(Versión libre en honor al paro del 8 de marzo)
Yo supe la historia por una muchacha que tiene su parada frente a la estación de ómnibus, en una esquina de Balvanera, no viene al caso decir cual. Se la había contado, su tátara tátara tía abuela, la compañera de vida de Juliana Burgos, así dijo. Con la contada por Santiago Dabove a Borges y la que Borges a su vez oyó en Turdera tiene “pequeñas variaciones y divergencias”. La escribo previendo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor como Borges declaró que haría en la primer página de La intrusa. Según la muchacha de Balvanera, sucedió en una isla del Paraná llamada La percanta. Anoto ese nombre sospechando que lo tomarán por un invento mío como si la vida no fuera capaz de los argumentos más inverosímiles –Ricardo Corazón de León murió ahogado–, las paradojas más risibles –según el sabio Séneca a Ulises, el marino más literario, le daba náuseas navegar–.
Los Nilsen era colorados como los del relato original pero éstos eran gauchos de agua dulce. Unidos contra la policía y cualquier enemigo de sus intereses, sobre todo antes o después de la copa del estribo, vivían apartados en un rancho de una sola pieza, de techo con remiendos donde amarilleaba la paja nueva y piso de tierra en cuyo centro se prendía el fuego para calentar el agua del mate y hacer el asado que solían comer con la mano y apurar con patero o ginebra aunque a la bebida preferían tomarla en la pulpería de La Chingola. Trabajaban de desenterrar peludos luego de apoyar una oreja sobre la tierra para buscar las cuevas, cazaban con porongo patos y gallaretas, garzas a palos de remo y a balazos –avaros, nunca dejaban de recoger los plomos para fundirlos y volverlos a usar– pero más que nada eran cuatreros y contrabandistas. Cuando Cristián, el mayor, trajo al rancho a Juliana Burgos, no se le asignó ningún lugar, compartió su catre y ella, a veces empujada por la borrachera de su compañero, solía terminar en el piso de tierra con su atado como almohada y los ratones corriendo a sus pies. En un rancho más chico, del tamaño de una casilla de perro grande, cuya puerta a modo de batientes tenía un cuero de potro sujeto por una punta y fuera de quicio, los hermanos guardaban plumas, aceite de pescado y pieles de carpincho, de tigre y de nutria. Cuando Los Nilsen se iban de negocios o a jugar a las cartas en lo de La Chingola, Juliana Burgos se metía en el ranchito y revisaba la mercadería. En los troncos encajados que formaba el piso, encontró unos flojos, abajo había un pozo que podía servir de escondrijo, las pajas, el barro y la suciedad de los perros lo ocultaban, además los Nilsen eran pendencieros pero incautos y más con las mujeres; no habían conocido muchas fuera de los turnos en lo de La Chingola, hasta la llegada de Juliana Burgos que pronto comenzó a revolver el ranchito separándose para ella las ocho o diez plumas buenas de las garzas blancas y terminó con un par de kilos, más un capitalito de grasa y pieles de nutrias.
