Me ratonea imaginar los pensamientos que tienen las personas en el instante en el que me miran. Hay un espacio en la intersección de las miradas que amontona erotismo. Por lo general intento guardarlo como monedas en una alcancía. Una nunca sabe cuándo le puede hacer falta. 

A la contingencia de una mala noticia, le retruco con una secuencia de actividades que realizo de forma idéntica y repetida. Una especie de libreto que me mantiene a resguardo, rituales para evitar el peligro. Me lavo la cabeza los días impares; los viernes, me depilo; uso siempre el mismo color de cepillo de dientes, violeta con líneas blancas; tengo tres peines, pero el de la suerte es el marrón que tiene las puntitas mordidas por el gato. A la mañana, tomo mate de bombilla porque un día innové con café con leche y tuve el peor día de mi vida. En una bolsa azul clarita aíslo la ropa usada en momentos trágicos. Una vez al año, viajo con mis amigas: ellas entienden perfectamente que no podemos hacerlo los viernes porque trae mala suerte. Por lo general, los viajes son cortos y no salimos del país. 

El último, precisamente, lo estamos transitando ahora: Mar del Plata, “La feliz”. Llegamos como a las seis y media de la tarde. Dejamos los bolsos y nos quedamos desnudas corriendo de una habitación a la otra como lo hacíamos en el viaje de estudio. Lucía contrató a un trabajador sexual, un pibe divino que sacó de una página que le pasó otra amiga a la que casi no conozco. Comparto la habitación con ella, por eso estoy sola en el bar del hotel tomando un gin tonic. Cada dos por tres, salgo a la puerta, vaso en mano, a fumar un cigarrillo porque las bebidas blancas necesitan tabaco, creo que son pares indivisibles. 

Mi laburo es una mierda. Las chicas dicen que me lo merezco porque no busco otro. Como si fuera tan fácil en este país. Acá, la verdad, ni el calzón que te ponés podés elegir. Lorena piensa que me excita la frustración y que apenas llego a casa, me masturbo. Ella es así, una máquina de hablar pavadas. Todos los días me digo a mí misma: “Tenés que buscar otra cosa” pero después agarro el tarot y en las tiradas sale la duda. Y pienso más vale malo conocido que bueno por conocer. 

Son las tres de la mañana. El que atiende el barcito del hotel me hace señas para que le pague. Lucía sigue ahí, no tengo idea cuánto dura el servicio y me da un poco de reparo que la gente de acá se entere. Igualmente, no sé por qué me hago tantos rollos si nadie nos conoce. ¿Qué puede pasar? El marido de Lucía sabe que en los viajes de chicas está prohibido llamar. Fernanda y Lorena se fueron a dormir porque están obsesionadas con ir a las nueve de la mañana a la playa para aprovechar el día. A mí, personalmente, el mar no me hace ni cosquillas. Vengo por ellas, porque el agua de acá, en Sudamérica, es bastante fría y las olas pronunciadas. El Mediterráneo es lo mío: una pileta de agua salada que además tiene buena temperatura. Guardo una libreta con anotaciones de lugares para visitar sí o sí. Leí un libro que explica que hay que ponerse una meta, cerrar los ojos y visualizarla. Sólo es necesario el deseo profundo, un toque de fuerza de voluntad y se cumple. Estoy escuchando unos podcast que trabajan el pánico a volar. Ojalá junte el dinero cuando me terminen de hacer efecto los audios. 

Tengo ganas de ir a golpearle la puerta a Lucía. Siento que es una irresponsable, además de mala compañera. Me tiene acá tirada mientras ella coge a pierna suelta.

Siempre me pasa igual: de buena a boluda sin escala. Encima si les toco la puerta a las chicas seguro que van a decir que es al pedo, porque las camas son re chiquitas, que acá venimos a descansar todas y que tengo que aprender a poner los límites. Así que, a joderse. Si conoceré yo los bueyes con los que aro. 

Le pedí por favor al de la barra que me haga otro trago, pero dice que ya lavó todo y me encajó una cerveza. La agarré igual, qué puedo hacer, no hay muchas vueltas que darle al tema. 

Baje la app, la de las citas en línea, pero me da mala espina porque… ponele que la usa alguno de mi trabajo: se enteraría de que estoy sola, de que estoy buscando a alguien y lo empezaría a desparramar en la oficina, viste cómo es la gente. Aunque nos duela en el alma, la gente tiene malicia. Por supuesto que hay personas buenas, pero son una aguja en un pajar. La vida es así: unos nacen con estrella y otros estrellados. Yo creo que pertenezco al segundo grupo. 

En el amor, no tuve suerte. Algunas novias y novios pero no llegaron a mes y medio. Dos lo máximo, con esfuerzo sobrehumano. Trato de poner lo mejor de mí, pero es al pedo: parece que todo viene bien y, de repente, rayos y centellas. Todo se va a la mierda. Mi mamá dice que eso me pasa de confianzuda y terminan agarrándome para el churrete. La que me hace las flores sostiene que está relacionado con la “ausencia paterna”. Comentó algo de la tierra, que ahora no recuerdo si es del padre o la madre. 

