EL CUENTO POR SU AUTOR
Cada vez que viajo a Irlanda del Norte agudizo el oído para escuchar las historias que se cuentan alrededor de la mesa familiar o en la barra del pub, que es la extensión de esa misma mesa. Las anécdotas son interminables y la mayoría gira alrededor de la guerra entre católicos y protestantes o mejor: republicanos y unionistas leales a la reina. Así de antiguo y duradero es el conflicto y el rencor en un territorio más chico que la isla de Tierra del Fuego. En una de esas noches escuché una historia sobre un viejo entrenador de palomas mensajeras. Recuerdo, o imaginé, que estaba sentado en su jardín cuando recibió una inesperada visita del cartero. Los hombres conversan, vuelven a ese día fatal de enfrentamientos entre el IRA y el ejército cuando el entrenador aún era joven y el cartero, un niño. Al sentarme a escribir la historia desde esa escena, apareció una hija que cuidando de un padre, una casa testigo de la historia, las contradicciones del amor y de la guerra. A esa época se la llama “The troubles” y es un conflicto que aunque parezca lejano a nuestras tierras está demasiado cerca. El enemigo pierde sus bordes, cruza la línea, se adentra en nuestras casas, es nuestro amigo, somos nosotros mismos. Los mensajes se pierden en medio de la batalla. A veces algo se recupera. A veces algo vivo queda, a pesar de la espesa nube que nos rodea puertas adentro.
EL ENTRENADOR DE PALOMAS
Esta es una mañana para ser feliz, una mañana para no morirse, piensa Mary mientras vigila a su padre sentado en la silla de ruedas junto a las aromáticas que logró salvar del invierno. Es una de esas mañanas de verano que en la isla se esperan todo el año, una mañana de solear frazadas y alfombras que huelen a invierno con cerveza derramada. Desde la ventana de la cocina, Mary aprecia su pequeño jardín rectangular y se pregunta por qué no lo hizo antes. Solo después de separarse y de poner a su padre en el geriátrico logró convertir ese patio abandonado en un lugar donde respirar. Había aprendido a caminar en ese fondo, a erguirse un paso y después otro entre basura acumulada y mierda de palomas. ¿Por qué no lo hizo antes? La pregunta se le expande, contiene tiempos, cadáveres y decisiones que no le pertenecen del todo. ¿Cuánto es lo que pudo haber hecho con lo que tenía antes de? Lo único que sabe es que ahora, después de todo lo perdido, tiene esa casa. Y es de ella aunque el viejo esté sentado ahí hace unas horas. Ahora está sola y tal vez esa sea la condición y el precio final que no figura en ningún presupuesto de remodelación. El agua rebalsa la pava bajo la canilla y Mary vuelve al té apenas cortado con leche que el viejo toma cada mañana. No debería brillar el sol sobre quienes no pueden valorarlo, piensa Mary, imitando el entrecejo fruncido de Ennis Foley, su padre, que intenta levantarse pero cae rotundo sobre la silla y se pone a hacer visera con la mano como si el sol tibio de la mañana fuera la estrella de la muerte.
Lo mejor del hospital es no saber la hora del día. Entre calmantes y cortinas Ennis Foley se las arregla para que el tiempo no exista como antes. Apenas lo internaron mandó a Mary sacar el reloj que colgaba de la pared frente a su cama. A esta altura nadie lo obligará a saber en qué momento del día está viviendo, ya no tiene tiempo para creer en precisiones. Ese tiempo ya pasó, se fue con ella, el mismo día que se fueron las palomas. Y ahora lo devuelven a este patio, y como si fuera poco lo ponen a tomar sol. Desde que lo bajaron de la ambulancia lo tienen ahí, observando el cielo para qué, si lo conoce de memoria. Como conoce la casa a pesar de lo que le han hecho. Pero no pueden contra todo, por más que le hayan matado las palomas, por más que ahora todo parezca sacado de una revista barata de decoración de interiores, por más que su hija quiera transformarla en una casa de playa, estas construcciones resisten porque fueron pensadas como jaulas. Y la única manera de ganarle a la jaula es alimentarla con rebeldía. No hay pisos flotantes ni almohadones de lienzos que logren transformar este cielo recortado de medianeras simétricas, no hay velas aromáticas contra el olor de la turba quemando en las chimeneas, y los pasillos y los techos de este barrio no dejarán de ser el laberinto perfecto de los muchachos perseguidos por el ejército. Aunque ya no estén. Ni los muchachos ni el ejército. No, no necesita de este sol absurdo.
