Cato tiene la sensualidad de los gatos. Ese cuerpo grácil capaz de tenderse como si la materia no pesara, no se resistiera. El culo redondo, las ocho tetas hinchadas descubiertas de pelo, con pezones rosados y erguidos y un sexo como un tajo, abierto y exhibido de frente en una de las obras pequeñas que Power Paola colgó en las paredes de Casa Brandon. Cato no es en masculino ni tampoco en femenino, no usa la e, anda moviendo sus cuatro patas sobre la línea de frontera como los gatos sobre las cornisas, con la displicencia y la flexibilidad de quien hace de la zona liminar territorio propio. Una zona de confort que con elegancia felina recorre Mientras las nubes muerden –tal el título de la muestra- entre el óleo y la tinta, el dibujo y la abstracción, la tela y el paspartú, la animalidad humana y no humana. Es el personaje de un relato pero vive tranquilamente en un solo cuadro.
Parido por la mano de su autora, a Cato además se le dio una cola. Una con ojos propios y mirada independiente, a veces juzga, otras perdona, esos ojitos en la punta del quinto miembro ondulado también hacen gestos displicentes. Apenas dos bolas negras en círculos blancos son capaces de decir “¿será necesario?” “¿por qué ahora?” “¿estás segurx?” O tal vez nada de eso. Porque hay que estar de frente a la obra para dejar que el diálogo entre Cato y su cola se filtre en la conciencia, narre su historia abierta, de caos, de encierro, de duelo, de cuerpo presente por su propio peso.
“Cato no se puede quedar quieto. Llena su vacío existencial”, dice Power Paola de su criatura, a la que acunó antes, durante y después de la cuarentena 2020, ese periodo que todavía no es posible narrar del todo, una ensoñación apocalíptica cancelada con la velocidad de un parpadeo. “La cola lo conecta con el mundo, no le hace caso pero está con él”. La cola, dice Paola, tiene visión periférica, lo ve desde afuera. Como un llamado de atención siempre presente, como esa distancia necesaria para tomar consciencia del tamaño de cada quien en el mundo. Un punto en una trama que así, desde la distancia de la cola, puede desovillar también el drama de toda vida. Ahí está Cato frente al espejo, su cuerpo de maja peluda marcando la cintura pero el reflejo con los bigotes curvados en amargura. Y la cola con su ojitos críticos como diciendo ¿qué? ¿vamos, que esto ya lo he visto? ¿O acaso está cuidando el tiempo necesario para ese gesto?
El diálogo está abierto, las líneas posibles dialogan a la vez con la búsqueda de la artista, su deseo de unir mundos. “Explorar más el dibujo que el guión”, dice. Sin desprenderse del todo del guión ni de los trazos de la pintura que fueron su primer lenguaje, antes de que descubriera para ella la historieta como un arte posible y no una actividad menoscabada. Tuvo que moverse mucho para apropiarse de ese lenguaje. Tuvo que salir de la disyuntiva de ser de Ecuador o de Colombia, de ser de un lado en uno y del otro en otro. Aprender a hablar en otro idioma, encontrarse en un metro de Paris a donde había llegado con una beca para una residencia artística pero también detrás de un amor francés que al primer día de encuentro ya la había abandonado. “Volvía sin saber bien el camino, llorando lo que vivía como una traición cuando un hombre negro me preguntó mi nombre. Le dije Paola y el me dijo ‘Power’. Creí que no me entendía y se lo repetí varias veces, él también insistió. Se lo anoté en un ticket y el hombre escribió al lado ‘Power Paola’ y me bautizó”.
