Desde Río de Janeiro. Son días especialmente enloquecidos en un país sumergido en un caos absolutamente descontrolado.
El pasado viernes, y por una ventaja aplastante – 364 votos contra 130 y tres abstenciones – la Cámara de Diputados confirmó la prisión de uno de sus pares, Daniel Silveira, determinada por el pleno del Supremo Tribunal Federal. ¿Y quién es Silveira? Un ex Policía Militar de Rio de Janeiro, que en ocho años de la fuerza sufrió un sinfín de detenciones y prisiones y reprimendas, pero que se hizo conocido por ser uno de los ejemplos más perfectos de los ultra radicales seguidores del ultraderechista Jair Bolsonaro.
La prisión se debió a un video de 20 minutos divulgados en las redes sociales, con Silveira amenazando a integrantes de la corte suprema de justicia brasileña, convocando a la vuelta de la dictadura y dirigiéndose a los jueces del Supremo Tribunal Federal, entre otras delicadezas, como “ustedes son la crema de la bosta”.
En ese mismo viernes, se cumplió un mes con la media de muertos diarios por coronavirus superando la marca del millar.
Eso: hubo días en que se registró una muerte por minuto, frente a la total y absoluta inoperancia del general activo del Ejército, Eduardo Pazuello, y de todos los milicos que esparció por puestos antes ocupados por médicos, investigadores y científicos, en el ministerio de Salud.
Y más: ese mismo viernes, Jair Bolsonaro anunció formalmente que reemplazará al economista ultra-liberal Roberto Castello Branco en la presidencia de la estatal Petrobras.
Desde el gobierno del ilegítimo Michel Temer, quien reemplazó a Dilma Rousseff, destituida a raíz de un golpe institucional, la Petrobras fue siendo poco a poco desmantelada.
Bajo Bolsonaro y Castello Branco, el proceso se aceleró.
¿Por qué entonces destituirlo? Porque la empresa siguió el parámetro determinado por los precios internacionales de combustibles, lo que provocó la ira de los camioneros, uno de los bastiones de respaldo de Bolsonaro.
¿Y quién reemplazará al ultra-liberal Castello Branco? Pues, claro, un general retirado, Joaquim Silva e Luna, que hasta ahora presidía la binacional brasileña-paraguaya Itaipu, de energía eléctrica.
¿Qué sabe él de una petrolera? Lo mismo que sé yo de la vida íntima de Lady Gaga.
Dos cosas caminan lado a lado, y de manera cada vez más cercana, por estos tiempos caóticos en Brasil: la destrucción de todo lo que fue conquistado desde la vuelta de la democracia, en 1985, luego de 21 años de dictadura militar, y la creciente militarización del gobierno electo en 2018, teniendo a la cabeza a un teniente indisciplinado que solo ascendió al grado de capitán al ser expulsado de la fuerza, como es norma en el país.
También por esos días se conoció que volvió la censura, con la secretaría Especial de Cultura, dependiente del ministerio de Turismo, rechazando la liberación de recursos para proyectos considerados izquierdistas, con una convocatoria para la venta de libros escolares impidiendo términos como “democratización” en su contenido, y con la no liberación de recursos previamente aprobados para producción audiovisual.
Se supo que el presupuesto destinado a la educación pública nacional bajó a los niveles de 2010, que el 71 por ciento de los indígenas – que, teóricamente, estarían en el grupo preferencial de inmunización – no fueron vacunados, que un decreto presidencial liberó la compra de armas y municiones: cada ciudadano puede adquirir hasta 60 armas y cinco mil municiones por año.
El ultraderechista Jair Bolsonaro (foto) sigue en peregrinación por todo el país, con la obsesión de reelegirse en 2022.
La economía está hundida, el desempleo alcanza a unos 14 millones de brasileños, el país volvió al mapa mundial del hambre del que había sido sacado por Lula da Silva, la pandemia corre suelta y crece sin control, la imagen del país se derrite como una paleta al sol, pero no hay cómo pararle la mano al genocida.
Hago aquí una apelación a las autoridades sanitarias argentinas y al presidente Alberto Fernández y a la presidenta del Senado, Cristina Kirchner: déjenme por favor volar a Buenos Aires e instalarme con mi compañera en el departamento que tenemos desde hace mucho en Palermo Viejo. No aguantamos más lo que estamos viviendo por aquí.
De no ser posible, que por favor algún amigo vaya cenar al Guido, a tomar un trago en el Pinot, a comer en las Cortaderas. Y que luego me cuente.