El viejo Ennis espanta el sol con una mano y con la otra llama a su hija que lo observa sin mirarlo del otro lado de la ventana.
-¡Vago de mierda, si el trabajo fuera en la cama dormirías en el piso!
Ahora Mary corta la llamada y se pone de espaldas al patio. Primero tiene que resolver qué hacer con su padre, pero luego verá qué hacer con su ex. Tal vez el viejo tenga razón y lo mejor sea iniciar el divorcio. Una vez que le pide que la reemplace en la peluquería, una vez que ella confía en que él va a ayudarla.
No hay caso con esa chica, va a ignorarlo hasta que él se enoje y ahí entonces la culpa será de él, como siempre. Va a tener que usarlo. Ennis resopla, se lleva la mano al pecho, aprieta el silbato. Mejor espera un minuto, no quiere volver hoy mismo al geriátrico y ella es capaz. Porque ella es como su madre, puede amarlo pero se cansa fácil de lo difícil. Como todos, supone el viejo. Los que no se murieron se mudaron al continente cálido, a seguir con la extranjería a otra parte, como si todo lo ocurrido en la isla, en sus casas, dentro sus familias, ya no fuera compañía suficiente. Pobres diablos, no pueden convivir con el pasado. Terminar sus días así, como camaleones al sol, escuchando palabras sin sentido, rodeados de tonos estridentes y colores de fiesta. Eso es cosa de los nuevos muchachos, no de ellos, que han vivido los días de sol como una excusa para olvidarse por un rato de la guerra. Bajar al mar sin zapatos, probar el agua helada en el cuerpo, beber bajo el calor estúpido del mediodía. Un impás, así debiera ser siempre, piensa, inesperado y absoluto, como la muerte. Pero en la isla ya no hay guerras que justifiquen este tipo de bendiciones y por eso él se va a quedar ahí, porque sabe que el valor de la vida depende de sus restricciones. El viejo quiere pedirle a su hija que lo saque ya mismo de ese pantano de la memoria, pero Mary sigue mirando la pantalla de su teléfono, hablándole vaya a saber a quién. Ahora sí, pierde la paciencia, sopla el silbato pero sus pulmones no tienen el aire de antes, no suena como debería sonar un entrenador de palomas. ¿Qué ave respondería a este chillido seco que sale de su boca? Vuelve a hacerlo por segunda vez con la impotencia que le dan esas hierbas aromáticas creciendo en el lugar donde estaban antes sus jaulas.
El sonido de alta frecuencia la asusta. El celular de Mary cae al piso, la pantalla estalla en mil pedazos. Ahora ni siquiera podrá buscar otro reemplazo. Pero cómo se atreve a hacerlo de nuevo, este hombre no entiende que ya perdió todo, que ella es lo único que le queda, cuándo va a aprender a cuidarla como cuidó a esos bichos, diseñados para enviar mensajes de guerra, pobres bichos compartiendo la misma suerte que ellos, nacidos y criados entre dos bandos dentro de una tierra tan pequeña como irreconciliable. Mary respira profundo antes de abrir la puerta, si no lo hace va a matarlo o peor, devolverlo al geriátrico a donde tendría que haberlo llevado apenas salió del hospital.
Mary se tira sobre el picaporte, abre la puerta y saca solo la cabeza, dejando el cuerpo clavado como una estaca del lado de adentro de la casa.
-¿Qué pasa ahora?
El viejo sabe que está enfurecida.
-¡Vení acá, hija! Necesito preguntarte algo.
