Hoy es tal vez la artista más internacional de Perú, la pionera del arte tecnológico, del arte conceptual pero antes fue la señora que hacía mamarrachos, la que se negó a pintar “cholitas a pedido”, la artista poco peruana y la que guardó sus obras durante años (más de treinta) en valijas debajo de la cama. Escondite compartido con Pessoa, con Wittgenstein que tiraba sus papelitos en un baúl después de haber llenado los cuadernos azul y marrón, con quienes la guardaron en cajas o arcones pequeños y hasta con Pizarnik que escribía sus poemas en un pizarrón -y entonces el pizarrón era una valija abierta-.
Teresa nació en Iquitos, epicentro de la colonización europea del caucho, y murió hace pocos días en Lima. Estudió en la capital peruana y en Chicago (beca Fulbright), formó parte del grupo Arte Nuevo y desde siempre su obra redefinió los cánones de feminidad que mostraban las propagandas y los medios de comunicación, invención de la herrumbe hogareña hecha novela. Si bien a todas horas se negó a “ser encajada en compromisos inmediatos de protesta” nunca dejó de batallar contra las condiciones de normalización impuestas al cuerpo de la mujer. En el recorrido del descubrimiento Burga aparecen sus escenas domésticas sobresaturadas de colores y simbología pop.
Pintado sobre superficies brillantes bidimensionales y como parte del mobiliario de la casa (a Teresa no le gustaba el óleo, decía que prefería la pintura con la que se pintan las paredes), el cuerpo de una mujer es la sábana, la almohada y el respaldo de la cama, un cuerpo aplastado sobre un mueble. En 1968 presentó Cubos, una colección de bloques de madera pintados con signos y representaciones corporales parciales, una dinámica narrativa sobre lo que se muestra y sobre lo que se ve. La mujer se mueve, sí, pero adentro de un cubo. El mundo real no es un museo en movimiento.
Su Mano mal dibujada (su propia mano, uñas pintadas, mini autorretratos), expone el alambrado que rodea al arte contemporáneo, la preponderancia de los hombres, la dominación de un canon estadounidense/europeo y la necesidad urgente de la autodescolonización cultural. En tiempos de redescubrimiento se la asoció al arte moderno y contemporáneo, al constructivismo brasileño, al ingenuo y al pop; ella, mientras tanto, perfeccionaba su habilidad de catalogadora explorando sistemas matemáticos (anotaba la hora y la fecha del comienzo y del final de un dibujo) a la vanguardia de cualquier práctica conceptual y experimental: “El arte no es algo que una hace que se vea bonito solo para venderlo”.
Entre sus obras guardadas en la Lima húmeda (“es una ciudad donde la pintura no se seca”) había imágenes copiadas de carteles publicitarios, dibujos en papel cuadriculado, diagramas conceptuales, palabras hechas ramas de árbol, calendarios, sellos, horarios, tarjetas perforadas: el tiempo y su devenir, el tiempo y su desplazamiento. Tenía setenta años cuando unos jóvenes curadores fueron a buscarla a su casa. Las valijas se abrieron, llegó el reconocimiento y una retrospectiva se fue de viaje por el mundo (estuvo en el Malba) sin fecha de regreso.
Las valijas nunca están del todo guardadas, no es necesario verlas para nuevos lagrimales, huellas ausentes nunca faltan. Antes de que aquel timbre sonara Teresa había trabajado durante treinta años en la Aduana de Lima donde creó un sistema (una base de datos) impensado por lo moderno que siguió usándose hasta no hace mucho. Coloridos diagramas visuales para un poema de Blanca Varela y para uno de Borges, un informe facial como representación cartográfica (una nota en 1972 tituló: “Teresa Burga: ¿artista o computadora?”), experimentaciones con los dibujos de lxs niñxs, y sus últimos trabajos: escenas cotidianas en tiempos de covid (no domésticas ni familiares sino sociales “donde existe mucha desigualdad”), son apenas las primeras brazadas para que nos lancemos a nadar en aguas -valijas- Burga.