En enero de 1909, la Asociación Bar Kochba de Praga dio inicio a una serie de tertulias que aspiraban a estimular el decaído interés de la comunidad judía de la ciudad por sus raíces culturales. El primer invitado fue Martin Buber, quien aceptó trasladarse a Praga para dar el primero de sus luego famosos Ocho discursos sobre el judaísmo. Para equilibrar la velada con un toque cosmopolita, los representantes de la Asociación fueron a Viena con intención de invitar al novelista Arthur Schnitzler, o a Stefan Zweig, pero sólo consiguieron a una figura secundaria de la escena vienesa: un amigo de Zweig y Schnitzler llamado Felix Salten.
Aunque no tenía el prestigio de ellos, ni obra comparable, Salten era una figura carismática en escena. Nacido Salzmann en una aldea de las cercanías de Budapest en 1869, Salten llegó de niño a Viena con sus padres, cuando la ciudad empezó a dar ciudadanía plena a los judíos. Creció pobre y era básicamente autodidacta, pero bombardeaba a todos los diarios vieneses con sus columnas. La primera que logró que le publicaran, un vibrante réquiem por la muerte de Emile Zola, le dio acceso a la Jung Wien, la bohemia de artistas jóvenes de la ciudad. Desde entonces brillaba en las discusiones de café (el propio Rilke, que no era de regalar elogios, lo felicitó una vez en público por su brillantez), pero no producía más obra que libretos para operetas cómicas y columnas sarcásticas sobre la nobleza.
En aquella charla en Praga, sin embargo, Salten exhibió por primera vez una faceta oculta de su personalidad: describió a los presentes con vibrantes detalles la importancia que había tenido en su itinerario interior la aceptación de su origen judío, adscribió al sionismo de Theodor Herzl, elogió del tal manera las ideas de Martin Buber, que la charla posterior del filósofo quedó opacada. Franz Kafka estaba allí y escribió después en su Diario que la performance de Salten había sido magnética y que su efecto sobre las mujeres presentes era palpable. “Después habló Buber”, agrega.
En los años siguientes a aquella velada, Salten mantuvo una doble vida: siguió contribuyendo frivolidades a la prensa vienesa pero fue el único integrante judío de la Jung Wien que apoyó el diario sionista de Herzl, Die Welt, con una columna semanal en la que sostenía una y otra vez que la autoaceptación era indispensable para los judíos pero no se podía pensar alegremente en la asimilación sin tener conciencia permanente de la amenaza del antisemitismo.
Así llegamos al año1923. Cuando Hitler es condenado a prisión luego del fallido Putsch de Munich, y escribe desde la cárcel Mi lucha, Salten publica un libro inesperado, que usa de personajes a los animales de un bosque tal como Kafka había usado al mono en su “Informe para una Academia” y a los ratones en su relato “Josefina y los cantores”, publicados pocos años antes. Es invierno, hay hambruna en el bosque, y amargura y brutalidad entre los animales. De pronto el cielo se cubre de pájaros que huyen y un aroma inmediatamente reconocible desata el terror: ha empezado la temporada de caza. Las criaturas corren por su vida, los cazadores y mastines se abalanzan sobre ellos; un zorro acusa de traidor al perro que lo persigue, el perro le muerde la yugular. Vista alegóricamente, la escena es un calco de los pogroms que padecían rutinariamente las aldeas judías en Europa Oriental. Pero Salten se hizo el oso: dijo que había escrito su libro por lealtad al bosque, porque detestaba por igual a los cazadores y a esos nuevos “amigos de la naturaleza” que idealizaban el retorno a lo silvestre como si no hubiera el menor peligro en los bosques. Su libro pretendía mostrar que, incluso sin cazadores, el bosque era un lugar peligroso para la mayoría de los animales, y que eso era lo que quería mostrar.
Lo que hacía increíblemente vívido al libro era que Salten no aniñaba ni edulcoraba a sus personajes: sus parlamentos eran perfectamente complementarios con sus movimientos instintivos; los ciervos eran ciervos, los zorros eran zorros, los cuervos eran cuervos, el frío era frío, la sangre era sangre. El libro fue un inesperado éxito, entre niños y adultos por igual, e iba camino a convertirse en un clásico cuando Hitler llegó al poder en Alemania y lo prohibió en 1936, no por su contenido sino porque su autor era judío. Salten era, apenas, uno más de los indeseables. Logró escapar de Austria y llegar a Suiza cuando comenzaron a regir las leyes raciales. Poco antes había aceptado vender los derechos cinematográficos de su libro al productor estadounidense Sidney Franklin, que planeaba hacerlo con animales reales y una voz en off pero, después de años de intentos fallidos, terminó vendiéndole los derechos a Walt Disney por mil dólares. Me faltó decir el título del libro de Salten, ahora entenderán por qué: el libro se llamaba Bambi, una vida en el bosque.
Disney básicamente destruyó con su película el libro de Salten. Lo infantilizó, lo llenó de clichés, cursilerías y una moralina simplista que el original evitaba con maestría. Le agregó personajes “buenos” a la historia (el conejo Tambor y la zorrinita Flor, casi protagonistas en el film) para atenuar la soledad del cervatillo cuando muere su madre. Pero eso no es lo más grave. Lo imperdonable es que el éxito de la película, que con los años se convirtió en un clásico universal (a pesar de dar pérdidas en el año de su estreno, por culpa de la guerra), borró del mapa al libro de Salten: los millones y millones de ejemplares del libro que se vendieron desde la posguerra hasta hoy son una adaptación de la película, ilustrados por supuesto con las epónimas figuras de Disney. El libro de Salten, que estaba traducido desde 1929 al inglés y había vendido más de cincuenta mil ejemplares, nunca más se reeditó (en nuestro idioma pasa lo mismo: hay una vieja edición de Austral, de 1944; todavía quedan ejemplares, imagino en qué estado, porque se ofrecen en las redes a precio de saldo).
Salten no llegó a saberlo. Murió en Suiza, en 1945. No recibió una moneda por el éxito de Bambi, y su libro no volvió a editarse desde el estreno de la película, pero se ahorró de asistir a esa ignominia. Tampoco llegó a saber que otro libro suyo sí se reeditó, infinitas veces, y vendió toneladas de ejemplares, en los años de posguerra en que fueron auge los libros clandestinos de sexo explícito. Es una novelita risqué que Salten había escrito por plata y sin firmar, en su juventud: las Memorias de Josefine Mutzenbacher, una criatura que fornica alegremente con todo lo que sale a su paso, varón, mujer, cura, pariente, lo que sea, desde su infancia en un barrio miserable de Viena a su triunfo como cortesana en el Prater de 1900. Con el correr de los años, las memorias de Josephine han llegado a los claustros universitarios y han sido objeto de sesudos papers y textos psicoanalíticos, pero yo prefiero la opinión del gran Joseph Roth, que una vez le dijo a Salten: “Te creí mucho más el bosque de Bambi que la Viena de Josephine”.