La Chingola regenteaba un rancho de mal entretenimiento donde sólo había una mesa para jugar a las cartas y una pila de cajones de fruta donde alinear las botellas. En un sucucho tapado por una cortina de cretona atendían las muchachas. Era cuatrera y contrabandista pero en malas migas con los Nilsen a los que, de todos modos recibía para endeudarlos con supuestas amabilidades de anfitriona zalamera. Le decían La Chingola porque era renga y se murmuraba que había estado presa –el chingolo es el único pájaro que camina a los saltitos, como si arrastrara un grillete–. La Chingola se las arregló para comprar las cargas que Juliana Burgos ocultaba en su escondite impermeabilizado con hojas secas y cueros descartados –no servían los de carpinchos cosidos a balazos– y prometió retener la plata del pago para jugarla con sus propios clientes (no la perdería porque hacía trampa, era más segura que un banco); mandó buscar las prendas robadas a unos peones conocidos por todos los perros a los que solían acallar con achuras y, en la noche, se movían tan silenciosos como si caminaran en el aire. Con la presencia de Juliana Burgos los Nilsen empezaron a pelear por cualquier cosa que no era cualquier cosa porque una era que los dos estaban enamorados de la misma mujer y otra que esa mujer era la misma que los hacía pelear cuando se daban cuenta de que faltaba mercadería. Ni bien la compartieron hubo un tiempo de paz, el de ella de catre en catre durante la noche, el de ellos cazando y yendo a lo de La Chingola a jugar y a emborracharse antes de volver al rancho para revolcarse con la muchacha por turnos de mala gana pero respetados. Cuando la vendieron a La Chingola echándole la culpa de sus diferencias, antes ellos tan iguales de trato como de colorados, Juliana Burgos decidió armarse de paciencia. Pequeña y de talle fino, toda sonrisas, pronto se hizo la preferida de la clientela. Quien sabe si los Nilsen no llegaron a la conclusión de que los hacía menos celosos seguir compartiéndola entre ellos que entre muchos. Es cierto que Cristián había descubierto el caballo de Eduardo atado al palenque cuando pasó por lo de La Chingola a la vuelta de Ibicuy. Y otra vez él fue al rancho a hacer cola por lo mismo: Juliana Burgos. Entonces le propuso a su hermano ahorrar en viajes devolviéndola al rancho de donde ya no se retiraría la discordia. Claro que hubo que adornar bien a La Chingola por perder a su mejor pupila. De lo contrario los peones los hubieran parado.
Cuando la sacó del patio para subirla a la carreta, Juliana Burgos ya sabía que Cristián no iba a animarse a lo que planeaba. Nos es verdad que los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera, Judas y Caín nunca faltan y una mujer siempre sabe leer la vacilación en las manos que tiemblan al sostener las riendas, en la voz que intenta templarse en un grito pero resuena baja y como ahogada. Entonces le habló como a un chico hasta que vió que iba a perdonarla pero no sabía cómo. Entonces le señaló la bolsa con los picazos. Los dos hermanos habían estado cazando con porongo en el bañado, picardía de los gauchos marineros que consiste en ponerse en la cabeza medio porongo con dos agujeros a la altura de los ojos y nadar desnudos hasta las presas acostumbradas a esas formas entre los carrizales y, de golpe, hundirlas de un fuerte tirón en las patas. En la bolsa había doce picazos, con el cuello retorcido, se habían hinchado con el barro del bañado y sumados, pesaban como un humano. Juliana Burgos ayudó a liar unas pajas hasta hacer el bulto que Cristián escondió entre juncos y camalotes. Es verdad que horas más tarde, viniendo con Eduardo por el camino, le dijo que la había matado (“Hoy la maté, que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más prejuicios“). Pero no enterraron el bulto, lo tiraron en un canal, de esos donde la tierra va comiendo el agua y se aprietan los juncos. Entonces los hermanos se abrazaron llorando pero un secreto y una mentira ya los habían separado.
Para esconder unos días a Juliana Burgos, La Chingola se cobró una comisión injusta pero ella no discutió, reclamó la plata que le debían y se metió el rollo en su parte más íntima. Luego se fue para Iberá Pitá, se había puesto de acuerdo para asociarse en lo que fuera con aquella infeliz que un día Eduardo trajo a la casa para empardar la pareja de su hermano y de la que se cansaron los dos, entonces la alzaron en la canoa , abandonándola en el primer albardón.
Pensé que Cristián Nilsen había sido el primer hombre en romper a su modo el pacto patriarcal y que la literatura lo había ocultado pero la expresión “patriarcal” me pareció fea de escribir.
Un auto se detuvo sobre el cordón de la vereda y la muchacha de la esquina me hizo adiós con la mano. Antes se apuró a decir:
– Cuando los padres murieron mi tátara tátara heredó la pulpería. Ellas entonces vivieron bien. La Juliana había aprendido de La Chingola a recitar Las golondrinas de Becker y El tren expreso de Campoamor. Habían progresado. Ahora eran dueñas de una casa fina.
(Préstamos: La intrusa de Jorge Luis Borges y Viaje al país de los matreros de Fray Mocho.)