Juana miró a Germán desde abajo de la sombrilla. Lo vio entrar en el mar saltando las olas como un niño, como un niño grande, como lo había visto casi desde el principio. Por primera vez no sintió ternura ni se conmovió. Más bien fue una leve indiferencia. Eso, leve. Lo suficientemente presente para reconocerla, para intuirla, casi. Pero así, con levedad. Como estaba siendo todo por esos días. Ella había fantaseado con ese reencuentro por mucho tiempo. En las largas noches del invierno europeo, en aquella residencia de estudiantes y profesores en un pueblito perdido entre montañas, cuando ya ni los chocolates ni el licor alcanzaban para calentarse, había sido la fantasía de la playa mediterránea y del cuerpo caliente y bronceado de Germán lo que la había alentado a seguir. Una noche más, se repetía, una noche menos.
¿Por qué no ir al mar también ella? El sol estaba pegando fuerte y la sombrilla empezaba a generar una suerte de ambiente espeso, donde el calor se condensaba a pesar de la brisa salina. Intentó volver al libro que tenía empezado. Leyó un par de líneas pero en seguida se dio cuenta de que no estaba prestando atención a lo que leía. Había avanzado en la novela casi hasta la mitad el día que había pasado sola en el pueblo, esperando la llegada de Germán pero desde que se habían reunido, finalmente, casi no había podido leer. Sonrió al pensar que seguramente sus amigas supondrían que eso estaba relacionado con la voracidad del encuentro. Pobres... si supieran.
En aquellos largos meses que había durado su estancia de investigación en Suiza, la figura de Germán se le había dibujado muchas veces en la oscuridad y había aparecido con una nitidez que nunca antes había tenido. Todos le habían dicho y ella misma había creído también que los tiempos más duros serían los primeros: el idioma, la soledad, la geografía extraña, el nuevo ritmo de trabajo, el invierno. Pero cuando todo eso se le fuera volviendo cotidiano, conocido, cuando pudiera establecer algunas rutinas, todo se iba a volver más fácil. Cada día y cada noche de esos seis meses ella se había dicho que sí, que así sería, que era cuestión de tiempo. De tiempo y de paciencia. Pero cada día y cada noche la figura, la voz, la textura de la piel, el sabor de la boca de Germán se le hacían más presentes y los momentos más fáciles parecían no llegar nunca. Durante el día se sumergía en el trabajo como en ese momento él se sumergía en el mar y la figura de su cuerpo desaparecía exactamente igual que ahora, cuando desde abajo de la sombrilla ella sólo le veía las plantas de los pies blancas, relucientes, el resto del cuerpo internado en la ola, para de pronto volver a aparecer, primero la cabeza cubierta de pelo negro, luego los hombros, la espalda morena, ancha, de omóplatos vastos, las escápulas emergiendo del torso y los largos brazos que se extendían desde allí como alas, largos, musculosos, turgentes.
Unos días atrás lo había ido a buscar a la estación de tren de ese pueblito español que habían elegido para encontrarse antes de regresar juntos a Argentina. Ella había llegado el día previo, se había instalado en el hotel cerca de la playa y se había dispuesto a disfrutar de la espera. Hubiera querido ir a buscarlo a Barcelona, al aeropuerto, pero él la había convencido de que no. Los aeropuertos son tan fríos y tan llenos de gente. Mejor la estación de tren del pueblo. La había sorprendido ese arranque romántico. Germán nunca había tenido nada de romántico. Cuando él bajó del tren, y ella lo reconoció entre la gente, sintió que el corazón le iba a explotar, a pesar del gesto de fastidio en la boca de él. Juana se le colgó del cuello, ansiosa, riendo, él la rodeó con esos brazos que ahora veía salir de mar y ella sintió que esos brazos le quedaban grandes, que no la abarcaban, que no la apretaban con la urgencia que ella hubiera deseado.
Una gota de sudor bajó por el cuello y se perdió entre los pechos. Debería ir al mar, refrescarse un poco, mojarse la cabeza para dejar de pensar. Por eso no podía leer. Pensaba demasiado y con poca claridad. Pensaba de una manera que la atormentaba, que no le servía para nada. Tal vez el agua ayudaría a encontrar los cuerpos. El agua volvería las pieles resbalosas, la frescura aumentaría las ganas de tocarse, de enredarse en un abrazo. Pensó todo esto sin entusiasmo, sin estar convencida de que funcionaría. Mientras daba vueltas sin decidirse del todo a levantarse, sin entender muy bien qué le pasaba, Germán salió del mar con paso cansino.