Mary cuenta hasta tres, su padre casi se muere semanas atrás, casi se muere, lo repite como un mantra porque otra vez es ella quien tiene que ser la paciente en este caso. Pero no lo logra, por momentos quiere que lo internen de nuevo, que lo atiendan las enfermeras, que otros laven sus pulmones saturados de nicotina, de culpa, de rabia, de esperar a la mujer que lo dejó solo con dos hijos como si ellos no hubieran perdido también a su madre. El frío que ahora Mary siente en la espalda no es por la ventana que dejó abierta sino por eso que le recorre el cuerpo a la velocidad de la sangre. Está deseando su muerte, eso es lo que está deseando y apenas bordea el pensamiento ya lo espanta con la mano como si tuviera una mosca zumbándole en la oreja. La voz le sale inesperada, cariñosa:
- ¿Qué necesita mi viejo?
Ennis la mira achinando los ojos duros, se cruza de brazos.
-Sacame del sol por favor, no tengo fuerza para mover esta cosa.
Mary lo entra hasta la sala, lo coloca frente al televisor y le alcanza el control remoto. Se apura a agarrar el piloto y la cartera que cuelgan de la pared.
-Prometeme que no te irás, dijo él, apocado en su silla.
Ella escucha el lamento sobre la pregunta. Se da vuelta sin entender del todo, no reconoce ese timbre de voz, como si de pronto su padre le estuviera haciendo un pedido equivocado o un reclamo para otra persona.
Se vuelve hacia él con la manta que cubre el respaldo del sillón, se la acomoda sobre las piernas y lo besa en la frente.
-Vuelvo en cuanto pueda. Te dejé un sándwich sobre la mesa.
Pero el viejo la agarra del brazo.
-Prometeme que no te irás de la isla.
Al final lo dijo. Mary sonríe. Al final reconoce frente a ella que la necesita.
-¡Como si así pudiera librarme del inútil de mi ex!
-No podés decir que no te lo advertí desde el primer día.
Mary le sonríe antes de salir disparada por la puerta de calle y él se siente orgulloso de ser quien le mejore el humor a su hija, al menos siguen siendo buenos contrincantes.
Escucha el motor del auto, la marcha atrás y la estela de los neumáticos al alejarse por el pavimento.
Sorbe un poco de té, lo apoya en su regazo. El calor de la taza en las piernas, algo sienten aún, como los pulmones. Ellos también están despiertos, solo hay que ayudarlos. Lo piensa cuando ve el atado de cigarros de Mary sobre la mesa de la tele. Se estira todo lo que puede y cuando está a punto de manotear, alguien llama a la puerta, pregunta por Mary.
El viejo duda un segundo. No reconoce la voz, tal vez sea algo importante.
-Mary salió, vuelva más tarde.
-¿Señor Foley? ¿Es usted?
-Quién es.
-Soy Liam, el cartero. Bah, el amigo de Mary.
-Vuelva más tarde, ella ahora no está.
-Liam Gallagher, de la calle Culmore. ¿Se acuerda de mí?
Cómo no se iba a acordar, el menor de los Gallagher, el preferido de ella. Siempre le había dicho que lo quería para Mary, que ese chico valía oro. Ella temía por el futuro de Mary pero mucho más por el de Eamon. Y al final tenía razón, el niño era el más débil de los dos. Un hombre que se niega a las armas no debería llamarse hombre.
-¿Puedo pasar a saludarlo, señor Foley?
El viejo niega con la cabeza del otro lado de la puerta pero el muchacho lo agarra desprevenido, y lo hace pasar. En un segundo lo tiene parado frente a él, con una sonrisa que nadie le ha dedicado en mucho tiempo.
-¿Cómo se siente? Me dijo Mary que anduvo de nuevo con problemas.
El viejo lo observa desde la silla, no puede contestarle a nadie que lo mire desde arriba. Liam percibe la incomodidad y va directo al sillón. Se sienta frente a él, se cruza de piernas. Al viejo le parece que forma más parte de esa casa que él mismo, lo mira a los ojos por un segundo y el muchacho enseguida se para.
-¿Le preparo más té?
