“¡Cuantos progresos hemos hecho! En la Edad Media me habrían quemado a mí; ¡ahora se conforman con quemar mis libros!”, decía Freud irónicamente, sin avizorar que efectivamente quemarían judíos y otras minorías. Premonición indirecta y funesta, que insiste en la historia, incluida la nuestra. Advertidos de esa crueldad que retorna, resulta imperiosa una resolución democrática que intente prevenir y condenar actos canallescos, al tiempo de promover modos de ejercer el disenso que no redunden en la cruda violencia. No es prudente reducir cualquier acto, y menos los más aberrantes, a mero efecto de “la grieta”.
Incitar a la violencia, antes que un delito, hace a una posición política que rechaza la discusión democrática. Desconozco si dicha figura penal prosperará en torno a lo acontecido, y no creo que una respuesta punitivista sea más que solución de compromiso; pero tampoco considero que algo sea repudiable a condición de estar tipificado. Antes bien, me interesa interrogar sobre un aspecto fundamental de la democracia y vida en comunidad: la centralidad de la palabra, su defensa, pero también las escenas que atentan contra su emergencia. Cuestión que en mucho complejiza y supera la argucia liberal-reaccionaria que presenta estos sucesos bajo el escudo de la “libertad de expresión”, variable que tiende cada vez más a supeditarse a privilegios y arbitrariedades.
Volviendo a Freud, si el medio es la amenaza no hay tal progreso ni sublimación, ni debe haber olvido ni perdón.
Suele preguntarse ¿cuál es el límite? a la expresión o manifestación políticas. Se trata de una formulación que al centrarse en torno al límite presupone equivocadamente que las violencias expresan. No es una crítica naif-pacifista, sino que intenta señalar lo inconveniente de incluir en una misma serie, la del acto político en democracia, al enojo, la indignación o la agresividad junto a la violencia, incluida la simbólica. De ahí la rectificación.
Uno de los referentes de la agrupación de jóvenes que se atribuye el atentado --eso fue, un atentado a la palabra pública-- arremete contra el Presidentey confirma, cual profecía autocumplida, que éste “no supo leer ni interpretar” el supuesto mensaje en cuestión. El colmo: produjeron un acto violento y luego intentan morigerar los repudios exigiéndole al otro una lectura allí donde no hubo estrictamente un mensaje. Esta retórica falaz nos recuerda que “violencia es mentir”.
¿Qué implica expresarse [políticamente] en democracia? ¿Conferiremos a cualquier acto funesto el estatuto de expresión? ¿Puede ser considerada expresión una acción que intenta silenciar a otra palabra? ¿Debe juzgarse desde los cánones de la “libertad de expresión”?
La susodicha libertad puede ser cercenada, siendo la censura y represión vías clásicas para ello. Pero antes bien, toda expresión requiere de alguna clase de límite o censura que el propio sujeto --creador literario, performer, manifestante o ciudadano cualquiera-- incluye, a los fines de reconocer y constituir a un otro --espectador, destinatario o público-- como sujeto parlante, del cual interesa alguna clase de respuesta. Generar un efecto, afectar, puede ir a contramano de la posibilidad de responder, como en el caso de la violencia interpretativa. Hay expresión cuando se pretende interpelar, buscar alguna clase de interlocución, la cual no tiene por qué recostarse en una identificación de masa, ni en modismos edulcorados; puede incluir vehemencia, convicciones, pasiones y hasta eso de la agresividad sublimada propia de nuestra peculiar animalidad política. La agresividades constitutiva de la experiencia humana, y es fuente de la creación.
Expresarse requiere de una estética política que permita el equívoco, promoviendo esa enfermedad saludable que es el conflicto. Se le otorga al otro lo que no se tiene: la posibilidad de responder con la palabra, nunca del todo propia. “Violencia política” podría ser pensado como un oxímoron, dado que la primera imposibilita la discusión político-democrática. No hay la dignidad ni la buena fe de la metáfora, como tampoco fue metáfora el “¡Viva el cáncer!”.
Casi calcada, la mostración de bolsas mortuorias convertida en fotografía se torna idéntica a otra imagen: cadáveres a medio cubrir luego del bombardeo a Plaza de Mayo en 1955. Con la intención de asesinar a Perón y amordazar a las mayorías, mataron a cualquiera que allí estuviera, incluyendo niños y no-peronistas. De allí nos queda el dolor y esa foto en blanco y negro. Hoy siguen asesinando de formas cada vez más sutiles, al tiempo de enrostrarnos el crimen en las redes con moño plástico, que aun sin correlación directa con alguno consumado intenta petrificarnos frente al cuerpo del delito. Bolsas plásticas que nos remiten también a recientes y ominosos femicidios.
Sus perpetradores son responsables en tanto sujetos políticos. Podrá haber habido acto fallido, y por ello nunca casualidad o ingenuidad. La edad, “no haber siquiera nacido en el 55’”, por ejemplo, no es excusa: el prefijo “neo-“es un eufemismo en lo que atañe al fascismo o gorilismo.
