La puta diabla (Mansalva, 2013, reeditada por Emecé en 2016), primera y hasta ahora última novela del compositor y músico rosarino Fito Páez, empieza con algo así como una amenaza. Tras festejar a puro reviente el estreno de una película dirigida por él mismo, la estrella de rock Félix Ure se despierta con resaca y abre los periódicos de la mañana. "El diario que siempre lo había hostigado volvía a por él. Firmaba Susan Ostergarken". La reseña ficticia que sigue se parece bastante al linchamiento mediático de que fue objeto Vidas privadas (2001), el primer largometraje de Fito, cuando se presentó en el Festival de San Sebastián. "Yarará mal cogida", refunfuña el director. "¿La leíste hoy a la Ostergarken? ¡Qué fea! Debe estar caliente con usted", le escribe una mujer llamada Lala. El exabrupto injurioso y el sarcasmo misógino son sólo el comienzo de una escalada de violencia contra la crítica cinematográfica, a quien muchas páginas después Félix secuestrará con la ayuda de unos inverosímiles secuaces, formando una especie de patota de Feced que se dedicará a vejarla y humillarla, en pasajes cuya prosa chorrea un odio fuera de control.
"Hoy terminaste escribiendo para la gilada con plata y la patria ganadera", le dirá a la Ostergarken, seudónimo de Bea Verga, personaje ficcional que indudablemente representa a Beatriz Sarlo, a quien Félix reprocha arrogarse el derecho a escribir lo que quiera sobre su obra, "a la inglesa". "¡Pero qué petulancia más inmunda! ¿Desde cuándo las personas somos todas iguales?", le grita en la cara a la crítica.
La encerrona moral en que pone Páez a cualquier laburante de los medios que intente reseñar su novela es casi imposible de remontar. Si uno habla mal del libro, queda políticamente del lado de los malos. Si habla bien, traiciona la propia integridad ética ya que se trata de una obra, por decirlo suavemente, algo despareja. Habrá que salvar la situación advirtiendo a los lectores que esta mesura fue obtenida bajo esa presión del autor, y rescatando lo que la novela tiene de bueno y que la conecta con el universo de las letras de sus canciones, que hicieron época.
En este sentido, el tramo que comienza con la caída de Félix al abismo y su rescate en el Parque Lezama por una perra que se llama como la madre del autor, en un submundo presidido por un personaje femenino marginal que es pura grandeza, resulta de una profundidad literaria sólo engrandecida por el hecho de que el protagonista, herido profundamente en la cara, se ve obligado a callarse para evitar que se le salten los puntos de la sutura. Esa caída que al mismo tiempo funciona como redención es narrada en un estilo tan personal como creíble, y que recuerda no sólo al John Cheever de Falconer sino además a aquel clásico de fogón del Fito de los '80 que es casi un cuento: "El loco de la calesita". Aquí el músico y escritor vuelve a pintar ese mismo universo de excluidos sociales llenos de nobleza, con un lenguaje coloquial naturalista que les otorga firme carnadura.
Cuando Félix deja de ser "El Mudo", lo logrado trastabilla. Al reencuentro con su mundo habitual le siguen la venganza mencionada y un gran final de videoclip a toda orgía; por suerte, en las últimas líneas hace una nueva aparición esa especie de loba romana del parque.
También se disfruta la prosa poética en los tramos epistolares de una historia de amor intermitente. Hay una escena sexual bastante eficaz, lo cual es más de lo que pueda decirse de muchos consagrados.