“Siempre he creído que la única manera de conocer una cosa es experimentarla, que las formas de conocimiento más veraces son personales”, escribe Rachel Cusk (1967) en Despojos, un libro incandescente y cortante como una espada recién fundida, donde narra la historia de su reciente divorcio. Lo contado no es exactamente el quiebre o las razones que lo generaron, sino lo que ocurrió después: el modo en que ese organismo que funcionó durante diez años y concibió dos hijas pequeñas, deja de existir como tal y se convierte en otra cosa. Caos, una sensación de vacío y libertad que dan miedo y generan una infinita cantidad de preguntas. Cusk quiere extraer de esa experiencia conocimiento, verdad, reflexiona con una agudeza por momentos abrumadora sobre todo aquello que la llevó a ser la mujer que es y la dificultad de conciliar su individualidad con el mundo del matrimonio y la maternidad. Tradición occidental y cristiana, feminismo, mitos griegos, son traídos a su pensamiento para analizar este nuevo cuadro que es su vida, cuyos formas y colores, necesita desentrañar.
El libro fue publicado en inglés en 2012 y provocó un enorme escándalo. Hay que decir que no era la primera vez que esta autora nacida en Canadá pero radicada en Inglaterra, daba de comer a la prensa con un texto brutal, de una sinceridad para algunos inadmisible. Fue acusada de narcisista, de manipuladora, de dominatrix, de mala feminista, entre muchos otros epítetos virulentos. Pero esta furia venía de antes.
Cusk estudió filología inglesa en la universidad de Oxford y publicó su primera novela, La salvación de Agnes, a los veintiséis años. Durante los años 90 escribió exclusivamente ficción, comedias negras y sátiras protagonizadas por mujeres. Todos aquellos libros fueron bien recibidos y premiados. Luego de un proceso de reflexión, como respuesta a los problemas formales de la novela Cusk empezó a escribir no ficción. Así llegaron los libros del escándalo: A Life’s work (2001) y Despojos (2012). Ambos la pusieron en el centro de una controversia que la convirtió en una personalidad pública. El primero era una especie de diatriba contra la maternidad, aún estando -embarazada y criando a una niña de un año- inmersa en ella. Hoy a nadie sorprendería tal contradicción, hasta hay hashtags en twitter con el concepto #malamadre, pero en ese momento resultó perturbador y casi ilegible.
Despojos fue publicado diez años después y la reacción fue similar. Cusk tuvo que dar explicaciones y llegó a decir que se arrepentía de haberlo publicado. Pero la marea bajó y tiempo después arremetió con un nuevo proyecto, la trilogía formada por A contraluz (2014), Tránsito (2016) y Prestigio (2018), textos con los que la autora dio una vuelta de tuerca a la autoficción, a la vez que volvió a generar consenso sobre su figura. Para los lectores hispanoparlantes la trilogía se editó antes que los libros discutidos. Pasado el tiempo, esa controversia solo nos llega como un rumor lejano y no demasiado interesante.
Despojos está estructurado en ocho textos en los que no hay una idea de progreso o evolución. Las fases anímicas sobrellevadas por la narradora luego de la disolución de su matrimonio -depresión, inapetencia, confusión, vulnerabilidad, euforia- se abren a reflexiones más amplias que ponen en problemas acuerdos establecidos. Apenas en la primera página se lee algo así: “Y alguna vez me he preguntado si una de las dificultades de la vida familiar moderna, con su alegría continua, su optimismo totalmente infundado, su dependencia no de Dios o de la economía sino del principio del amor, no reside quizás en la incapacidad de reconocer –y tomar precauciones para protegerse—la necesidad humana de entrar en guerra.”
Cusk se vale de diversas metáforas a lo largo del libro. El primer capítulo se llama "Rastrojos" y usa esa imagen para hablar de lo que queda después de la partida de su marido: el conjunto de restos de tallos y hojas que quedan en el terreno tras cortar un cultivo. Pero también aparece la idea de puzle, una imagen perfecta que funcionaba como un todo en el que –casi– no se notaba la matriz, pero que de pronto es un montón de piezas sueltas. Cusk narra un cumpleaños de su madre a donde va con sus hijas. En la fiesta vuelve a aparecer la imagen del puzle, con las mesas de distintos tipos que tapa un inmenso mantel. “Mientras cubre con ellas superficies dispares, las baratas al lado de las caras, el puzle de fracaso y esplendor se transforma en una visión del todo. Nadie adivinaría el consenso que esconden los elegantes manteles, el hecho de que la estructura que hay debajo es a la vez más y menos de lo que parece, que se ha perdido en la uniformidad de la superficie”.
En los primeros capítulos Cusk se detiene sobre todo en su educación sentimental, la relación de sus padres y como cada uno de ellos le inculcó valores con los que identificarse o rechazar. Su feminismo, dice, es una interiorización de los valores masculinos de su padre: la importancia de la profesión, la búsqueda del éxito. Es por eso que el traje de la maternidad nunca le quedó del todo cómodo. Propuso a su marido invertir roles, que ella fuera la proveedora y que él cuidara de las niñas. Pero el plan fracasó. Aun así las hijas también aparecen como un problema en la división. ¿A quien pertenecen? Cree que a ella. Pero sabe que invocar ese derecho natural, esa “madre primitiva” y su superioridad innata es un error, con él se rompe el mecanismo de la igualdad de derechos. Cusk ni siquiera puede ponerse el traje de feminista. Discute por igual la figura de la “madre trabajadora” dividida en múltiples frentes y la de la “madre abnegada” que solo cuida de sus hijos y vive a través de ellos.
Las razones de la ruptura nunca son dichas. Lo único que Cusk sugiere como explicación es la escasa relación que había en su familia entre el relato y la verdad. Ambas se distanciaron, como dos líneas paralelas que ya no van a volver a unirse. “De un tiempo a esta parte he llegado a odiar los relatos”, escribe, decidida a no endulzar nada.
El problema es la institución familia. El mundo está en constante evolución, dice, mientras que la familia se empeña en seguir siendo la misma. Un refugio sí, pero también una prisión. Como buena filóloga se retrotrae en el tiempo hacia relatos que en sus palabras, pueden explicar el presente. En la Biblia encuentra a la Sagrada familia de José, María y el niño, como el modelo introyectado por Occidente como ideal, una unidad piadosa que oculta una mentira, tras el sacrificio de las partes. En los mitos griegos, a través de figuras como Clitemnestra o Antígona, observa el lugar de diversas mujeres que desafiaron la autoridad, intentando y perdiendo, encontrar una nueva forma.
En vez de un remanso o una pacificación, el último texto, "Trenes", es una mirada de lo narrado visto desde afuera. La protagonista es Sonia, una niñera de Europa del este que contratan y vive la separación sin comprender demasiado los motivos de uno y otro, y teniendo además que lidiar con sus propios y enormes problemas. Hasta el final, Despojos es un libro que no da tregua, como tampoco la tiene su autora. El dolor es lo que ha caído como una bomba. La normalidad no existe más que como la hierba que va creciendo alrededor.