Lo novedoso es que los autores del atentado exigen a otros la constitución a posteriori de esa censura. Demandan a damnificados e injuriados una lectura simbólica, metafórica o abstraccionista allí donde no hubo escena sino un cementerio de mala fe. Logran así un crimen casi perfecto: o se victimizan desde su cobardía moral a causa de supuestas persecuciones a sí y al “republicanismo”, o dejan en falta a quien cae en la trampa y discute como mensaje o expresión sus canalladas. ¿Es preciso, justo y saludable llamar “mensaje” a uno lisa y llanamente mafioso?
La parodia, la sátira y el humor negro son deseables en democracia, así como son de necesarios los memes. De esto se trata, por ejemplo, la chicana con buena fe en la disputa político-militante. Todo lo anterior puede juzgarse desde el buen o mal gusto. Pero lo obsceno del acto violento es otra cosa: la amenaza no genera humor.
El chiste y su relación con lo inconciente sugiere que quien causa humor tiende a generar un modo de lazo social muy particular, produciendo alguna clase de complicidad, aun en el disenso. El mecanismo de la interpretación es el del chiste, ciñéndose ambos entre la cita y el enigma: si no incluye alguna alusión familiar no será entendido --ni tampoco permitirá que eso familiar devenga ominoso; si demasiado obvio será grotesco más no humorístico, si es pura obscenidad será violento, y por ende no habrá sido chiste.
Recuerdo un sketch de Capusotto: un oficinista lleva en un tupper excremento humano para su almuerzo, y frente a los repudios y asco de sus compañeros apela indignado al escudo de la libertad de expresión, de la tolerancia, exigiendo a gritos se respete su opinión y gustos.
Freud describió a la “pulla indecente” como una de las formas del ultraje. Siendo el acoso callejero su ejemplo clásico, requiere de un tercero cómplice que convalida, y no casualmentesuele tomar como objeto a una mujer a quien específica y más cruelmente veja: sea Evita, Cristina o en este caso Estela de Carlotto. Si bien no fue la única, los perpetradores sabían de su trágica historia personal con bolsas y cuerpos sin sepultura, y escarmentaron contra esto. La crítica a una supuesta vacunación privilegiada, que sabían nunca existió, fue excusa secundaria. Quien “tira un muerto” lo hace por algo anterior, inenarrable antes que inconfesable. De ahí la connivencia entre consignas terraplanistas/antivacunas y la demanda desaforada de vacunación de eso otrora caracterizado como veneno.
Padecemos una historia de ultrajes en serie a lo popular, menciono algunos: la desaparición del cuerpo de Evita, el robo de las manos de Perón; o decir que las personas asesinadas o desaparecidas estaban de viaje, o que Néstor Kirchner no estaba en su féretro al ser velado, o caricaturas de CFK con su rostro golpeado. No están obsesionados con la muerte, sino con ultrajar eso que los griegos llamaron segunda muerte, que es simbólica y permite la rememoración, la celebración popular. Se trata, como en la pulla freudiana, de humillar --a vivos y muertos--.
Como oposición volvieron peores, básicamente porque nunca dejaron de oponerse a cualquier expresión popular, más aún al peronismo, con la [amenaza de] muerte como bandera negra: esas que pretenden izar al manchar con aerosoles los pañuelos blancos.
Es cierto que son grupos minoritarios, marginales. Pero también es cierta la sobrerrepresentación mediática de la cual gozan, que los introduce por la ventana con pleno derecho en el debate público y democrático: a veces como angelados, cual paladines o “mártires” del republicanismo, otras veces como meros indignados; o erróneamente infantilizados, catalogando sus acciones como “repudiables pero entendibles”, morigerando de manera vil y cómplice lo inadmisible de sus acciones.
No es novedoso, pero sí lamentablemente cada vez más creciente y usual. ¿Será este fenómeno testimonio de la voluntad necropolítica? Apología al crimen antes que a la muerte, ultraje consumado y no un mensaje a descifrar. Un crimen que exige castigo antes que la aperturade alguna reflexión. No hay enigma sino mostración infame, vejatoria. No fue una provocación ni el testimonio del odio, ante cual se puede responder con indiferencia, sino un acto violento que atenta contra la democracia, territorio de ejercicio de la palabra política.
No tienen derecho a hacer lo que hacen, pero La fuerza es el derecho de las bestias, titulaba Perón uno de sus libros. Urge un debate y combate democráticos para producir algo más que un engañoso marco de convivencia cívico. Conformarse con que ciertos derechos terminen donde comienzan los derechos de otros es, según Rancière, el origen mismo de la violencia.
Se trata de conquistar colectivamente otro ¡Nunca más!, fundacional de otras formas de lazo político signado por la justicia social y la solidaridad, la apuesta no meramente declarativa por la vida, el respeto por la diversidad y la singularidad. Trazar para ello una línea excluyente ante esa crueldad mayor: el individualismo canalla con su mitología violenta que promueve tragedias en las cuales los héroes colectivos deben ser escarmentados, exterminados antes de emerger.
* Julián Ferreyra es psicoanalista.