y aquí la sustraigo para comentarla, muy seguramente en el mismo sentido que él le ha dado, aunque tratando de explorar con ella ámbitos de la comunicaciones de masas, formulismos discursivos del Presidente y de sus funcionarios, y demás artilugios del Gobierno “surgido de elecciones democráticas”. Lo resumimos en la pregunta sobre qué tipo de ciudadanía están construyendo. Todas las figuras de la ley, de la lengua, del juicio o de la misma conversación de apariencia trivial, se han transfigurado con el macrismo.
Es claro que la acusación de “fascismo” es proliferante, fulminante y dispendiosa. Tantas veces que hubo de necesitarla, el liberalismo golpista la dirigió como una flecha instantánea contra el peronismo. En su base había un importante equívoco, que costaba deshacer y que en gran parte ocupó la tarea de la publicística peronista... y del propio Perón. En la época del Congreso de Filosofía, fines del 40, se le ofrece a Perón invitar al filósofo alemán Carl Schmitt, recién liberado por los norteamericanos. El líder argentino algo sabía del asunto y les responde a sus colaboradores: “¿qué quieren, ya me dicen fascista, imagínense si ahora traemos a un escritor que tiene teorías consideradas nazis?”.
En las intervenciones del ensayismo peronista solía remarcarse que el peronismo surgía de una sociedad industrial en construcción, con un proletariado nuevo (tesis muy matizada luego por Milcíades Peña y otros autores) que expresaba demandas democrático-sociales y de modernización con justicia distributiva. No un nacionalismo redentista basado en arcaísmos psíquicos en contrapunto con tecnologías capitalistas avanzadas. Sino, un nacionalismo democrático y popular con distintos tipos de negociación con economías después llamadas del “capitalismo más concentrado”. Los fascismos europeos surgían en cambio del mesianismo de la sangre, aliado a los cánticos triunfales del futurismo artístico ante las grandes tecnologías. La epopeya del jefe teatralizado ante las multitudes, junto a la épica de una tecnología heroica en su mismo ser veloz y destructivo, caracterizó a esos fascismos. Funestos mitos operísticos, justificaron matanzas masivas con pensamientos escatológicos amalgamados con delirios de la razón de Estado.
Más allá de la filosofía mesiánica de la superioridad racial, sigue siendo útil para percibir los otros rostros de fascismo apocalíptico, como eran los de la cotidianidad fascista tratando de conquistar los últimos poros de la sociedad. Se puede hacer todo esto con la revisión de grandes films. Ejemplificamos con Amarcord (Fellini), El General Della Rovere (Rosellini) o Un día particular (Scola), entre tantos otros. Un equivalente argentino podría ser el famoso cuento de Bioy Casares y Borges “La fiesta del monstruo”, donde la violencia final antisemita suena impostada, pues lo que realmente les interesaba a los autores de ese gran libelo es acusar al peronismo de vulgaridad lingüística. El narrador desastrado que concurre a la Plaza de Mayo habla un cocoliche entre burocrático y rebuscado, idiomáticamente derrumbado.
Frente a esa crítica, terminante e hiperbólica pero que no hace creíble al “fascismo” de Perón, Borges escribe en cambio el “Deutsches Réquiem”, donde la grave pintura del oficial nazi –un intelectual víctima de un destino catastrófico– intenta ser comprensiva, creíble y trágica. El verdugo nazi y la víctima judía se complementaban, y con ese mismo argumento del tiempo circular, Borges condenó luego a las juntas militares. Borges sabía perfectamente quién era Ernst Jünger, y contrario sensu, el gran filósofo Carlos Astrada, cuando actuó periféricamente en las filas del primer peronismo, llegó a criticarlo sin poner como atenuante su exquisita y siempre reconocida estética de lo aciago. Cuestionó a Jünger precisamente por su tesis de la “movilización total”. Era tocar uno de los núcleos esenciales de lo que, alberdianamente, se condenó como el crimen de la guerra en el siglo XX.
Los sectores medios, como los que en Europa –Italia y Alemania–, hace más de medio siglo, se movilizaban acosados por humillantes derrotas bélicas anteriores junto a la búsqueda de culpables externos, no se dieron así entre nosotros. Aquí el reguero de violencia nacional no siguió necesariamente las formas políticas entrelazadas con una locura mesiánica que pretendía diversas fórmulas mágico-burocráticas de racionalización. Es cierto que en el bombardeo a la Plaza de Mayo se buscaron justificaciones en ideologías egregias. Para los marinos cristianos el “Cristo Vence” y para los militares laicos el fantasma redivivo de Rosas. Eran fórmulas fanáticas y sacramentadas que podrían justificar la masacre de tantas personas. Justificaciones místicas o idólatras que se fueron difuminando, aunque se tomaron su tiempo para hacerlo. Solitarios quedaron los masacrados de la historia, tirados sobre pavimentos y descampados.
La represión con tecnologías delirantes y secretas del 76, en el gobierno de las juntas militares, tuvo revestimiento liberal. Y en lo económico, sabemos cuáles fueron los resultados de estos fotogramas del “capitalismo neoliberal”. Pero en el interior de las mazmorras de exterminio, solía haber ciertas “hipóstasis”: los retratos de Hitler. En su famosa “Carta a la Junta Militar”, uno de los más conmovedores testimonios contemporáneos de denuncia y dialéctica de la esperanza, Walsh dice que los planes de sacrificio masivo de militantes se explicaban por una motivación económica, por la aplicación de un plan trazado por las potencias financieras internacionales. Estas precisas y tan cáusticamente elaboradas sentencias de Walsh sobre las técnicas de tortura y desaparición nos permiten introducir una interrogación sobre esa maquinaria de muerte.
