EL CUENTO POR SU AUTOR

Los cuentos que más me gustan son los que parecen estar recortados de un pedazo de vereda, o de café, o de estación de trenes. Esos que rescatan una narrativa de sobremesa y, con el lenguaje poético como lanza, avanzan tan profundo como pueden. En Apenas ricos intenté ir por ese lado.

Tuve dos abuelos que contaban buenas historias. Y las contaban muy bien (no siempre las dos cosas se conjugan para que la magia ocurra). Uno porteño, sus cuentos tenían avenida y tango, colectivo y estadio. Otro de un pueblo de la provincia de Buenos Aires, sus cuentos tenían tiempo y campo, sulky y vía de tren. Yo nací y vivo en Mar del Plata, que no es ni pueblo, ni gran ciudad; que tiene otra musiquita. Creo que por eso, esos dos universos de historias tan ajenas me maravillaron desde siempre. Y creo que, por lo mismo, me alimenté de esos lenguajes, personajes y situaciones cuando empecé a escribir. Es decir, robé de ahí todo lo que pude para llenar, como la llama Stephen King, la caja de herramientas del escritor.

Este cuento se inspira en el segundo de esos dos universos y su historia, una épica de los derrotados, hace foco en ese momento maravilloso en el que la gente común, cansada de recibir los palazos de la injusticia, decide actuar, moverse, hacer algo. Lo que ocurre adentro y afuera en el instante en que la decisión, acertada o no, pasa a estar tomada. El narrador de este relato busca el principio de su historia, y la piensa, y la entiende. El principio de una historia es un límite. Pero no cualquier límite. Es el impensado, es ese umbral que un segundo antes ni siquiera sabíamos que estaba ahí.

Apenas ricos fue escrito en el marco del taller literario de Bibiana Ricciardi, y fue publicado en la antología del primer concurso de narrativa de Fundación La Balandra, en el que obtuvo una mención. 


APENAS RICOS

De afuera podría parecer que todo empezó antes. Que empezó con lo del robo. O cuando nos fundimos. Algún allegado hasta podrá arriesgar que empezó cuando se enfermó mamá, o en sus últimos días en el hospital. Qué sé yo; todo eso puede ser verdad, aunque principio, lo que se dice principio, debería haber uno solo. Si parece haber más de un principio, uno supone que algo raro hay, que existe un principio verdadero entre muchos otros falsos, y que la tarea de uno es desenmascarar a los impostores hasta llegar al verdadero. Tal vez haya uno para cada persona que observe cada historia. Tendría que preguntarle al viejo, a ver cuál fue el principio para él, pero sigue durmiendo. Puede que, para él, el principio de todo esto haya sido hace tanto que ni siquiera había nacido. Cuando el abuelo Manzini se vino de Italia en tercera, por ejemplo. O en la batalla de Caseros, de la que tanto le gusta hablar y lamentarse. Se lo voy a preguntar. Por ahí ni siquiera se detuvo a pensarlo. Un principio para cada persona; para mí, el principio de todo esto está mucho más acá, más cerca en el tiempo y en el espacio. Para mí todo esto empezó, o al menos me di cuenta de que había empezado, cuando el viejo me pasó el mate y me dijo, así, sin preámbulo, sin anestesia; lo vamos a tener que hacer cagar a Ramírez, che.

Que la cosa venía jodida lo sabíamos de antemano. No podemos decir que nos agarró por sorpresa, ni mucho menos. Sabíamos que las papas iban a quemar, y las tuvimos en la mano hasta que no aguantamos más. Ahí cerramos el almacén. Ya veníamos haciendo malabares desde que abrieron el supermercado Día. Imposible competir con esos precios. Pero bien que mal la piloteamos unos cuantos años más; empezamos a ofrecer fiambres de alta calidad, vinos que no se conseguían en ningún lugar del pueblo, algún condimento más sofisticado. Yo propuse y papá aceptó. No nos fue mal, al principio. Pero cuando se enfermó la vieja se empezó a complicar todo. Por primera vez en años tuvimos el almacén cerrado algún que otro día. La atención no era la de siempre, porque estábamos cansados, apenas si podíamos dormir algunas horas en el último tiempo de mamá. Y después, la crisis. Sabíamos que la cosa venía jodida, sí, pero no estábamos preparados para esa fuerza, para ese viento que arrasó con todo.

No me justifico. Si estamos acá fue por decisión de los dos. Nadie nos obligó. Nos empujaron, eso sí. Nos fueron cerrando caminos. Pero no me justifico.

