Cuarenteñeros, ciudadanos/as desvacunades del siglo XX que se enfrentan como pueden a la xenofobia de los poderosos del siglo XXI. Ellos odian (y mucho) a los, las o les que todavía, o ya, no tenemos “la mente abierta” y no estamos dispuestos a consumir más y más veces lo mismo y pagarlo como si fuera diferente -emblema de este siglo, que ojalá fuera un cambalache, pero es un mercado virtual-.

Es con ustedos.

Esta nota iba a salir la semana que viene, como su nombre no lo indica. Seguramente, advertirán cierta alusión al mes de marzo, que aún no ha llegado, y que, como le dirían a Julio César premortem, “aún no ha terminado”. Pero, por algún motivo ajeno a la ciencia ficción y más cercano a los tiempos que corren –a contramano–, terminó saliendo esta semana. Este hecho provocó un extraño efecto mariposa, por el cual la nota de esta semana va a ser publicada recién la semana que viene, o quizás la siguiente, o la subsiguiente, etceteretrix.

Esto no se debe a ningún error, equívoco u omisión de nadie. La causa, motivo, razón o circunstancia (diría el profesor Jirafales) es que la nota en cuestión, no esta, sino la de esta semana, que va ser la de la semana que viene, era una nota que e-re-con-des-equi-vocaba al ex excelentísimo ex dos veces presidente CSM, recientemente fallecido.

Si bien la columna no decía nada que no hubiera dicho ya este mismo autor en tiempos biológicamente mejores para el evocado, preferimos esperar un par o un doble par o una pierna de semanas, por una cuestión de respeto… a los tiempos.

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Marzo siempre fue, desde mi más tierna infancia, el mes en el que comenzaba el nuevo año (el anterior había terminado más o menos el 20 de diciembre). No solamente el calendario escolar, sino todo –la política, la economía, el fútbol, las novelas de tevé que duraban varios años e incluso alguna historia personal valiosa– se detenía antes de “las fiestas” y “reiniciaba” en los primeros días de marzo.

La pandemia destrozó nuestras nociones de tiempo, pero aun así diría que casi desde fines del siglo XX (que, coincido con E. Hobsbawm, terminó en 1989) viene royendo aquel ritmo histórico. Lo terminó de destrozar en el interregno bisecular (1989-2020), y ahora que empieza el XXI..., ¡agarrate del reloj!

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Las vacunas no son, no pueden serlo, un pasaje al Arca de Noé. Son una magnifica herramienta, indispensable y valiosa. Pero eso no quiere decir que quienes se vacunaron “ ya está, zafaron, no se tienen que cuidar más” y quienes aún no, solo tengan el rezo, si son ateos, y el azar, si son creyentes. No. Todes somos mortales, y eso lo dice nuestro himno nacional ya en su segunda palabra: “Oíd, mortales”, o sea que si alguien se autopercibe inmortal, pierde ipso pucho su argentinidad.

Las vacunas estimulan la inmunidad, le permiten a nuestro sistema inmunológico “identificar al microrganismo agresor”. Eso significa tener memoria (anticuerpos, linfocitos T) del agresor, de modo que, si nos ataca, el sistema podrá defendernos más rápido que si tuviera que tomarse el trabajo de pedirle el DNI o las huellas dactilares, que los microorganismos no suelen tener.

Además, al atacar y destruir al bichito agresor, el vacunado evita que se reproduzca y se propague, o sea: frena los contagios. Por eso las vacunas son realmente efectivas cuando las recibe un alto porcentaje de la población y terminan protegiendo también a quienes (aún) no se vacunaron. Entonces, en lugar de instalarnos en una posible grieta de "vacunados versus no vacunados”, agradezcamos a los que ya la tienen, porque nos protegen, y vacunémonos, para protegernos/los.

Aclaración necesaria: no estoy diciendo esto como un opinólogo más. Ocurre que en la década del '70 supe estudiar medicina ("y después me olvidé", dirían Les Luthiers), y "el efecto social de las vacunas" fue exactamente lo que me preguntaron en el final de Microbiología, que aprobé. Muchos conceptos pueden haber cambiado desde entonces, pero no creo que este haya perdido vigencia. No creo que nuestros organismos se hayan vuelto neoliberales. La biología sabe que somos todos personas, humanos. No existe la “impunidad biológica”, ningún Martín Fierro podría decir “hacete amigo del virus, no le des de qué quejarse”. No.

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Leo por ahí que debería escuchar al niño que llevo (no muy) adentro. A decir verdad, es él quien a veces no me escucha a mí. Y lo bien que hace: hay cierta ingenuidad mínima sin la cual nuestros razonamientos adultos se volverían “conspiraciones”.

El asunto es que “mi niño exterior” cree que el lenguaje es una juguetería. Para él, las palabras son juguetes, y encima puede tener todas las que quiera porque no ocupan lugar, y son gratis.

Y entonces se la pasa jugando con palabras, las escribe, las investiga, las cambia de lugar, género, número, circunstancia. Vuelve sustantivos, los verbos; preposiciones, los artículos, y así.

Pero a veces se encuentra con que le vendieron palabras falladas y piensa “ah, por eso es gratis”, equivocadamente. Otras veces, personas o grupos de personas le piden que juegue, pero ateniéndose a las reglas que elles proponen. Eso no estaría mal si el niño tuviera ganas de jugar así. Pero al niño no le gusta jugar siguiendo reglas que no comparte. Y menos todavía cuando le quieren imponer que se olvide de que es un niño y está jugando. Los verdaderos problemas adultos están en otra parte: quizás en el Metegol (que contrata jugadores en negro), seguramente en El Estanciero (que aumenta la carne y no acepta retenciones), el Monopoly (que sube los precios a su gusto) o el TEG (que ya no sabe qué inventar para que Alaska siga atacando a Kamchatka).

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Quisiera terminar esta columna aclarando que ningún sustantivo, verbo o adjetivo ha sido dañado. Tampoco ninguna idea. Ni persona (humana o no). Al menos, no intencionalmente.

Sugiero acompañar la lectura de esta columna con el video “Esperando la vacuna en CABA”, de RS Positivo (Rudy Sanz).

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