Juana vio desde la arena la piel mojada, brillante y creyó distinguir las gotas recorriéndole el cuerpo. Lo siguió con la vista todo el trayecto que hizo desde el mar hasta la sombrilla. Él se tiró de pronto sobre una lona, sacudió la cabeza, se recostó sobre los antebrazos y perdió la vista en el mar. Ella dejó a un costado el libro que había tenido en la mano todo ese tiempo, medio cerrado, con el dedo índice marcando la página en la que había dejado la lectura. Lo miró en silencio esperando que él hiciera un comentario, que la mirara, al menos, que le dedicara un gesto pequeño, ínfimo pero dedicado al fin. Cuando se dio cuenta de que eso no iba a suceder, dijo:
--¿Cómo estaba el agua?
Él se había tumbado boca arriba, con los ojos cerrados y una sonrisa plácida en el rostro. Juana supo inmediatamente que ella no tenía nada que ver con ese gesto. No era la destinataria ni mucho menos la causa.
--Bien -respondió él sin dejar de sonreír y sin mirarla.
Ella suspiró en silencio y volvió a la carga:
--¿No te querés poner el sombrero? Digo, si vas a estar al sol...
--No me gustan los sombreros. Me dan calor. Además, son ridículos los sombreros.
--Serán ridículos pero en la playa todo el mundo los usa. Más ridículo es insolarse y tener que quedarse en el hotel por no usarlo -replicó sin poder evitar pensar que no sólo ahora en la playa, por el sol, sino durante todo ese invierno ella había usado sombreros de variados tipos. Y él lo sabía. Claro que lo sabía.
--Mirá, fui al mar toda la vida, nunca usé sombrero y nunca me insolé. Así que esas son pavadas. Hubo un momento de silencio y en seguida siguió: "Si lo que te preocupa es tener que cuidarme y perderte un día de playa, olvidate. No voy a necesitar enfermeras si me insolo".
Ella se incorporó de golpe, como a punto de decir algo. El libro se le cayó de entre las manos.
--¡Mierda! ?exclamó?. Perdí la página por esta boludez?
Él siguió con los ojos cerrados y hablando como hacia arriba con una sonrisa sarcástica: --Los sombreros son cosas de chicos, de mujeres y de putos. Yo no soy chico, no soy mujer y claramente, no soy puto.
--¿Ahora te volviste homofóbico, vos? ¿Desde cuándo?
La conversación iba subiendo de tono, y Juana intuyó una escalada irreversible. Germán chasqueó la lengua y negó con la cabeza sin agregar nada más.
Juana abrió la boca pero no dijo nada. Lo miró un rato largo en silencio y volvió al libro. ¿Para qué seguir discutiendo? Se sentó de nuevo y buscó la página donde había interrumpido la lectura pasando casi frenéticamente una hoja detrás de la otra, mirando sin ver. El sonido de cada hoja que pasaba, fogoneado por el viento caliente, le golpeaba el entrecejo como un chicotazo. Las manos le temblaban, los dedos se le enredaban. Cuando se dio cuenta de que estaba a punto de romper una hoja, paró. Respiró profundo tratando de contener el llanto. Juntó un puñado de arena que apretó entre la mano mientras sentía cómo los granos se iban escurriendo entre los dedos, lenta pero inevitablemente.
--Voy al mar -murmuró cuando sintió que iba a largarse a llorar. Algo parecido a un gruñido fue la respuesta.
Cuando llegó a la orilla, dejó que el agua tocara apenas los pies. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se tocó la cabeza. Estaba caliente a pesar de la sombrilla. ¿Cómo entrar al mar? Era el mismo dilema de siempre: de a poco o de golpe, cuál de los dos suplicios era menos doloroso. Se zambulló en el mar. El impacto frío del agua contra su cuerpo caliente la sorprendió. Al principio sintió que todo se detenía, que no había tiempo pero una vez que el cuerpo se fue aclimatando, empezó a percibir todo con mucha paz. Se quedó un rato largo flotando en el mar calmo, sintiendo cómo el agua movía su cuerpo en un suave vaivén, cómo ella se abandonaba a esa pequeña oscilación. Después nadó mar adentro, primero lentamente, luego con furia y cuando sintió que sus músculos empezaban a cansarse, regresó a la playa.
Germán dormía al sol impiadoso de la primera tarde, sin sombrero y sin protector solar. En otro momento, ella hubiera buscado el gorro dentro del bolso para ponérselo sobre la cabeza, sin despertarlo. También le hubiera pasado protector en la cara y en la panza o hubiese inclinado la sombrilla para que diera sombra donde él estaba. Pensó todo eso pero no hizo siquiera un gesto para realizarlo.
El sol quemaba mucho y Juana empezó a sentir que necesitaba acostarse en una cama y dormir, lejos de la arena que había empezado a irritarle los ojos. Metió el libro en el bolso, se puso un pareo sobre el bikini, una capelina de paja sobre la cabeza y empezó a caminar hacia el hotel con las sandalias en una mano. Hizo dos pasos y volvió. Miró a Germán dormido sobre la lona. El sol empezaba a dejarle manchas rojas en la piel de la cara. Lo cubrió con una toalla, se dio vuelta y se alejó en silencio.