Hace días que quiero escribir. Debe hacer cosa de una semana más o menos. Cada día que pasa y que no puedo escribir parece que mi cabeza pesa un poco más. Algunos gramos cada día. Se está haciendo pesado esto de querer escribir y no poder. Suelo comenzar, en mi cabeza, y allí las palabras se deslizan de manera natural, como si hubiera llegado el momento en que el tanque está demasiado lleno y cada vez que abro el grifo las palabras ruedan cuesta abajo, deseosas por desaparecer. Las palabras, como nosotros, lo único que quieren es dejar de existir. ¿Será así? ¿Habrá tenido razón Freud? ¿O a veces las palabras tienen miedo de desaparecer y hacen de todo por agarrarse a lo que puedan? De cualquier cosa se agarran esas malditas palabras con tal de quedarse un rato más adentro de mi cabeza. Parece que están cómodas las palabras ahí, sin ser dichas. ¿Pero acaso las palabras existen sin ser dichas? Porque yo las siento y todavía no las dije ¿Conocen ustedes alguna palabra que exista y que no necesite ser dicha? Y en todo caso, si así fuera, ¿para qué carajo existe una palabra si nadie la va a decir? En fin, todo un quilombo esto de las palabras.

Vuelvo porque me fui al carajo. Hace días que quiero escribir. Al parecer tengo una historia que contar. Imagino posibles comienzos mientras lavo los platos, o mientras espero que el agua en la pava llegue a punto. Durante todos estos días he sostenido innumerables conversaciones conmigo mismo. Me pregunto, ¿por qué no empiezo a escribir de una vez?

Hoy al fin me decidí. Les voy a contar una historia.

Fue antes de navidad que sucedió, un día antes para ser precisos. Iba con mi bicicleta por la bicisenda de calle Pelegrini, rumbo al Norte.  Serían las 11 de la mañana. Al llegar a Oroño crucé el cantero que divide las calles y frené esperando el semáforo verde. Al tiempo me concentré en una chata, mirando al tipo que manejaba. Venía dando la vuelta y paró justo frente a mí. Tenía la mirada enfocada allá adelante, en algún punto de la calle que se expandía delante suyo. La chata era una Ford, vieja, de esas que tienen la pintura gastada y el óxido comienza a ser una especie de cobertura de la chapa. Me quedé mirándolo por alguna razón que desconozco. El tipo se prendió un cigarrillo. Pitó varias veces y el semáforo se puso en verde. Sin embargo no arrancó. Se quedó ahí, parado, mirando a ese punto allá adelante. Trate de seguir la dirección de esa mirada, quizá hubiera algo extraordinario que yo me estaba perdiendo por mirarlo a él. Volví la cabeza y el tipo seguía fumando. Lo extraño fue que los demás autos que estaban detrás de él no hicieron nada. Imaginaba que pronto se lanzarían como bestias a bocinazos para que éste tipo se corriera del medio. Pero no. Se quedaron allí, en medio de la calle, mirando en la misma dirección que el tipo. Algunos se bajaban del auto y se apoyaban en el capot, como descansando. Yo los miré un rato y no entendía qué pasaba, pero se los veía bien, contentos, algunos tenían una sonrisa beatífica en sus rostros. Dos o tres pibes se habían subido a los techos de las chatas y desde allí miraban. Al principio sentí que habían perdido algo. Después pensé que quizá se estuvieran acordando de alguien, por esto de las fiestas, que siempre son motivo de melancolías. No sé, yo tenía que seguir mi viaje y fue eso lo que hice.

Hoy estuve pensando todo el día en aquella gente, mirando o esperando vaya a saber qué.