La última estatua de Franco que quedaba en pie en España se retiró el 23 de febrero en Melilla. Una ciudad de status autónomo ubicada sobre la costa del Mediterráneo, pero en África. Rodeada de muros y alambres de púas donde la hispanidad hace delicado equilibrio con el Islam. Casi un bastión inexpugnable para quienes intenten pasar al continente europeo. Donde el progreso añorado por los inmigrantes suele terminar en mortaja o una balsa a la deriva. En esa urbe el dictador se sublevó contra la República en 1936. Su monumento ya no está, como tampoco sus restos en el Valle de los Caídos. Sí perdura con fuerza su ideario forjado en base a la cruz y la espada. En 1953, cuando el caudillo de Ferrol gobernaba en piloto automático, Alfredo Di Stéfano llegó para jugar en Barcelona aunque terminó en Real Madrid. Su pase, un desaguisado donde intervinieron esos dos clubes, River y Millonarios de Colombia, costó unos 87 mil dólares de la época. Era uno de los mejores jugadores del mundo y la disputa entre los dos grandes de España resultaba natural.
Investigadores de ese traspaso no se ponen de acuerdo sobre el porqué de la elección, si hubo elección. La Saeta rubia confesaría años después que le dijeron: “Vamos pa’ Madrid”. Desde Cataluña siempre sostuvieron que Franco influyó en el desenlace. Voces que discrepan con esa hipótesis se apoyan en una estadística: desde 1939 a 1953, el club merengue no había ganado una sola Liga española. La mayor sequía de su historia. En cambio, el Barcelona se había impuesto en cinco. Cuatro habían sido también para el Atlético Aviación, un equipo de pilotos que cuando desapareció, se fusionó en lo que hoy es el Atlético Madrid.
De lo que hay más certezas es cómo Di Stéfano fue transformado en un paradigma de los valores que estableció el régimen. No porque él se lo propusiera. Su figura reconocida mundialmente y la destreza que demostraba en la cancha bastaban para que fuera utilizado como tal. Ganó cinco Copas de Europa y ocho Ligas de España. También una sola Copa del Generalísimo en 1962. Otros dictadores no se atrevieron a tanto en el deporte. No hubo torneos llamados Videla o Pinochet.
Juan Antonio Simón Sanjurjo del Centro de Estudios Olímpicos de Barcelona investigó en su trabajo académico Fútbol y cine en el franquismo (2012) que la producción de películas tuvo a Di Stéfano como carnada para la construcción de una subjetividad funcional a la dictadura. En Saeta rubia (1956) y La batala del domingo (1962), la primera como jugador clave al comienzo de su rica trayectoria española y en la segunda ya veterano, participó con cierto éxito de taquilla. Javier Setó, su director en el primer film, pegó un pleno en ese casino donde a veces puede transformarse la vida. El año del estreno Real Madrid ganó la primera de las cinco Champions que hilvanaría una tras otra.
Un año antes de que llegara a los cines Saeta Rubia, Ladislao Kubala, el célebre futbolista húngaro del Barcelona también había sido protagonista de otra película: Los ases buscan la paz (1955) de Arturo Ruiz Castillo. Típico producto que podía reconocerse en la influencia que ejercía Hollywood durante la Guerra Fría, narraba la historia del jugador perseguido por el régimen comunista de Budapest. La acción comienza cuando Kubala recibe un telegrama de la FIFA que le prohibía jugar un partido de desempate por las eliminatorias del Mundial ’54 en el estadio Olímpico de Roma. Él ya integraba el seleccionado español porque estaba nacionalizado –después del obligatorio bautismo en una iglesia de Murcia– y en el film aparece casi como obligado a espiar para Hungría. Pero no tanto como un deportista que pretendía ganar dinero en el profesionalismo.
Sanjurjo señala que en la película se describe a Kubala como “un modelo ideal para la sociedad española” que debería tener “en la familia uno de sus principales valores” y que como padre “luchará contra las adversidades para conseguir reunirse con su familia y alcanzar la felicidad. Felicidad que sólo podrá encontrar cuando llegue a Barcelona”. En el filme se cuenta cómo el húngaro huyó de su país disfrazado de soldado ruso y luego fue perseguido por un implacable agente secreto. El afiche de los cines decía: “Sensacional estreno de la gran película que toda la afición deportiva española espera ansiosamente”.
La vida de Di Stéfano no resultó tan novelesca a no ser por su secuestro en Caracas el 26 de agosto de 1963. Un episodio de propaganda política semejante al que había vivido Juan Manuel Fangio en La Habana el 23 de febrero del ’58. Al futbolista en su esplendor en Saeta Rubia, le siguió La batalla del domingo de Luis Marquina. El crack surgido en Huracán y campeón como entrenador con Boca y River, compartió elenco con famosos actores de la época: Mary Santpere, Isabel Garcés, Manuel Gómez Bur e Ismael Merlo. En una escena se lo ve demasiado acartonado conversando con dos mujeres en el estadio Santiago Bernabéu.
El autor de Fútbol y cine en el franquismo recuerda que “es interesante analizar brevemente esta obra, en la que ya no encontraremos al joven y atractivo futbolista de principios de los años cincuenta que aparecía en Saeta Rubia, para descubrir ahora a un veterano Di Stéfano, que irá rememorando a lo largo de toda la película los momentos más importantes de su exitosa carrera futbolística. Es la imagen perfecta del padre de familia, pendiente de su mujer y sus hijos, que aconseja y orienta a sus compañeros para que no arruinen su carrera profesional por el peligro de la fama y las mujeres”.
A la España de Franco que llegó Di Stéfano a mediados de los ’50, le vinieron muy bien celebridades futbolísticas como él y Kubala, más otros húngaros como Puskas que viajaron de a racimos. Cine y fútbol que a menudo compiten en la industria del entretenimiento, hicieron sinergia para apuntalar al régimen. Como describe Sanjurjo en su trabajo: “para difundir a las masas el modelo masculino de éxito que promovía el franquismo”.