Lo creas o no,
sé que fue así:
King Kong vino a morir
a la Feliz
(99 Monos - King Kong)
Pato Duhalde (no, nada que ver ni con Eduardo Alberto, ni tampoco con Eduardo Luis) es tan marplatense como los alfajores que empiezan con hache, las estatuas de los lobos de mar y una leyenda según la cual el gorila más famoso de la historia del cine no murió ametrallado en la cima del Empire State, sino en un barrial de la Costa Atlántica. Pato jura haberlo visto de chico. Y, ya de grande, lo hizo canción con la banda en la que canta y que tiene como nombre --¿casualidad?-- 99 Monos.
Muchos porteños se sorprendieron el 9 de septiembre de 1978 cuando no solo vieron la avenida Santa Fe cortada al tránsito, sino, además, por ella transitar de manera exclusiva y en contramano (entonces todos los carriles iban en dirección norte-sur) una fila de camiones y semirremolques. Los que se quedaron en casa entendieron mejor: Pinky narraba con euforia la llegada del Rey de los Monos, transmitida en vivo por ATC. King Kong, cuya segunda película había sido estrenada dos años atrás, acababa de llegar al país. Para traerlo desde Los Angeles al puerto porteño había sido desmembrado y colocado en 18 enormes cajones. La Argentina de Videla parecía ser el punto de fuga donde se unían lo ficticio con lo siniestro. Y también lo irónico: tras la caravana, el destino inicial del gorila era la Sociedad Rural.
El productor Dino de Laurentis había gastado una millonada en un muñecón animatrónico de 17 metros y casi siete toneladas de peso para la primera remake de la película estrenada originalmente en 1933. Tardaron medio año en construir una mole, pero el libreto lo colocó apenas unos breves minutos en el montaje final: el King Kong que ocupa la mayor parte del film era un mono a tamaño humano. Y no al de cualquier humano, sino al del actor Rick Baker, encargado de meterse dentro de un disfraz a medida y moverse como si fuera el gigante de la Isla Calavera. Un secreto que quizás no convenía develar.
Inutilizado en un depósito de la Metro-Goldwyn-Mayer luego del rodaje, De Laurentis recibió un día una una oferta que no pudo rechazar: unos accionistas argentinos proponían alquilarle el muñeco para llevarlo de gira por Latinoamérica como atractivo antes de devolverlo para la filmación de una nueva película (cosa que, finalmente, no sucedió). Así llegó a estas pampas el gorila de cable, acero, caucho y crines de caballo. “El show de King Kong, la Octava Maravilla”, le pusieron con opulencia y ambición. Y se generó una expectativa a esa medida.
Los anuncios prometían fabulosas destrezas técnicas (tal era el detallista que hasta era capaz de mover las fosas nasales, decían). Pero la realidad fue otra, mucho más limitada y definitivamente decepcionante: las demostraciones de fuerza principal eran unos sonidos guturales generados por un tipo que gemía y barruntaba a través de un micrófono amplificado. Kong apenas si podía mover los brazos con cierta torpeza para romper las cadenas que lo amarraban y recibir en uno de ellos a una acróbata que simulaba ser Jessica Lange, la actriz que en la película es raptada por el gorila. Todo era manejado desde una consola detrás de bambalinas. El acto duraba apenas quince minutos, incluyendo una introducción en la cual la misma voz en off contaba la historia del gorila, sus inicios en una isla de Sumatra, la captura de parte de los humanos, su escape en plena ciudad y todo eso que ya sabían quienes habían visto la película.
¿Cómo aparece esta historia en Mar del Plata? Al igual que tantísimas otras: una vez llegado el verano. Aunque las cosas no salieron como lo planearon, ya que motivos logísticos demoraron más de la cuenta el despliegue de King Kong en el hoy extinto estadio de boxeo Bristol de Luro y España (uno de los tantos reductos que se demolieron a partir de los ’90). Primero hubo que volver a armar el muñeco, luego montar la carpa que lo iba a cubrir, pero en el medio de todo eso además fue necesario socavar el piso, ya que la altura del gorila en pie era mayor a la de la tienda circense. Cuando todo estuvo en condiciones ya era febrero, en la ciudad había menos personas de las esperadas, y muchas menos aún dispuestas a pagar un dineral por un espectáculo que varias de esas pocas ya habían visto en Buenos Aires. El negocio fue un fracaso burlesco.
Para marzo de 1979 solo quedaban números en rojo, pagarés cruzados y un carpero que, cansado de la deuda, enrolló la lona y dejó la cabeza de Kong a la vista de todos los que pasaban por esas calles. Un atractivo surrealista que debería infundir miedo pero apenas daba lástima. En abril los medios locales se hicieron eco de un llamado a remate por el gorila, al cual ya le habían robado parte del circuito eléctrico, aunque no hubo mayores novedades que algunos anuncios.
Un buen día, King Kong desapareció del centro de Mar del Plata. Las versiones sobre su destino fueron numerosas, pero la más repetida fue aquella que insistía en verlo arrumbado por la zona de Batán, cerca de un baldío y a pocas cuadras de la cárcel, presto a ser reducido y vandalizado.
Recién en 2017 se pudo conocer el verdadero final. El historiador marplatense Fernando Soto Roland cruzó datos, buscó gente y siguió los pasos del gorila. Solo así descubrió que lo que quedaba de King Kong fue escoltado por la policía caminera hasta Buenos Aires, donde estuvo un tiempo en un galpón de Devoto antes de su traslado a Brasil para repetir la misma historia, pero en San Pablo. Muerto el Rey, viva el Rey (o algo así).