Hablando de padre, el mío es de esos que se fue a comprar cigarrillos y “si te he visto, no me acuerdo”. Mis amigas insistieron en que fuera a la psicóloga: “Para trabajar la falta”, repetían como loras. Me dejaron los ovarios al plato y fui. Peor de lo que me imaginaba. La tipa ahí muda con cara de culo y encima me cobró un fangote de guita. Yo pensaba por dentro: “Esta me está tomando el pelo”. Me pasan todas, no es de exagerada, es la pura realidad. Volví a la semana siguiente y quise darle un beso y sacó la cara. Me dio la mano. Una seca total, como si tuviese la peste bubónica. La verdad que para atender así más vale que se dedique a otra cosa. Probé otra vez y pensé: “Vamos, Paula, la tercera es la vencida”, pero lo único que recibí fueron monosílabos, así que tomé valor y le pregunté cómo pensaba ayudarme si estaba muda y la atrevida me respondió que el trabajo lo tenía que hacer yo. Que pusiera la carne en el asador, me tiró. Entonces me dije a mí misma: “Paulita, ahórrate la platita, que la estirada esta que cree que sos boluda”. 

Con las chicas nos conocemos de toda la vida: vivíamos en el mismo edificio, fuimos al mismo jardín; después, juntas a primaria y secundaria. En la universidad, nos separamos por primera vez, pero seguíamos muy unidas. Me costó bastante que ellas pudieran hacer otros grupos; en lo personal, me cuesta bastante esto de conocer gente nueva, no sé. Lo complicado para mí son las inauguraciones, que están cargadas de imprevistos. 

Lucía, la que está arriba, es la más estructurada de las cuatro. Pienso que debe ser porque proviene de una familia híper conservadora. La madre es de esas que va a la peluquería todas las semanas, cocina onda gourmet elaborado y exótico, usa delantal corte minimalista y tiene toda la casa de punta en blanco a toda hora del día. El padre es un corredor de bolsa —ahora creo que está jubilándose—, un tipo excéntrico que por lo general nos mira de reojo. En su casa, escuchan ópera. Les pregunté una vez qué era lo más importante de ese género para que fueran tan caras las entradas: él se quedó callado y la madre dijo que precisamente por eso no lo entendía. “Sólo lo entiende un grupo minúsculo de personas”, sentenció. No cacé un pomo, pero igual tampoco daba seguir el interrogatorio porque me acordé de mamá diciendo que con ellos no hay que gastar pólvora en chimango porque les gusta cagar más alto de lo que les da el culo.

Lucía es una mujer muy bella. Para mí, la más linda de nosotras: tiene el pelo castaño oscuro -por lo general, lo lleva corto carré, sin flequillo. Es tan robusta como su carácter y me lleva media cabeza. A los dieciocho, le regalaron un auto cero kilómetro; a los veinticuatro, terminó la carrera de Derecho y se casó con Pascual, también abogado, hijo de jueces. Lo hicieron por la iglesia: ella, vestido blanco con una cola de metro y medio de puro encaje. La entregó el agrio del padre que se puso un esmoquin negro azabache y un moño turquesa. La madre estaba divina con una pamela blanca como las que usan en las bodas ibicencas; tenía un vestido verde oliva al estilo Marilyn Monroe. Medio atrevido para la edad pero, la verdad, le quedaba hermoso. 

Nosotras hicimos de damas de honor como en las películas yanquis. Teníamos unos trajecitos marroncito diarrea y unas florcitas: la idea inicial era que las fuéramos tirando mientras la novia caminaba por el medio de la iglesia. Pero resulta que el cura se enteró de la escena y casi le agarra un ataque de nervios: se negó rotundamente, porque dijo que nadie se iba a encargar de la limpieza y él tenía que celebrar otra boda, que la gente cada día colabora menos. Por suerte el cura tuvo cinco minutos de sensatez y evitó semejante papelón. Porque una por las amigas hace todo, pero también hay límites.

Unos meses después del fiestorro –que fue por todo lo alto, con decirte que cenamos seis veces, la barra era libre y podías elegir los tragos que se te ocurrieran; en el desayuno había un guasón repartiendo churros y chocolate caliente con cuarenta grados a la sombra… Esa parte me confundió ¿qué tenía que ver el guasón, los churros y el chocolate caliente en pleno enero?–, nació Augusto. Ella nos jura y perjura que no se casó embarazada, que nació sietemesino. La verdad que para nacer antes de tiempo salió bastante grandecito, ni incubadora necesitó; tampoco cuidados especiales. Para ser sincera yo creo que nos mintió. Al pedo, porque qué íbamos a decirle nosotras. Pero la gente a veces tiene esas cosas, vaya uno a saber. 