Hasta entonces había firmado sus pinturas como Paola Gaviria y ella pronuncia ese nombre como si fuera rimbombante, casi como si no le perteneciera tanto como ese que recibió en un subte. “Siempre estuve dividida entre la narración y la plástica ¿Por qué no unirse? ¿Por qué no tomar el camino del medio? Eso es lo que intentan Cato y su cola, toma algo de la historieta en la que me gusta que se entienda lo que quiero contar y también de la pintura, que deja la razón a un lado y deja que el cuerpo hable. Antes sufría la frontera, ahora es un territorio del que quiero apropiarme”. Paola ya no pelea con las definiciones, ni las propias ni las de otres, ahora sabe que le gusta “transitarlo todo”
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El año de la cuarentena, a Paola se le rompió el corazón. No lo dice como una metáfora aunque tampoco se trata de un problema cardiológico. Se le partió. La muerte de Pablo Besse, quien había sido su compañero creativo y de largos tramos de su vida fue como una falla tectónica que dejó una rajadura. Alteró su manera de sentir. Tal vez enterró con él la parte necrosada. En cualquier caso la cicatriz todavía está húmeda. Cato quedó herido entonces, lo dibujó sobre el césped, un hilo de sangre sale de su pecho y se derrama sobre el verde. Lo publicó en tuiter con la pregunta “¿será que no va a volver a levantarse?”
Pero Cato no es ella. Entre muchos desprendimientos, también está en la búsqueda de tomar distancia, alguna distancia de la autobiografía gráfica con la que forjó su obra como historietista con ese dibujo entintado tan lleno de texturas que se puede ver en su libro Virus Tropical que ya cumplió una década. Un relato en el que el yo se funde con la experiencia común de una familia de migrantes en la que las despedidas son constantes y el trabajo de delimitar los límites y fortalezas propias son la artesanía cotidiana de tantos y tantas. Virus Tropical se convirtió en película animada en 2017, dirigida por Santiago Caicedo.
“Cuando se tradujo el libro al inglés y tenía que ir a presentarlo a Canadá me agarró un virus que me dejó paralizada la mitad de la cara. No puedo evitar pensar que la obra y la vida se entrelazan y que tal vez he estado demasiado abierta. Ahora con esta muestra obviamente estoy presente, todas las cosas que se ven en la obra existen. Pero no estoy hablando de mí”.
Paola dibuja para entender el mundo, dice. También para atraparlo, quedarse con él, con los fragmentos que la hicieron ser quien es. Un cuchillo, por ejemplo, ese que usó durante los años que vivió en Australia trabajando en una cocina, es una obra. Un dibujo que ahora está en manos de alguien más pero esa experiencia ya fue rescatada, tiene la materialidad que le dio su mano. Ahora está a punto de terminar un libro que lleva cinco años escribiendo y dibujando, sigue, aunque distinto, con la experiencia y el arte acumulados la línea de Virus Tropical y otros que siguieron como QP (éramos nosotros) de 2014 o Todo va a estar bien de 2015. Todas las bicicletas que tuve lo va a editar Musaraña este año y con esa edición seguramente terminará de soldar ese brazo que se partió en cinco partes en un accidente de bicicleta.
La pregunta que ella hacía en enero sobre la herida de Cato la respondió con Mientras las nubes muerden, la muestra que puede verse como última oportunidad los últimos de febrero en Casa Brandon (Luis María Drago 237). Ella no estaba caída mientras lanzaba el interrogante en redes y dejaba consolar a su animal de ojos en la cola. Ella tomaba el sol todas las mañanas para confirmar cuánto le gusta la vida. Y trabajaba, “trabajaba como una japonesa dibujante de manga, de 6 de la mañana a 9 de la noche”. Así hizo el libro con Barbie Recanati, Mostras del rock (Futurock), 200 páginas de retratos y textos manuscritos de historias de mujeres en la escena rockera difuminadas detrás de las fulgurantes estrellas masculinas.
Ahora la pregunta que se hace Paola Gaviria, Powerpaola es otra. Y es sobre su propia inquietud, su labor constante, su cruce permanente de fronteras. “Está bien, es lo que siempre quise. Dibujar y entender lo que me rodea. Pero ¿qué tal hacer silencio? ¿Qué tal aguantar el vacío?”
Ya encontrará respuesta, mientras tanto, quedamos a la espera de su próximo libro. De su próxima aventura.