Hay un personaje, que fue famosísimo en nuestro país, pero ha sido muy olvidado. Es raro porque, a lo que fue su pasión, le entregó hasta la vida. Juan Gálvez murió en 1963, piloteando su cupé Ford en una carrera en Olavarría, después de haber sido el único piloto en la historia del automovilismo argentino, que obtuvo nueve títulos como campeón nacional en la categoría Turismo de Carretera. Eran épocas gloriosas donde los recursos eran puramente mecánicos sin el auxilio de la computación y la electrónica. Juan Gálvez compartía su pasión con los hermanos Emiliozzi, Fangio, Marcos Ciani, Rolo de Álzaga, Marimón, su hermano Oscar y cientos de otros pilotos y “acompañantes” que conformaban la bullanguera tribu fierrera.
Ahora, ¿por qué Juan Gálvez descollaba entre tantos? Arriesgados eran todos, y muchos –demasiados– murieron enfervorizados por ganar, corriendo entre los ciento cincuenta y doscientos kilómetros por hora. Todos se las rebuscaban para obtener recursos para financiar tremenda vocación por la velocidad y el éxito. Todos tendrían excelentes reflejos para decidir maniobras sobre la marcha a esas velocidades y en autos que no contaban con el equipamiento y los infinitos recursos técnicos con que disponemos en la actualidad. Tanto los faros para iluminar trayectos nocturnos como la eficiencia de los frenos eran rudimentarios.
También todos querían ser campeones, pero el plus de Juan Gálvez, además de ser un piloto genial, residía en los secretos de su taller, su planificación estratégica de cada carrera y en el hecho de que nunca se quiso “pasar de vivo” y respetaba a rajatabla los horarios, condiciones y exigencias de los reglamentos de cada carrera. Todo esto figura en “El campeón eterno”, una excelente biografía escrita por su hijo Ricardo Gálvez.
Los secretos de su taller eran increíbles. La meticulosidad persiguiendo la perfección, una obsesión. Por ejemplo, para saber si los pistones tenían alguna fragilidad o fisura interior los colgaban de unas tanzas y recurrían a un afinador de pianos para que, al golpearlos con un fierrito (tipo xilofón) dictaminara con sus oídos si tenían fallas invisibles o no. Muchas de las cubiertas nuevas eran desechadas porque no cumplían con los estándares de calidad que se autoimponía el taller. Si existía la duda sobre el origen legítimo de un repuesto, se lo descartaba sin compasión aunque no tuviera uso. Para cada competencia todos los tornillos y bulones eran flamantes. La cupé corría con dos tanques de nafta y, dependiendo de la cantidad de curvas de derecha o izquierda de cada circuito, se cargaba uno u otro para contrapesar cuando se doblaba a altísima velocidad. También el acompañante se sentaba detrás y contrapesaba rebotando de una punta a la otra del asiento, según el sentido de las curvas. Juan aprendía en los talleres de aeronáutica de la época y así, por ejemplo, arenaba los pistones con una pasta de cáscara de nuez para no desgastarlos. También en el taller se le otorgaba un tiempo de vida a cada repuesto, y cuando éste vencía se lo reemplazaba, aunque luciera impecable.
Era un innovador. Cuando los reglamentos prohibieron el uso de más de un carburador, él estudió las especificaciones y vio que el carburador de su auto particular cumplía con todos los requisitos, pensó que ese carburador podía mejorar notablemente la performance y se lo colocó a su cupé. Ganó la carrera, por lo que los otros corredores exigieron la desclasificación, pero como cumplía con lo exigido, según un detallado estudio del reglamento, no se lo descalificó. Tuvieron que modificar los reglamentos y prohibir expresamente el uso de ese tipo de carburadores.
Otro ejemplo para comprender cómo se desvivían por ganar segundos: si el embrague empezaba a patinar llevaban una mezcla de azúcar, arena y talco industrial que lo vertían por un conducto desde el volante (con la cupé a más de 100 km/h) y se reparaba mágicamente el desperfecto.
Un ejemplo de sus estrategias era que –previo a las carreras– recorría los largos itinerarios pintando árboles y piedras con un código propio y secreto para, ya en carrera, adelantarse a sorpresas del camino. Esto hasta que descubría que otros ya habían descifrado el código y lo aprovechaban, por lo que cada tanto debía cambiarlo.
Una característica notable de la tribu era que todos ocultaban y escamoteaban sus secretos y estrategias, pero comían juntos en largas y ruidosas mesas recordando curvas, badenes, empantanamientos y ríos, aventuras increíbles y anécdotas risueñas. Sabían que eran expertos en emocionar y enloquecer multitudes. Eran verdaderos locos y todos los fines de semana arriesgaban sus vidas para alcanzar la gloria.