-Si, por favor. Este ya está frío.
El viejo lo observa hacer. Liam no busca en los estantes, va hacia el lugar preciso de las cosas. Tal vez ella tenía razón y este chico ya esté en algo con Mary. Esa mujer veía más lejos que él, por eso se había ido. Qué propósito tendría vivir al lado de un hombre que hoy no puede sostenerse sobre sus dos piernas. Nunca lo sabrá y esa es su guerra inacabada. Nunca sabrá si ella está bajo tierra o feliz en otra parte. Y aunque ya es tarde para seguir preguntándose esas cosas, no puede dejar de hacerlo. La desconfianza de su propia gente, los murmullos a sus espaldas en el pub, todo lo aceptó por ella, todo. No lo duda, prefiere que esté muerta y esa certeza es algo que empeora con el tiempo, como sus pulmones. Porque lo que le pudre el aire que respira hace ya tantos años no es solo la nicotina, son las dudas de lo que pasó ese día pero también la cobardía de saber la verdad, de no haberse animado a preguntar cuando todavía estaban vivos quienes podían darle una respuesta. Toda su familia se lo dijo: puede cambiarse la fe, pero jamás será republicana.
Liam se acerca con dos tazas de té, ofrece llevarlo al jardín trasero, pero y el viejo niega con la cabeza.
-Jardín trasero, repite. Ese lugar nunca será un jardín.
Liam se apura a dejar las tazas sobre la mesa ratona del living.
-Pero está quedando bien la casa, verdad.
El viejo nota un cambio en su voz, un halago impostado. Se miran un segundo.
-En ese patio vivieron y murieron mis palomas.
Liam vuelve a sentarse en el sillón, se siente en falta frente al señor Foley que ahora mueve su silla hasta la mesa y quedan enfrentados, a la misma altura.
Afuera, recortados por el ventanal del living, unos chicos juegan a la pelota en mitad de la calle. Liam está de espaldas a ellos, puede oír sus voces infantiles pero solo el viejo los ve. Se gritan insultos irrepetibles. Liam quisiera estar en la calle y no en medio de ese silencio recargado. Sin embargo, por más ridículo que parezca, confía en el azar de ese encuentro. Tal vez haya llegado el momento de hablar.
Pero el viejo se le adelanta y lo interroga sobre la correspondencia que lo trajo hasta allí.
-No sé, parece ser una carta del banco. Al menos eso es lo que dice el matasellos, señor.
-Supongo que habrá necesitado un crédito para tantos cambios.
Liam levanta los hombros y sonríe, mira hacia el patio. El viejo se da cuenta que no va a decirle nada más. Al menos es leal con ella, piensa. No es poca cosa.
-Siempre pienso en sus palomas, señor Foley.
Algo se mueve en el pecho de Ennis Foley, un movimiento casi imperceptible que lo hace erguirse aunque esté sentado.
-¿Por qué mis palomas ?
Liam agarra su taza y toma un trago, transpira bajo la chomba roja del Royal Mail.
-Nunca entendí cómo es que saben regresar- su pregunta es cierta pero más cierto es que intenta ganar tiempo, hacerse de valor.
-Son palomas bravías, hijo. Con comida, trabajo y disciplina aprenden rápido el camino a casa. Una brújula en el ojo derecho, eso dicen que tienen. Pero yo estoy seguro que es otra cosa la que las guía.
La pelota de pronto cruza el cerco de la entrada y casi le da al ventanal.
-Dásela. Pero deciles que los quiero fuera de mi calle-. El viejo da la orden impasible, casi sin mirarlo y se termina el té en dos sorbos largos, como si estuviera liquidando una pinta de cerveza.
Dos de los chicos se arriman trotando al cerco. Liam se levanta y antes de que toquen el timbre ya está afuera, con la pelota en la mano.