La verdad es que papá sugirió la idea con timidez. Era una vieja fantasía y me lo dijo durante la última navidad. La pasamos mano a mano, los dos solos. Nos tomamos las pocas botellas de champagne que nos habían quedado del cierre del almacén en el patio, mirando el cielo. Los dos pensábamos en la vieja, y los dos nos hacíamos los pelotudos para no llorar. Pavada de machos. No pasó, pero si uno de los dos hubiera mencionado algo, lo que sea, su nombre, alguna anécdota, o si alguno de los dos hubiera levantado la copa al cielo, o a los rosales que había plantado; si alguno la hubiese traído al patio por un segundo, nos habríamos largado a llorar como bebés. Pero no, no lo hicimos, y el viejo sugirió la idea como si fuera una locura. Como si fuera un viaje soñado en la juventud y postergado por causas ajenas y propias.

—¿Sabés de qué tengo ganas, desde hace mil años?

—¿De qué?

—De reventar la bóveda del Provincia.

Nos cagamos de risa un buen rato. Desde lo de mamá que no nos reíamos así, cómplices. Yo seguía riéndome cuando él se puso serio. Las lucecitas de navidad que colgaban del alero titilaban y le vi la cara transformándose en fotogramas; los ojos achinados de la risa y el champagne chorréandole por los dedos al sacudirse, oscuridad, la mano secándole las lágrimas, oscuridad, los ojos abiertos y redondos, oscuridad. De repente estaba serio, y la luz iba y venía sobre su seriedad. Estiró su copa para brindar. Brindamos. Seguía serio cuando me dijo lo que podría ser uno de los principios de todo esto; pero no el mío, el mío es otro.

—Vamos a reventar la bóveda del Provincia, hijo.

Cuando el viejo se durmió, me fui a dar una vuelta hasta que Irene me avisó que estaba libre. Pobre Irene. Se mudó al pueblo y empezamos a vernos en mi peor momento. Se tuvo que bancar el cierre del almacén cuando nos estábamos conociendo, la muerte de mamá cuando empezábamos a salir. Y ahora esto. Esa noche pasé a buscarla y nos fuimos caminando hasta la laguna. Le llevé de regalo un destapador de vinos caro que también había quedado del cierre del almacén y ella simuló no recordar haberlo visto ahí en alguna de sus primeras visitas, esperando en vano ser comprado en una estantería, lleno de tierra. Me dijo que no tendría que haberme puesto en gastos. Estuvimos en la laguna hasta que se hizo de día, y un poco más también. Todavía cogíamos como desesperados cada vez que podíamos, aunque la vida nos venía pegando duro y parejo. Así que no pensé en papá, ni en la vieja. Y menos en la bóveda del Provincia de General Arriaga. El pedazo de noche que quedaba, el calor pegajoso y el olor de los tilos florecidos, fueron para Irene.

Papá me esperaba al mediodía con las sobras de la noche anterior. Pollo frío, torre de panqueques, pan dulce seco; todos somos iguales, nos sostenemos de lo ritual para salvarnos, para flotar, para seguir respirando. Era mediodía y todavía me dolía la cabeza, más por la escasez de horas de sueño que por el alcohol de la noche anterior. No había vuelto a pensar en el Banco Provincia. Parece mentira, ahora, haberlo borrado de un plumazo durante todas esas horas. Pero había conseguido distraerme y bajar la guardia entre las tetas y los brazos de Irene.

—Mirá lo que tengo —me dijo el viejo, en cuanto me senté, y desplegó la copia de un plano sobre la mesa. Tardé unos segundos en entender de qué se trataba, y la conversación sobre el robo y la bóveda volvió a mi cabeza para quedarse; ya no pude dejar de pensar en eso.

El abuelo Manzini había participado en la construcción del edificio de la sede del Banco Provincia. General Arriaga es un pueblo chico y, entonces, las cosas no cambian o cambian muy lento. El edificio del banco sigue exactamente igual a como fue construido, y el plano viejo y amarillento podría haber sido realizado en la actualidad.

Hacía mucho que no veía a papá así. Muchísimo. Le brillaban los ojos, movía las manos al hablar. Yo creo que por eso no lo frené. No pude decirle que no. Parecía contento, después de todo, después del tiempo.

Jamás habría imaginado lo fácil que era robar un banco. Al menos el Provincia de General Arriaga. Nunca, en las miles de veces que entré por algún trámite, o que pasé caminando por la puerta. Jamás. Pero fue muy fácil.