¿Funcionaba como apéndice estricto de los proyectos económicos o tenía un lúgubre goce autónomo, relativamente exento de aquellas determinaciones materiales? Quizás había un autómata exterminador dentro del aparato clandestino del Estado, que se regocijaba turbiamente de esas economías propias de saqueo y la acumulación primitiva devastadora, devorando cuerpos más allá de lo que reclamaba ese mismo plan económico. Ese sería el “neonazismo” oculto de la Gran Represión, que convivía con la frase “los desaparecidos son entelequias” del “liberal” Videla.
Pero era una época en que, todavía, no estaban abolidas las significaciones ideológicas visibles, de plaza pública: nacionalismo, liberalismo, y en un plano más implícito, los diversos populismos, ante los cuales no era necesario que llegaran las más elaboradas reflexiones de Laclau, para intuirlo como una intermediación de nacionalismos democráticos, socialismos populares, jacobinismos republicanos y según los momentos diversos que se atravesaban, proclamas de “capitalismo serio” contra el “indeseable capitalismo salvaje”. Sin duda, una polémica.
El macrismo hace un corte, da un salto definitivo hacia la desconexión total de las ideologías para inaugurar una oscura política pulsional, exacerbando al individuo aislado como un átomo regido por un nuevo tipo de legalidad represiva. El “deseo represivo” es provocado en una nueva definición de un individuo, apenas superficialmente “ciudadano”, pero que expulsó la idea clásica de ley de su clausurada conciencia de hombre unidimensional. Marchamos hacia una concepción de la “ley” que hasta ahora no conocíamos. Es la ley encarnada por el Carro Blindado Antipiquete con Cañón Hidrante. Este artefacto no se halla dentro de la Constitución, sino al revés. La Constitución es su estropajo, su harapo para el guardabarros. Esto supone la abolición de la norma subjetiva ciudadana, fundada como tal en las diversas vicisitudes de la historia nacional. Es sustituida ahora por la conciencia inmediata, obturada en todos sus poros por el rezo ante el altar del Automóvil Acorazado que actúa en forma intratable, como animal suelto. Verbitsky lo llama teología política, en su última nota en este diario. Dentro de ese carro espectral viajan los voceros escogidos –no son pocos y nos hablan todas las noches– del neofascismo liberal macrista.
La ley moderna, desde el siglo XVIII en adelante siempre se concibió a la manera kantiana –incluso los nacionalismos más “hegelianos” también lo expusieron así–, de modo tal que se relacionase la norma general con la voluntad intrínseca de la persona. La ley moral surgiría entonces de la “voluntaria capacidad de que cada individuo sea un legislador universal”. Lo contrario al blindaje de la conciencia. Era la ley general social reelaborada por una subjetividad abierta del propio “legislador ciudadano”. Yrigoyenismos, peronismos, alfonsinismos, kirchnerismos se convirtieron en el resistente hilo zigzagueante de la reparación nacional democrática, con su más o sus menos y sus préstamos o recelos mutuos. Todos esos nombres se rigieron por ese legado en la interpretación de la ley. Ley social como discusión colectiva y sujetos públicos fusionados en ese debate sobre la norma porosa que hacía a la arquitectura de sus conciencias autónomas.
La novedad es que con el macrismo todo eso ha desaparecido. El fascismo son dos cosas, su nivel historizado y su nivel metafórico. Lo primero, el macrismo no lo frecuenta pues pronuncia palabras republicanas ahistóricas, aunque cada vez menos y sin comprenderlas acabadamente. Pero en el otro plano, su concepción financiera de las conciencias expulsa la ley moral. Concibe apenas conciencias hidrantes, chorros de violencia protocolizada que hostigan cuerpos. Por encima de la ley común hay Protocolos. El Macri-Prinzip, agazapado hasta el momento, ya salió a luz. Actúa al margen de los andamiajes normativos de una trama heredada, imperfecta pero ligada a la idea de hombres sociales libres. El Macri-Prinzip niega todo eso con un complejo y resbaladizo sistema de justificaciones para el pillaje de las conciencias por parte del Estado. El Carro Hidrante-Prinzip va al frente y retrocede un poco. Ejemplo: ataca las bases materiales del cine nacional y al otro día dice que lo “aman”. Las melosas rectificaciones posteriores son la incrustación del melodrama liberal en la conciencia del Protocolo General, y la guía del Carro de Combate Urbano son neometáforas fascistoides que ocupan el lugar de la ley común general.
La voz marginal de Baby Etchecopar, un troll con viscosidades a plena luz que actuaba hace tiempo, se corre progresivamente hacia el centro del sistema macrista. La sociedad argentina, con sus insuficiencias, era una sociedad de debates, una sociedad multilegislativa. La forma abierta de ley hacía que estuviera en los parlamentos y simultáneamente en las conciencias del pueblo del Himno y de la Constitución. El negacionismo macrista, con tantas manifestaciones ya a la vista, implica abandonar esa idea abierta de la ley, esa bellota siempre en debate, por una combinatoria gaseosa y picante. Un neofascismo progresivo, silencioso y sin palabras, con prótesis liberales que cada vez más se alejan de sus actos reales. Ganarle lo más pronto posible las elecciones, lo que no es un sueño descabellado, supone interferir la pesadilla del Gobierno de los Panzer Wagen, adquiridos con el dinero que le falta a la educación, al cine nacional o a la economía popular.