Con dificultad, el señor Foley hace rodar la silla hasta la puerta que da al patio. Se agita y le falta el aire. Como ese día, cuando ya era viejo a pesar de sus treinta y cinco años. El desempleo envejece a los hombres. El desamor los revienta. Por eso deben endurecer la piel, para que no se note todo lo que les falta dentro. Las corridas y los tiros habían empezado temprano. Alertas, las palomas revoloteaban en todas direcciones, presintiendo el peligro dentro de su jaula. Ella también iba y venía por la casa, espiando los estruendos de la calle tras la cortina del living, como si no estuviera acostumbrada. Antes de salir a la reunión en el pub, donde le darían los mensajes, él les cubrió la jaula. Se aseguró de que la lona tapara cada hueco. Pero nada era suficiente cuando el ejército acechaba. Una nube densa y blanca entraba en cada rincón de la casa, llegaba desde el patio cubriéndolo todo. Desde el auto vio a la gente corriendo ciega calle abajo, la nube amarga de los gases, los llantos, los gritos, las palomas muertas en el piso de la jaula, sus mensajes arrugados en el puño de la mano. Y ella desaparecía. El delirio duró días y noches con el ejército dentro de las casas y los chicos insomnes preguntando por su madre.
Siente la mano de Liam sobre su hombro y se sobresalta.
-Esos malditos. Mataron a mis palomas. -Eso es todo lo que el viejo puede lamentar con palabras.
Liam junta valor, lo ayuda no estar viendo la cara arrasada del hombre.
-Tengo algo que decirle, señor Foley.
-Está bien, hijo. Mary se merece un buen hombre.
Liam se sorprende y casi sonríe pero esa blandura no traspasa a su voz.
-No es eso.
El viejo ahora voltea la cabeza y lo mira.
-Yo maté sus palomas.
Liam se arroja a contarlo todo y la expresión de su cara se infantiliza, las palabras se le aceleran como si volviera a estar corriendo tras su hermano esa tarde, ¡brits out! ¡brits out! Y él en medio de la revuelta, las risas y la lluvia de insultos cayendo en forma de piedras en dirección a los soldados que empiezan a disparar, entonces alguien grita que no son balas de goma y Liam agarra un cartucho de gas que le cae a los pies, se los va a devolver para que lloren como ellos, como ese chico que se arrastra buscando un refugio con una herida de bala, o esa mujer que agita un pañuelo blanco al aire. Pero los soldados siguen tirando y él lanza el cartucho con todas sus fuerzas, no ve donde cae hasta que su hermano le dice y en medio de la corrida Liam le pide disculpas porque dejó que se creyera, no fueron los soldados, no al menos contra sus palomas, y él era solo un chico que se estaba divirtiendo hasta que empezaron a tirar en serio. Y entonces él también quiso dispararles. Ya pasó tanto tiempo que tal vez parezca tonto, pero en ese momento no lo era, algunos sabían para qué eran sus palomas y recién ahora, después de tantos años pero el viejo no lo ve, tampoco lo escucha porque él mismo está en otra parte, está viendo cómo ella se aleja apurada por la calle, pasando entre la gente, cubriéndose la nariz con un pañuelo, él está en el auto cuando la ve y ve el humo saliendo de su casa, mira el reloj en su pulsera, los chicos gracias al cielo aun están en la escuela pero sus palomas. Entra corriendo a la casa, no puede ver nada y aún así descorre la lona, impotente ahuyenta el gas con los brazos pero sabe que es tarde. Tienen los ojos abiertos y las alas pegadas al cuerpo, como los dos chicos que mató ese día el ejército.
Mary lavó y peinó cabezas toda la tarde pensando en su padre solo ahí adentro. Quería llegar y preparar la comida, cenar viendo juntos las noticias en la tele. Se baja del auto apurada y ve la camioneta del Royal Mail estacionada en la puerta de su casa. Al entrar confirma lo que estaba suponiendo.
Ahí está Liam, junto a su padre, admirando el nuevo jardín. Qué bueno que se hayan cruzado, piensa.
Liam va a su encuentro, la agarra de la cintura y le da un beso.
El viejo la escucha entrar pero no se da vuelta. Se queda mirando el patio.
Se alegra de que su hija haya vuelto. Él por su parte, no piensa volver a irse de ahí.