El sábado 27 de febrero la oposición liderada por Juntos por el Cambio convocó una marcha. Como en casos anteriores, el odio y la irracionalidad dominaron el tono de los manifestantes que en números poco relevantes se reunieron en distintas partes del país. Sin embargo, en esta oportunidad la barbarie cruzó un límite cuya gravísima significación no puede ser soslayada. En efecto, a las previsibles pancartas por el puntual episodio de la vacunación en el ministerio de Salud con que la oposición --tras militar la antivacuna (con denuncia de envenenamiento incluida)-- pretende obtener réditos políticos, se agregaron bolsas mortuorias con el nombre de funcionarios y militantes de derechos humanos.
Lo cierto es que el horizonte de la derecha siempre es la muerte. Por distintos caminos y verbalizaciones, el empuje que la agita es el fin de los lazos sociales, sea bajo el culto al individualismo o el liso y llano exterminio implementado para eliminar el conflicto que motoriza la experiencia humana. La derecha no soporta la diferencia, por eso su discurso es vacuo, mendaz, extorsivo y cínico. La República que su bravata reivindica no es más que la mueca grotesca del Patrón: “no me saquen nada”. De allí la necesidad de inventar ladrones y corruptos para luego justificar las tropelías que los gobiernos neoliberales cometen en su paso por la gestión pública.
Este espasmo primario es pura pulsión de muerte. Rechazo a toda apertura, convocatoria o don: la exaltación de una autoridad que no se legitima en la disposición a escuchar sino en la reificación (léase: cosificación) de conceptos que poca relación guardan con las efectivas condiciones de vida de las personas. De esta manera la palabra “libertad” resulta ser el salvoconducto que los poderes fácticos emplean para imponer su orden salvaje. Aquí los ciudadanos se reducen a comportarse como consumidores y la muerte en vida deviene la condición indispensable para vaciar la democracia de contenido: la degradación de la comunidad hablante en una jauría de zombies.
Ahora bien, ¿a qué responde en términos subjetivos esta brutal y mortífera regresión? Desde la perspectiva psicoanalítica, podemos entrever que el desorden neoliberal patentiza la faz más patética y brutal de nuestra condición de seres hablantes, a saber: la respuesta viene antes de la pregunta. Así nacemos y nos constituimos: el Otro nos habla primero. Cuando algo de amor palpita en esos tempranos momentos, ese dicho primero deja lugar para la pregunta. De esta manera, el interpretado pasa a ser interpretante y la dialéctica encuentra un lugar con que causar el trabajo psíquico. Este malentendido originario --que sin embargo no es primero en el tiempo-- propicia la cesión de narcisismo necesaria para que el in-mundo del cuerpo consienta a la alteridad del semejante. En otros términos: el viviente acepta que “le saquen algo” para así poder recibir. De lo contrario el vasallaje al Amo no garantiza otra cosa que la paranoia donde el Otro sólo refleja los aspectos más temidos de la propia persona: aquí el sujeto se reduce al in-dividuo.
De allí que la sacralización de la propiedad privada que la derecha neoliberal pretende imponer como máxima de su gesta anti-civilizatoria supone una ominosa regresión. En efecto, las bolsas mortuorias que la marcha de Juntos por el Cambio arrojó en la Plaza de Mayo testimonian que aquí el odio ya no dialoga con el resto de las pasiones humanas, antes bien retrocede a su faz más arcaica y radical: el Otro es el enemigo porque la Patria soy Yo.
* Sergio Zabalza es psicoanalista.