Fuimos planeando los detalles durante esos meses y, para mayor seguridad, esperamos a junio, a que la noche se estirara hasta durar lo suficiente. El boquete lo hicimos desde el patio de la escuela, que daba al fondo del banco. No tuvimos que abrir rejas, ni forzar puertas. Saltamos el tindal, fuimos charlando hasta la pared del fondo, y empezamos a picar. Empezamos a las dos de la mañana. Para las cuatro ya podíamos meter la mano al otro lado, sentir el aire tibio, la respiración del dinero. Cuatro y media estábamos adentro del Banco Provincia de General Arriaga.

Nos encontramos con lo que sabíamos que nos íbamos a encontrar. Las alarmas del Banco estaban en las puertas y ventanas, no había sensores de movimiento ni de ruido. Nada sofisticado. Ni siquiera un sereno medio dormido. Prendí la linterna del celular y le alcancé la amoladora a papá, que siempre tuvo más mano que yo para esos menesteres. Hasta tuvimos tiempo de reírnos de nosotros mismos, ahí, parados en la penumbra, con los guantes de látex que nos sobraron de cuando mamá estaba enferma, buscando un enchufe para poder hacer andar la herramienta y reventar las paredes de metal. Media hora y dos discos de amoladora más tarde, éramos ricos. Apenas ricos, pero más ricos que nunca.

Salimos al patio frío de la escuela. Papá, que unos meses atrás estaba destrozado del ciático y las articulaciones, llevaba las herramientas en la mano como si fuesen de pluma. Parecía treinta, cuarenta años más joven. Yo cargaba el bolso con la guita e intentaba ir borrando tanta cantidad de vestigios de nuestra visita como podía. Todo era perfecto. Llegamos al Renault 12, abrimos el baúl, fuimos guardando las cosas con la calle quieta, sin viento, sin ruido. Hasta el ladrido.

Ese ladrido podría ser otro principio. En mi caso, más que principio me parece que es un prólogo. Todavía no empieza mi historia, pero el ladrido advierte que está por empezar. Porque el viejo Ramírez venía caminando lento por la vereda de enfrente, con los perros sueltos que paraban a mear algún árbol y luego seguían persiguiéndose para jugar.

Yo estaba petrificado cuando papá cerró el baúl y saludó a Ramírez que cruzaba la calle para charlar. Apenas recuerdo lo que se dijeron al principio. El viejo hablaba de los beneficios de dormir poco, de la vuelta al perro tempranera. Yo veía la situación en cámara lenta; el centro solitario, el Renault 12 cargado de guita en un bolso, la ropa mía y de papá llenas de mugre, las manos negras. Hasta que lo preguntó; qué andan haciendo a esta hora por acá, preguntó el viejo Ramírez. Y papá habló como si hubiese estado preparado desde antes de salir de casa para ese exacto contratiempo. Se lo tengo que preguntar. No sé por qué no se lo pregunté esa misma noche. Cuando el micro pare a cargar nafta lo despierto y le pregunto si lo planeó antes o si improvisó. De vez en cuando miro si respira, porque desde que salimos a la ruta duerme como un bebé. En fin, el viejo Ramírez preguntó qué andábamos haciendo, y papá se lo sacó de encima con cintura maradoniana.

—Vinimos a tirar las cenizas de Esther al patio de la escuela. ¿Vio que ella fue maestra tantos años, acá? Su última voluntad, pobrecita.

La muerte atrae y espanta con la misma intensidad, y Ramírez siguió caminando calladito, después de responder con alguna frase armada para salir del paso indemne en ese tipo de ocasiones.

Camino a casa escondimos la guita donde habíamos decidido hacerlo hasta que la cosa se calmara, unas vigas altas de la estación de trenes abandonada en los noventa. En el auto no se habló una sola palabra hasta que llegamos y papá me dijo que limpiara y guardara las herramientas. Él se encargó de la ropa, la lavó y la puso a secar con otra ropa ya colgada; intentaba diluir los elementos del crimen entre los elementos comunes, habituales.

Cuando terminamos ninguno de los dos tenía sueño. Todavía estábamos pasados de adrenalina y teníamos mucho en qué pensar. En realidad, el viejo ya lo había pensado todo. Prendió la radio, y mientras le clavaba la bombilla al mate, escuchamos la noticia en el programa local. A pesar de que sabía que ese momento llegaría, las palabras sueltas me pegaron como disparos y las sentí en el cuerpo una tras otra; banco, bóveda, boquete, robo, policía. Papá me pasó un mate, tranquilo.

—Lo vamos a tener que hacer cagar a Ramírez, che— me dijo. Y ese es el principio de esta historia. Al menos el mío.