Cuando yo era chica sentía un orgullo desorbitado porque mi madre era más joven que las otras, y más porque era la única madre que trabajaba fuera de casa. Ni maestra, ni mucama, ni enfermera. “Iba a la oficina”, ese sucucho gris donde en la literatura de Mario Benedetti y en muchas películas de los años 70, se pudrían los hombres. Ser ama de casa era lo más común, pero era lo menos. Ese prestigio materno se disolvía con mis tareas incompletas y con sus ausencias en las reuniones de padres. Sentía pena y vergüenza por mi padre que ganaba menos que ella, sabía cocinar y algunos domingos limpiaba la casa. Los fines de semana él agarraba el auto y nos llevaba a toda velocidad por alguna ruta. Mamá temblaba pero no podía decir nada porque no sabía manejar. En esos paseos escuché por primera vez la expresión “andá a lavar los platos” que mi padre le dedicaba a una mujer que estaba estacionando, creo que a la perfección... No podría asegurarlo, no sé manejar.
En esos años, por todas partes aparecía la expresión “la liberación de la mujer” que para mí era un grupo de chicas fumadoras con mucho más estilo que mi madre y vestidas con pantalones Oxford así como las sufragistas eran unas figuritas borrosas de señoras con carteles.
Cuando peleábamos con los varones, ellos atacaban siempre con “pero los hombres somos superiores” y aunque a nosotras nos parecía una estupidez, no sabíamos qué contestar cuando sacaban la lista de presidentes, escritores, científicos, astronautas, conquistadores, ni una sola mujer. En la televisión, una actriz cómica, la Campoy, madre de Pepito Cibrian, había inventado un latiguillo que reproducía la pregunta a la que eran sometidas todas las mujeres que se destacaban en algo en esa misma televisión: “Y vos… ahora…¿Te sentís realizada?” Yo me reía sin entender.
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Si me preguntan qué es ser feminista hoy, en el siglo XXI, diría que es ponerse a revisar cada segundo de la historia personal. Levantar la cabeza y encontrarse con amigas. Reconocer en detalles ínfimos e incluso felices, la gramática patriarcal que construyó un enorme sinsentido dentro del sentido común. Ir desde esa reconfiguración de la intimidad hacia una revisión del mapa colectivo, a revisar la distribución de la riqueza y de los roles. Escuchar el despertador que dejaron encendido las otras e ir a buscar la bibliografía enorme que el feminismo le ha legado al pensamiento contemporáneo, en su gran mayoría firmado por hombres. Si me preguntaran qué fue siglos atrás ser feminista, diría lo mismo: revisar, contradecir, reformular, salir a la calle. Leer a las demás, discutirlas, citarlas… Como dice una feminista “de hoy”, Sara Ahmed: “empecé a darme cuenta de algo que ya sabía: que la lógica patriarcal va a fondo, al hueso y que tenía que encontrar maneras de no reproducir su gramática en lo que yo decía, en lo que escribía; en lo que yo hacía, pero también en lo que yo era.” El trabajo para las mujeres de la generación de mi madre fue fundamental para su autonomía económica y la de sus hijos pero también una fuente de sobreexplotación laboral y discriminación social. Y ese hogar, donde se supone como el último reducto del afecto, para los hombres el espacio del “reposo del guerrero”, como advertía Shulamith Firestone en los 70, fue para mi padre un pantano y para todes una promesa incumplida.
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¿Cómo podemos pasar la antorcha cuando ni siquiera sabemos quiénes somos?” se preguntaba Kate Millet, la gran politizadora de la vida cotidiana, a la hora de la autocrítica, otro hábito constitutivo de los feminismos: “Creo que no fuimos capaces de construir con suficiente solidez como para haber creado comunidad o seguridad.” Los feminismos del presente, masivos y superficiales, viscerales y combativos, hoy tienen esa antorcha en las manos, interseccional, transfeminista, comunitaria, cyborg y animal, planetaria. Tienen adelante, como antes, la urgencia. Tienen como antes, las rupturas y las contradicciones internas. Tienen del otro lado gente que grita que lavemos los platos, que al final no se puede hacer un chiste, que denunciamos por despecho, que solo servimos para mear catedrales.
La gran diferencia de hoy es que cada vez más personas se autoperciben como feministas. El término se amplía pero no por eso se deforma, el gran desafío ahora que hay un acuerdo en que lo personal es político, en que lo político es vital, ahora que sí nos ven, ahora que sí nos vemos, es hacer lo que vinimos a hacer: cambiar el mundo.