Lorena es bohemia hasta el último pelo de la concha. Estudió Bellas Artes en esa facultad en donde la mayoría es de izquierda, hay olor a porro en los pasillos y se queman las pestañas leyendo para después terminar siendo maestras. No lo voy a entender jamás: tanto apoyar el culo y acabar igual que los que hicieron el profesorado de tres años, hay que joderse. Ahí también están con todo ese rollo del lenguaje inclusivo. Me tienen podrida empezaron con la @ después con la x y cómo si no tuvieran suficiente joden con la e. Trato de comprender, pero me sobrepasa. Entonces si tengo que abarcar a medio mundo para decir que estuvimos “cogiendo lindo”, debería decir: “cogimes linde”. La verdad, se pasan. 

Lore es así toda E, mucha X y tiene la capacidad de estirar la cotidianeidad hasta hacerla chicle. Yo la respeto bastante porque vive como piensa, que no es poco en este país y en esta época. Dicen "problema" y corre para meterse de lleno. Si pasa alguien pidiendo, te saca lo que estás comiendo para dárselo. El otro día estábamos en un restaurante y me re calenté. Le dije: “Mirá, vos con tu plata hace lo que quieras, pero con la mía no, porque yo también tengo un montón de problemas y hago un esfuerzo descomunal para ganarme cada centavo de lo que vale esta pizza”. Se enojó, me dijo que defiendo la meritocracia y no sé qué de la clase y la consciencia. Trato de no prestarle atención porque después se le pasa. Es re copada pero intensa. Hay que hacerlo todo a su antojo, muy hippie pero caprichosa. Mi mamá dice “es una de esas hippies con Osde, así cualquiera”. La vieja es terrible, no deja títere con cabeza. Espero no ser como ella de grande, aunque ya estoy bastante mayorcita: tengo papada, arruguitas alrededor de los ojos y en los costados de la boca; en la nariz, se asoman unos pliegues, algunas que otras canas y repito por lo menos diez frases históricas de mamá por día. 

Lorena viene de una familia peronista. Dice mi vieja que las malas lenguas cuentan que estuvieron vinculados con los montoneros y que en su familia hay unos cuantos subversivos. Ella no lo cuenta, yo no pregunto. Claro que va a todas las marchas, pero nosotras de eso no hablamos porque la política desequilibra la energía de los grupos, con el fútbol pasa lo mismo. 

Fernanda es la cuarta, tiene dos hijes, como le gusta decir a ella, otra amante de la “e”, trabajadora social y feminista. Discuten bastante con Lorena porque Fer defiende a las putas. Y estudia la teoría queer que invisibiliza a las mujeres. Eso lo dice Lore; yo, por supuesto, no entiendo un pomo así que por las dudas no me meto. La madre y el padre de Fernanda son personas maravillosas. Creo que estuvieron presas en los setenta y la verdad no me acuerdo bien dónde se conocieron. La historia es que han sido de gran ayuda para mamá y para mí. En varias oportunidades, la ayudaron con los gastos del alquiler, se quedaban conmigo cuando ella trabajaba por la noche. Y sí, mami tuvo que romperse el lomo laburando porque no quedaba otra. 

La madre de Fer era maestra de primaria y nos ayudaba con la tarea. El padre hacía un poco de todo. Son aficionados a la lectura: tienen la biblioteca más grande que vi en mi vida y me dejaban que me llevara el libro que se me antojaba. Sabina, la madre de Fer, tuvo que ir un día a Buenos Aires a declarar en un juicio contra los que la tenían secuestrada. Fue la primera vez que le vi la cara apagada. Me preocupé porque ella tiene dos faroles fosforescentes por ojos. La familia de Fernanda es muy importante en mi vida. No sé qué hubiera sido de nosotras sin ellos. 

Marcela es la pareja de Fer: una mujer bellísima por dentro y por fuera. También, trabajadora social. Se conocieron en la cursada, creo que fue amor a primera vista. Hicieron la inseminación artificial cuando se recibieron y nacieron esos bombones que tienen de hijes, como dicen ellas. 

Fernanda y Lorena son culo y calzón pero se gritan todo el día. “Abolicionista”, dice una, mientras la otra le tira “cosificadora” y así arman unos embolados. Menos mal que hace un tiempo dejé de ir a los encuentros de mujeres y no tengo que escucharlas pelear todo el día. En el último, me agarró claustrofobia porque ahora están re masificados.

Son las seis de la mañana. Terminé la cerveza fumé el último pucho. El del bar se fue a la mierda. El recibidor tiene puestas las lucecitas tenues. Me gusta bastante ese sistema de electricidad en el que podés girar el botón para regularlas. Las tengo anotadas en la libretita de las cosas a comprar cuando sea una potentada. El reloj de pared pone la aguja pequeña en el número cuatro y la grande en el tres. Lucía sigue arriba: estaba muy atrasada o el tipo es una masa. No voy a seguir acá de garpe. Me tiene harta. Subo las escaleras hasta la habitación doscientos siete, tomo aire, lo suelto sostenido, abro la puerta con sigilo. Los contornos de los cuerpos son difusos, no puedo distinguir dónde termina uno ni dónde acaba el otro. Miro la billetera, todavía tengo algo de efectivo. Agarro fuerzas y pregunto: “¿Quieren hacer un trío?”.