Eran tiempos de preparativos de la primera comunión. Mientras mamá esperaba la llegada del trajecito gris perla y planchaba el brazalete, mi abuelo me aseguraba que Jesús solo había sido el primer socialista de la historia. Imagínense qué podía yo entender, salvo que eso se trataba de algo impropio, porque su nuera se enojó: ¡cómo iba a desacreditar semejante filiación divina ante un chico de mi edad! A mí lo único que me importaba era mi beata indumentaria y, como en el documental Primario, de Nazareno Guerra, recién estrenado por Cine.ar, no cometer el pecado de una arcada cuando tragase por primera vez la hostia, porque era cosa de temer.
Me habían negado los pantalones largos y me tuve que meter en uno corto que no se ajustaba bien; se me perdían las formas, y era un detalle muy serio para un niño de ocho que ya jugaba a flamenca frente al espejo. Pero nada fue, al cabo, tan grave, como cuando llegué a la capilla del colegio y -¡ay, madre que ya me sellaba con la diferencia!- me encontré que todos los otros varones llegaban de traje azul. Creo que fue ahí donde cerré los ojos, me recliné como un santito cuyo futuro, por causa del color errado, tomaría un intenso desvío. La solemnidad era un papel que me salía bien. Sentado en el primer banco de la iglesia, Sara Montiel me atravesaba esa tarde, mientras que los demás, detrás, se soplaban los flequillos a lo Ringo Star.
EDUCANDO A NAZARENO
Nazareno Guerra narra en Primario su paso por un colegio católico, las persistentes tradiciones y doctrina que, en esos años noventa, sonaban ya fuera de foco (a través del VHS accedemos a las ceremonias y a una prédica que excluía la sexualidad, ese paredón silencioso donde anular toda disidencia). La atmósfera que retrata se asemejaba a la que viví en los setenta -los amigos de Guerra que testimonian se sorprenden por las imágenes anacrónicas que recuperan- como si aquella escuela se hubiera detenido en el aire de otra época y replicase una burbuja pandémica que la separaba del contexto social. Lo único que parece contaminarla es el viaje de egresados, con los nuevos códigos neoliberales de consumo. En el país acontencía el menemismo, la consecuente desmalvinización y el pacto del gobierno con el clero de derecha -todo un problema a resolver cuando se quiso dar muestras urbi et orbi de un salto modernizador- y es en medio de estos pantallazos en la película que, de repente, se reproduce la trifulca entre Carlos Jáuregui y el Cardenal Quarraccino por televisión. Cómo no recordar la estúpida ironía del cardenal sobre las bondades de una isla en la que la comunidad lgtbi podría inventarse un territorio con sus propias leyes y prácticas extraargentinas. El ingenio lgtbi enseguida postuló que el estado libre (¿asociado?) estaría con superpoblación de curas.
Los curas, vaya. En Primario no hay mención ni de cerca al tópico de la tan habitada pedofilia. Es lógico, el niño está solo absorto en los ritos. La sexualidad, los derechos soberanos sobre el propio cuerpo, la decisión de apostasiar revelan esa contra-epifanía de Guerra una vez que cruza, sin retorno, la puerta de salida de su educación católica hacia la adultez. En cambio, en el caso del colegio confesional en el que me malformé, no nos privaron de narraciones picantes, aunque me enterase a posteriori, como la de un rector obligado, ya en democracia, a dejar el cargo por mano larga. En cuanto a los eventos políticos, apenas si en la clase de religión se coló, por un pibe deslenguado en plena dictadura, el concepto de opción por los pobres. Condena de silencio generalizado. Los chicos ya entendíamos que esa semántica del afuera era indebida.
MONOSEXUALIDAD
En ocasiones me pregunto cómo es que en aquella época la sobrecarga de masculinidad en el encierro me producía más alivio que angustia. A mí, una marica. Las amistades por afinidades demasiado singulares (mucha lectura y vade retro el fútbol, ¡qué terror!), las alianzas de barrios, el compañero con cara sajona que me hacía llorar de deseo a escondidas, sin que por ello jamás me hubiera sentido culpable de otra falta que no fuese la de la belleza con la que poder retribuirlo. Siendo yo apenas una loca, creo encontrar, sin embargo, una explicación a mi sentimiento en un texto de Michel Foucault sobre el caso Herculine/Abel Barbin, intersexual que se fugó de la maquinaria médico-legal mediante el suicidio en la segunda mitad del siglo XIX en París. Foucault relata la vida de Barbin en un instituto religioso donde había sido intensamente feliz (“como mi infancia, una gran parte de mi vida transcurrió en la calma deliciosa de las casas de religión”) mientras la jerarquía no había pasado revista a su cuerpo indecible (como tampoco a mí en la orientación sexual), que encontraba sosiego noctívago en los abrazos carnales con mujeres (como yo en las tocaditas eróticas). Habituade a esos claustros, donde el varón no podía ser sino una evocación de un mundo que está siempre más allá (como en la mayoría de mis compañeros las mujeres), y cuya ausencia es no obstante un alivio, la diversidad sexual consistía en variaciones, grados, intensidades físicas y espirituales. Una monosexualidad, dirá Foucault: “Herculine era un sujeto sin identidad con un gran deseo por las mujeres”.
En un universo escolar católico donde no existía todavía el alumnado mixto, y eran inimaginables las salidas del closet, rebeliones contra lecciones o medidas estigmatizantes de parte de las jerarquías escolares -como hace poco en un colegio salteño y otro platense- el paso por la burbuja que evoca Nazareno Guerra en Primario, o yo en este texto, contenía en ocasiones aquellas parecidas variaciones e intensidades sexuales propias del Seminario y propias de Barbin.
Sé que me arriesgo a que mis recuerdos resuenen como complaciente nostalgia. Pero confieso, pudoroso, que fue en aquel colegio terrible donde, como dice una copla andaluza, yo aprendí a amar como las locas.
El documental Primario de Nazareno Guerra se puede ver en Cine.ar