El nieto observa “con íntima extrañeza” la escritura de su abuelo Krikor Tatian en un cuaderno que comenzó a escribir cinco años antes de que llegara al puerto de Buenos Aires, en noviembre de 1927. Krikor, que entonces tenía 23 años y había aprendido el oficio de sastre en el orfelinato de Antilyas (hoy se escribe Antelias, una pequeña ciudad junto al mar, cerca de Beirut), fue embarcado por su madre para protegerlo de una persecución policial hacia comunistas. ¿Cómo leer los restos que se preservan de ese material tan ilegible como entrañable del archivo familiar, cuando hay una lengua de distancia, la lengua armenia, que el nieto no habla ni escribe? En La tierra de los niños (Zindo&Gafuri), Diego Tatian, doctor en filosofía, ensayista, narrador y docente, explora ese legado como si se tratara de piezas arqueológicas que sobreviven a un genocidio.
El libro, prologado por la escritora Ana Arzoumanian, incluye fotografías familiares, y la plancha y la tijera del abuelo de Tatian, “restos del naufragio de las vidas en el mar del tiempo”, que “llegaron hasta nosotros como mudas reliquias de un mundo extinto”. Krikor, que antes de aprender el oficio de sastre fue pastor, es un sobreviviente. Estuvo a punto de morir de hambre con sus hermanos y su madre, en un campo de refugiados armenios en la ciudad siria de Homs; pero sobrevivieron. “¿Qué es lo que permite a alguien sobrevivir en una situación de adversidad extrema? ¿Es la sobre-vida algo invisible que algunas personas alojan en su vida e indistinguible de ella? ¿Algo que llevan consigo y no lo saben? ¿Una fuerza? ¿Una intensidad que atesora el deseo? ¿Una gracia? ¿Simplemente un azar? No lo sabemos”, escribe Tatian.
En un certificado de salud y buena conducta de su abuelo, el escritor y filósofo encuentra una chispa que ilumina lo que estaba borroneado. Krikor declaró que “no es ni bolchevique ni anarquista”. El nieto afirma que “debió mentir para salvar la vida, para irse lejos”. Tatian reconstruye un recuerdo familiar que brilla frente al asedio de la muerte. “Estoy seguro de que en ninguna ocasión volvió a mentir. Ni siquiera cuando, muchos años después, la policía de Córdoba irrumpió en la sastrería que ocupaba la parte delantera de la casa buscando a sus hijos, también a ellos por comunistas. Esa vez, mezclando palabras en armenio, dijo que en efecto las personas que querían encontrar vivían allí, que él era orgullosamente el padre, pero que era extranjero y entendía poco el castellano. Necesitaba tiempo para deletrear la orden de ingreso judicial al domicilio. Con la hoja en la mano dejó transcurrir varios minutos. Una picardía, pero no una mentira -aclara el nieto, traduciendo esa escena-. Corría el año 1956 ó 1957, y el ardid de ignorancia permitió a sus hijos escabullirse por los techos. Kantiano sin saberlo, por naturaleza, o -paradójicamente- por pura sensibilidad, hizo de la honradez y la veracidad los principios inconmovibles de una forma de vida”.
Tatian tira del hilo del comunismo como herencia en tensión. Krikor fue hasta el último día comunista. Y hasta que murió, en 1987, llevó una cruz colgada de su cuello. “Cierta vez, seguramente con aire sobrador de adolescente que mira a su abuelo como un viejo que no entiende el mundo, le pregunté si no había en ello una contradicción: 'o comunista o cristiano'. Me miró largo, acarició con cariño mi cabeza y me dijo que algún día iba a entender. Aunque no pasó demasiado tiempo para que pudiera llegar a comprender por qué Krikor era cristiano además de comunista, siento que ese día de entendimiento augurado por él aquella vez todavía no llegó”, reconoce el filósofo y escritor, autor de los libros de relatos Lugar sin pájaros (1998), El último en dormir (2007), Frágil memoria de muertos (2010) y Los seres y las cosas (2014); y de los ensayos La cautela del salvaje. Pasiones y política en Spinoza (2001), La conjura de los justos. Borges y la ciudad de los hombres (2010), Lo impropio (2013) y Spinoza disidente (2019), entre otros.
El otro hilo que despliega Tatian en La tierra de los niños tiene que ver con la vida de su abuela Azniv Ohannessian (la esposa de Krikor), que llegó a Buenos Aires a los 9 años, en abril de 1929. El nieto lee un pasaje de las memorias de Azniv, que dejó escritas en castellano en un cuaderno: “Llegué hasta 5º grado y tuve que suspender todo estudio para casarme obligadamente por exigencia de mi madre; apenas cumplí los 14 años se me encadenó a un noviazgo jamás compartido por mi inútil resistencia. ¿Alguien puede comprender el dolor, la rebeldía del rechazo total de una niña de 15 años que solo tenía sueños de estudiar, de cultivarse, de ver otra cara de la vida diferente de la que le había tocado vivir?”. Azniv escribió y publicó en una sencilla edición de autor un libro de cocina -”rompe con la oralidad a la que parecía destinada; toma las letras por asalto”-, prologado por su nieto, que se pregunta cuál es el significado de haber escrito un libro para una mujer de origen armenio conminada a llevar una vida que nunca quiso. Tatian conjetura que quizá sintió que la escritura de ese libro fue “una compensación por tanta promesa incumplida”.
Tatian -el niño que en una de las fotografías está sobre la falda de su abuelo Krikor y se distrae “con algo que sucede fuera del encuadre y que nadie alcanza a ver- sabe que los libros son objetos casi sagrados para los armenios. Esa confianza en preservar las marcas que los seres humanos dejan, más allá de las masacres, le resulta familiar por haberla sentido “en la casa de un sastre y una zurcidora, que hicieron una biblioteca propia y practicaron la escritura como anhelo de felicidad”.